sábado, 15 de octubre de 2022

Creer (XXIII)


 
DGD: Postales, 2022.

 

No desprecien la sensibilidad de nadie. La sensibilidad es el genio de cada uno.

Baudelaire

 

Confianza, sorpresa y probabilismo

 

1. Margaret Starbird, autora “secreta” a la que Dan Brown debe la hipótesis central de su Código Da Vinci (el grave desequilibrio entre lo masculino y lo femenino en la cultura del patriarcado), recuerda el momento en que comenzó a dudar de su sistema de valores religiosos heredados: “Antes creíamos que los padres de la Iglesia nos habían transmitido la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Les habíamos confiado nuestra vida y nuestra salvación eterna, creíamos todo lo que nos habían enseñado. Pero ahora la confianza se había hecho añicos”. Confiar, un acto indispensable en el ser humano (“dime en quién confías y te diré quién eres”), forma una base que si llega a tambalearse provoca una catástrofe personal. Los libros de Starbird (ante todo La diosa en los evangelios, 2000) registran su doloroso periplo: la íntima necesidad de revisar y redefinir por ella misma esos valores heredados.

          En uno de sus libros, Starbird registra el adagio que mayor influencia tuvo en su vida: “Dios es una sorpresa”. Esta frase puede interpretarse de muy diversos modos, según el nivel en que se sitúe quien la analiza, desde “todas las sorpresas son divinas” hasta “Dios nos sorprende porque siempre está más allá de nuestras concepciones”. El problema es que también estas frases son creencias en sí mismas. Lo único que parece salvarse de las manipulaciones es la revelación (la verdadera, no la teatral o impostada, que es siempre exterior), el más raro e infrecuente de los actos humanos.

          Por definición, una experiencia revelatoria es interior y personalísima: comunicarla requiere capacidad de convencimiento en quien la ha vivido, y para que los demás crean en ella es indispensable su confianza. Del interior de uno se vuelca a la exterioridad, es decir a los otros, pero con la condición de que se vuelva interior para cada uno de ellos. Este proceso es muy complejo, porque sólo una parte parece mantenerse interior mientras que el resto depende de convenciones de grupo (rituales, liturgia, decálogos). Sin estas convenciones habría una religión por cada individuo, es decir una forma de experiencia hecha propia por medio de la confianza y tan única como esa revelación originaria (“Dios es una sorpresa”).

          El primer nivel de confianza es el que una determinada persona deposita en aquel que recibió y comunicó la revelación (diálogo de interioridad a interioridad); el segundo nivel es la confianza que esa misma persona deposita ahora en el grupo que se forma en torno al profeta o iluminado (diálogo en la exterioridad): esta segunda confianza se alimenta de sí misma y crece al reflejarse de unas personas en otras. Tal proceso aporta un sustento espiritual al conjunto (exterioridad) y a cada una de las personas que lo forman (interioridad); si excepcionalmente esta base se debilita debido a la duda de uno de los integrantes, ello no afecta a la comunidad sino a esa sola persona (la originaria del cuestionamiento), dejándola no sólo aislada sino contrapuesta al grupo en tanto potencial peligro de desestabilización.

          Este es el caso de Margaret Starbird, que para sobrevivir a su crisis de confrontación debió crear un tercer nivel de confianza: la casi imposible fe en ella misma, es decir entregarse a una nueva revelación, la personal y contradictoria, que —casi “de milagro”— pudo sobrevivir a todos los rechazos tanto interiores como exteriores.

 

2. Curiosamente, la teología llegó en cierto modo a prever y hasta incitar experiencias como la de Margaret Starbird. Al menos así lo sugiere la aparición en España, durante el siglo XVII, de una doctrina teológica cristiana llamada probabilismo, desarrollada en el ambiente escolástico de la Escuela de Salamanca. Según el probabilismo, resulta justificado emprender una determinada acción, aun en contra de la opinión general o el consenso social, si existe una posibilidad, aunque sea mínima, de que a la larga los resultados sean constructivos. Este concepto fue defendido ante todo por teólogos jesuitas que lo propagaron por Europa y América, hasta que en el siglo XVIII fue duramente criticado por los jansenistas y condenado a la desaparición por Pascal en sus Cartas provinciales. Tuvo, sin embargo, un breve retorno en el siglo XX, retomado por un filósofo como Miguel de Unamuno, de quien podría decirse que redefinió de un modo muy peculiar el refrán “Dios es una sorpresa”.

          El probabilismo pertenece sin duda a la confianza del tercer nivel; se trata de una modalidad teológica que estimula al inconforme, y que le reconoce como primera característica no la sumisión al dogma sino su libre albedrío: tiene, por lo tanto, una fe extrema en sí misma (o, bajo otro punto de vista, fue tolerada durante un siglo entero porque era útil a la ortodoxia para detectar disidencias).[1] Unamuno la entendió no sólo como una libertad que significa capacidad de tomar decisiones (en cuyo caso la guía es la racionalidad), sino una gracia que necesariamente implica rebelarse contra las formas y sistemas instituidos.

          Para Unamuno la palabra scepsis, que está en la base de “escéptico”, no era contradictoria con la fe: “El escéptico estudia para ver qué solución pueda encontrar, y puede ser que no encuentre ninguna. El dogmático no busca más que pruebas para apoyar un dogma al que se ha adherido antes de encontrarlas. El uno quiere la caza, el otro la presa, y es en este sentido [...] que denomino al probabilismo un proceso escéptico” (La agonía del cristianismo, 1930).

          “La fe es pasiva, femenina, hija de la gracia, y no activa, masculina y producida por el libre albedrío”, dice Unamuno; en su opinión, un individuo no cree cuando tiene ganas de creer sino cuando es visitado por la gracia. Con esta última palabra el filósofo alude a una guía: una intuición apremiante, incongruente e insobornable, y casi diríase un llamado. El pensamiento religioso de Unamuno se ha inscrito dentro de lo que se llama “existencialismo cristiano”, un rubro que claramente implica un desgarramiento: para el autor de Del sentimiento trágico de la vida, la muerte es algo definitivo; sin embargo, afirma que la creencia de que la personalidad sobrevive a la muerte es necesaria para ser capaz de vivir. El filósofo racional acepta que es necesario lo irracional, creer en un Dios y tener fe, lo cual desata un conflicto interior entre la necesidad de la fe y la razón que niega a esa fe. Es, a todas luces, un choque entre la libertad y la fe, o mejor dicho, la gracia: para el probabilismo, resulta más importante experimentar las alternativas abiertas por la intuición, que apostar por lo seguro (la opción colectivamente acatada): seguir al llamado interior aunque el error sea lo más probable como resultado. En otras palabras: ser libre incluye la libertad de contradecirse, porque el camino queda iluminado no por la razón y ni siquiera por la fe, sino por la más abstracta e inefable de las nociones: la gracia. (No se trata precisamente de un autoengaño, aunque sí podría verse como un deliberado adormecimiento de la razón.)

          Unamuno intenta orientar el desgarramiento hacia la ética: “La fe verdaderamente viva, la que vive de dudas y no las ‘sobrepuja’, [...] es una voluntad de saber que cambia en querer amar, una voluntad de comprender que se hace comprensión de voluntad”. El probabilismo le permite resolver la contradicción: no se cree racionalmente sino intuitivamente, y la creencia puede ser útil para vivir. El refrán “Soy ateo, gracias a Dios” cobra así un sentido muy distinto al de su uso común. (El probabilista se obliga a creer precisamente a través del argumento que menos podría convencerlo. El ateo necesita al Dios en el que no puede creer. El filósofo cree en su no-poder-creer y de esta manera transforma a esta imposibilidad en constructiva, porque le permite el carpe diem, es decir, disfrutar el instante sin angustia inmovilizadora. La contradicción se vuelve afirmación y el desgarramiento se convierte en reintegración.)

          Una de las más bellas metáforas unamunianas es la de los “hilos de la Virgen”. Se llama así, escribe, “a ciertos hilillos que flotan al viento y sobre los que ciertas arañas —a las que Hesíodo (Los trabajos y los días, 777) llama ‘volantes’— se lanzan al aire libre y hasta al huracán. Hay simientes aladas, vilanos; pero estas arañas hilan de sus propias entrañas esos hilos, esos livianos estambres en que se lanzan al espacio desconocido. ¡Terrible símbolo de la fe! Porque la fe depende de hilos de la Virgen”.

          Más con mano de poeta que de filósofo o de teólogo, Unamuno invita a lo casi imposible: hilar en el aire, contra la razón y sólo guiado por vagas intuiciones probabilistas, sin dejarse inmovilizar por el conflicto entre un raciocinio negador y una fe heterodoxa e incomunicable.

 

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Nota

[1] También este concepto está previsto en la teología, a través de la palabra griega parrisía, que etimológicamente significa “decir todo” o libertad de palabra, y por lo tanto, confianza, franqueza, seguridad. En el Nuevo Testamento, parrisía tiene en general un sentido positivo: es la seguridad infundida por lo espiritual para dar testimonio frente a la divinidad. Sin embargo, el vocablo tiene también el significado negativo de seguridad excesiva, desenfado, libertad en sentido negativo o equivocado, exceso de confianza en uno mismo: la actitud radicalmente opuesta a la humildad. (Dicho de otra manera: si beneficia a la corriente establecida, equivale a libertad de palabra; si, en cambio, perjudica al consenso, se le llama soberbia.)

 

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[Leer Creer (XXIV y final).]

 

 

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