jueves, 15 de diciembre de 2022

Postales: imagen hablante y vocablo icónico (V)


 

 

Postales: imagen hablante y vocablo icónico (V)

Entrevista con Daniel González Dueñas

Praxedis Razo

 

No hay que olvidar que en tus postales la trama pictórica también se da cita, y de pronto invitas a tal o cual pintor. Háblanos de los pintores que has invitado, de tus filias pictóricas.

            —La gran pintura es un conjuro a esa invasión de imágenes huecas en que vivimos. Sin duda el mayor conjuro que jamás ha llegado a un lienzo es Las Meninas de Velázquez (que ha fascinado siempre, tanto desde el lado de la imagen como del texto, y a la que dediqué una novela corta que apenas comienza a internarse en ese misterio magno). Pero la pintura es también a veces un conjuro a la crisis de la palabra escrita, a la verborrea asfixiante de los medios; basta pensar en esos textos “extraterritoriales” en los que un escritor se aplica a describir sus experiencias ante una determinada pintura (la crítica de arte como forma de salvación). Sin duda uno de los casos más eminentes es el del narrador de En busca del tiempo perdido cuando habla del pintor Elstir.

 


 

            Las postales gustan de conjuntar a unos y otros maestros; por ejemplo, dos de las más asombrosas pinturas de la historia, una de Magritte (El imperio de las luces) y una de Dalí (Dalí a la edad de seis años...), se reúnen con fragmentos de El libro vacío de Josefina Vicens, uno de los libros capitales de la literatura mexicana.

 

 


 

            Pero también con toda deliberación aparecen en las postales imágenes de maestros menos conocidos. Podría citar dos ejemplos de reuniones eminentes. El primero es el encuentro de Vilhelm Hammershoi y Antonio Porchia:




            La danza del polvo en los rayos del sol es una asombrosa obra maestra, y en realidad pertenece a una serie de óleos muy similares de Hammershøi, intentos obsesivos ante la misma ventana y puerta, a la misma hora, en persecución de esa luz con la que muy pocos pintores han logrado dialogar de esa forma. (Coincidentemente, también El imperio de las luces de Magritte es una serie de lienzos bajo ese título, o sea de variaciones sobre el mismo tema; a su manera, este maestro persiguió una y otra vez a una intuición devastadora: mostrar un paisaje urbano sumergido en la más profunda noche sobre el cual hay un cielo diurno refulgente: la simultaneidad que rompe los falsos sucesivismos.) La crítica ha dicho que Hammershøi se tomó largas horas para pintar nada; pero si el espectador es lo suficientemente receptivo, se da cuenta de que esa misma “nada” es aquella en la que Porchia descubre todo.

            El danés Vilhelm Hammershøi, nacido en 1864, trabajó paisajes y retratos (sobre todo de Ida, su esposa) pero sólo como entrenamiento a la parte central de su obra, una multitud de lienzos en los que retrata aspectos interiores de los departamentos en los que habitó en su ciudad natal, Copenhague. Retraído, esquivo, con muy pocos amigos, no escribió diarios y antes de morir destruyó todas sus cartas; durante un tiempo su obra cayó en el olvido hasta que lo rescataron los simbolistas. A la manera de Porchia se retrajo para ir a lo aparentemente más simple, a lo invisible; fiel a su espacio y sobre todo a la relación de ese espacio con la luz, dejó una forma totalmente inédita de la interioridad, un extrañamiento perpetuo.

            El otro ejemplo es también de un pintor danés, Peder Mønsted, esta vez reunido con el poeta mexicano Marco Antonio Montes de Oca.




            Este otro alquimista de la luz, Mønsted, nacido en 1859, trabajó de joven en el taller de Bouguereau e hizo retratos y bodegones, pero su vocación era lo que se llama paisajismo. A diferencia de Hammershøi, que salió muy poco de su casa y cuya obra era conocida sobre todo por un círculo de especialistas, Mønsted viajó ampliamente y disfrutó de fama y reconocimiento; sin embargo, la actitud de ambos pintores es una sola: una pintura que es recogimiento a un paisaje interior. (Uno buscó este paisaje en exteriores; el otro, en interiores: la demanda es la misma.) Mønsted alcanzó un nivel de realismo tal, que aún hoy nos cuesta un cierto esfuerzo aceptar que sus imágenes no son fotografías; pero sus óleos no sorprenden por ese “realismo” (que es lo que les festeja la crítica y hasta el mercado del arte, que lo ha invisibilizado al convertirlo en “pintor de calendario”) sino porque tocan la esencia misma de la pintura y sus momentos más altos.

            Tal vez podríamos plantear esa esencia en estos términos llanos: el pintor no trabaja con rayos de luz sino con pincel y pastas de colores, y sin embargo lo que los maestros transmiten no es “cómo pintan” sino cómo miran. Si se quisiera poner esto en una escala, podría esquematizarse así: de cada cien pintores que te dicen cómo pintaron hay uno que te dice cómo miró; y de cada cien de estos últimos hay uno que lo que te muestra no es cómo miró sino cómo mira: así, en presente, en este instante intemporal fijado en el lienzo. Lo que queda en esa imagen no es una técnica sino una mirada: estamos en sus ojos cuando pinta lo que está mirando y cuando mira lo que está pintando. (Es por ello que hay pinturas no tan lejanas en el tiempo —e incluso contemporáneas— que parecen pesadas, como si cargaran el tiempo-fardo, mientras que hay otras, con siglos de existencia, que parecen haber sido hechas ayer, o, mejor dicho, ahora mismo.)

            En el caso de Mønsted no sólo nos encontramos con una “reproducción” de la naturaleza (la famosa mímesis), sino en el estado psíquico y espiritual con el que este artista se sumergió —se sumerge— en un mundo prácticamente inédito. Contemplar esta inmersión es un viaje al instante esencial y también a una forma de la subjetividad que se ha vuelto objetiva. Generalmente al contemplar pintura “jalamos” la imagen a nuestro campo perceptual, a nuestras concepciones visuales; los maestros hacen lo contrario: nos insertan en su propia percepción, nos hacen compartir la experiencia. (Algo análogo a lo que hacen Porchia o Montes de Oca con las palabras, como los grandes poetas.)

 

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[Leer Postales: imagen hablante y vocablo icónico (VI).]

 

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