lunes, 5 de diciembre de 2022

Postales: imagen hablante y vocablo icónico (IV)

 

 

Postales: imagen hablante y vocablo icónico (IV)

Entrevista con Daniel González Dueñas

Praxedis Razo

 

 

¿Has tenido postales fallidas, desechadas en alguno de los procesos? De ser así cuenta los pormenores.

            —Los procesos son (o pretenden ser) casi individuales. Una cosa que decididamente he tratado de evitar es la mecanización, la hechura en serie, incluso la repetición de fórmulas. De ese modo, tanto la hechura como la corrección de las postales se dan en formas distintas en cada caso. Hay algunas que en el mismo momento de armarlas demuestran su ineficacia. Hay otras que uno cree terminadas y siguen avanzando a su manera en nuestra memoria y de pronto (a veces semanas después), a modo de repercusiones nos muestran errores que no habíamos apreciado, o de plano su vocación de cambiar radicalmente de forma y fondo. A pesar del cuidado y la atención hay torpezas que se cuelan como las erratas en los libros (he seguido afinando algunas de las publicadas en instagram; ya sabemos que el proceso de corrección nunca termina). Las experiencias son siempre nuevas, y así, sin sentir el “peso” del conjunto (la serie, el proceso, el “trabajo”), es decir sin dejar que se vuelvan tradición, han llegado de manera natural al millar. No pesan porque no son “mil”, sino una y una y una...

            Pese a esto, que es la intención, resulta indudable que por otro lado hay en las postales —por más que en cada una se quiera comenzar desde cero— repeticiones, constantes, recurrencias, preferencias, incluso obsesiones, tics y manías. Queda, al menos, como consuelo, pensar en ello como “estilo”.

 

El término postales, que usas para este proyecto, inmediatamente nos lleva al mundo tangible de los viajes. Pero todas tus postales, siento, cargan el mensaje que solía acompañar a la imagen en una sola cara: no tienen reverso, y el viaje va implícito en la lectura. ¿Por esto las titulas postales?

            —Habría que recordar un poco la historia de las tarjetas postales, inventadas por Heinrich von Stephan en Prusia a mediados del siglo XIX para proporcionar un sistema postal barato, es decir, “abierto”, sin sobre. Costaban la mitad de la tarifa de la correspondencia ordinaria y tuvieron un éxito inmediato (millón y medio de tarjetas se vendieron durante el primer mes de uso en el imperio austrohúngaro en 1869; en una década se habían extendido al mundo entero). La burocracia se opuso arguyendo que violaban el “secreto de la correspondencia”, puesto que cualquiera podía leerlas en el transcurso entre emisión y arribo, pero terminaron por imponerse y convertirse en toda una tradición, en un medio. (Los secretos siguieron transmitiéndose a su manera; ya que el mensaje era abierto, los usuarios debieron inventar su propia codificación para decir en clave lo que debía ser comprendido sólo por el destinatario. Curiosa situación metafórica, ¿no? Lo cerrado dentro de lo abierto; lo oculto en plena luz, como en el cuento de Poe.)

            En una ocasión utilicé como fondo la imagen de la primera tarjeta postal de Von Stephan (adaptada aquí al formato cuadrado, porque eran y siguen siendo rectangulares):

 

 

 

            Es ese tipo de juegos que sólo pueden darse una vez; en este caso se trataba de la sugerencia de que todo poema es una página de diario enviada en correspondencia.

            Las primeras postales eran únicamente de texto, y cuando se volvieron universales se les comenzó a añadir imágenes, generalmente paisajes que ahora llamaríamos “icónicos” (representativos): hechos por profesionales, sustituían a la foto turística y añadían una muestra gráfica de los sitios que podría estar contemplando el viajero. Las postales eran vistas con condescendencia como género vernáculo; se vendían en todas partes y cuando las atraparon la publicidad y la propaganda aparecieron los exhibidores rotatorios que todos conocemos; entre 1890 y 1914 hubo una subida de estatus en que artistas como Kandinski empezaron a ilustrarlas. (El muy ilustre Kandinski es un artista invitado con frecuencia en las postales.)

 

 


            Así nació la tradición de la tarjeta postal, pero hay que recordar que no es invento de ninguna modernidad: desde épocas arcanas los conjuntos significativos eran jeroglíficos en que lo visual estaba integrado con lo textual. “Jeroglífico” es hieros glyphikos: lenguaje sagrado en el que lo oculto (cerrado) se expresa en símbolos de impecable síntesis gráfica (abierta). El todo universal es cerrado, y esto en primera instancia quiere decir cerrado a la comprensión humana; sin embargo, “lo de arriba está en lo de abajo”: ese todo se transparenta en cada una de sus partes, y mientras más pequeña sea la parte examinada, más abierta se manifiesta y mayor es el campo de visión.

            Esa función primordial se refleja en muy diversas culturas a lo largo de la historia, y basta como ejemplo el hecho de que en casi todas las religiones es fundamental la recitación de un texto sagrado ante una imagen sagrada; esto se asume de un modo más consciente en las prácticas budistas, puesto que en estos casos ya no solamente se trata de adoración sino también de un ejercicio de apertura de conciencia: implica un texto de antigua sabiduría que el adepto debe memorizar y luego recitar mientras contempla la imagen de una deidad; esa manera de relacionar las palabras con la imagen y sus símbolos obliga al cerebro a funcionar con ambos hemisferios a la vez, abriendo la posibilidad de una reintegración, es decir, una comprensión más profunda de la realidad. Es muy posible que toda alianza de texto e imagen tenga esta misma vocación, y si es así, también las postales tienen, a su manera y en su medida, la misma necesidad.

            En tu pregunta podría entenderse en dos formas metafóricas aquello de que mis postales “no tienen reverso”. En un primer nivel supone que las postales en versión digital no pueden ser volteadas para escribir un mensaje; sin embargo, aquí el anverso es reverso: ya tienen el mensaje integrado en la imagen (bien deduces que por esa razón contienen su propio viaje). El segundo nivel estaría en el sentido de que no pueden “revertirse”, o sea contestarse; pero aquí habría que recordar el uso más frecuente de las tarjetas postales, que es unidireccional: en general son enviadas por alguien que viaja de ciudad en ciudad y no permanece lo suficiente en un sitio para recibir una respuesta; las va enviando para informar de su periplo y también como un diario de su viaje que este mismo viajero encontrará a su regreso.

            Podemos hacer un juego: imaginar a Ulises enviando a Penélope postales de su periplo: “Troya”, “Isla de los lotófagos”, “Isla de los cíclopes”, etcétera; la respuesta está implícita en el acto de Penélope, que vive el viaje y a la vez las va guardando como capítulos de un discurso y fragmentos de una presencia (durante veinte años las postales, más que representar a Ulises, son Ulises). El viajero las expide —son una “expedición” por partida doble— a mitad de un desplazamiento por lo otro; son mensajes que a la vez que describen lo extraño, lo nuevo, lo imprevisible, dicen mucho en pocas palabras porque el mero hecho de enviar la postal ya es elocución en sí y dice lo que no dice (“aquí estoy”, “te extraño”, “siempre pienso en el regreso”, etcétera). Penélope las coloca en lugar seguro y cuando por fin Ulises regresa a Ítaca las contempla ordenándolas de distintas maneras y en todo caso se da cuenta de que forman una figura, una “serie”: tienen una forma, son el registro de diversos descubrimientos (le permiten rehacer su viaje) y a la vez un descubrimiento en sí mismas (se da cuenta de muchas cosas que no percibió in situ).

 



            En algún momento consideré usar algún nombre “distintivo” como el de esas dos técnicas de dibujo inventadas para mi blog, clonografía o morfograma. Decidí, sin embargo, conservar esa palabra originaria, pese al equívoco inicial que ella conlleva. “Postal”, en efecto, carga algún sentido despectivo, como el que usan los críticos de artes plásticas cuando rechazan una pintura o un encuadre fílmico comparándolos con una “tarjeta postal”, con lo que aluden de modo condescendiente a la “estética de calendario” o a la gráfica popular.

            (En otro tenor, algunos amigos manifiestan azoro ante la importancia que doy a las postales. Lo único que podría decir al respecto es que no sería posible trabajarlas con una total responsabilidad si no viera en ellas algo digno de tomarse en serio; podría pensarse también —con todas las distancias guardadas— en aquella noción que don Juan Matus maneja en uno de los libros de Castaneda: el desatino controlado. Ya decíamos antes algo parecido: tal vez las postales son un desatino, pero me resulta indispensable para afinar la puntería y no olvidar que existe la opción concreta de, en una de esas, atinar.)

            Las primeras tarjetas postales tenían (y en su mayoría siguen teniendo) un estilo inconfundible que resulta fértil librar de equívocos. Eran imágenes que representaban a un país, una ciudad, región o barrio, o a un personaje determinado, es decir imágenes que convertían a lo particular en el símbolo de lo general (la torre Eiffel simboliza a París; los girasoles a Van Gogh). Al elegir el nombre “postal” quise subirme en esa tradición para ofrecer su humedad a la aridez digital que infesta a los medios.

 

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[Leer Postales: imagen hablante y vocablo icónico (V).]

 

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