domingo, 5 de marzo de 2023

Apostilla: La ventana de Victoria



 

En el transcurso de la conversación anterior una amiga llamada Victoria me envió una foto que tomó en la azotea del edificio en donde vive:

 


            Se trata de la ventana de un edificio contiguo que está deshabitado (o aún no ocupado); en el cristal se refleja un sol vespertino. Luego de capturar esta imagen, Victoria dio media vuelta y fotografió el cielo “real” que se reflejaba de modo tan especial en la ventana:

 

 

            Pero el juego principal no estaba en el cielo sino en su reflejo en esa ventana en particular. Había algo especialmente misterioso en el diálogo que cada día y cada minuto establecía el cristal de esa ventana con el espacio y el tiempo, un diálogo que nadie escuchaba... además de Victoria. Le pedí que tomara más fotografías de ese muro. Al poco tiempo envió otra:




            Al ver esta nueva imagen era casi inevitable recordar las ventanas de Magritte, así como un poema de León Felipe llamado “Qué lástima”: “Una luz muy clara que entra por una ventana / que da a una calle muy ancha. / Y a la luz de esta ventana vengo todas las mañanas. / Aquí me siento sobre mi silla de paja / y venzo las horas largas leyendo en mi libro y viendo / cómo pasa la gente al través de la ventana”.

            El poeta se encuentra en un interior y observa a la gente que pasa al través de la ventana: “¡Oh, esa niña! Hace un alto en mi ventana siempre, / y se queda a los cristales pegada / como si fuera una estampa”.

            Pero se trata de una estampa móvil; León Felipe reconoce precisamente su carácter de espectador de cine: “Cosas de poca importancia / parecen un libro y el cristal de una ventana / en un pueblo de la Alcarria, / y, sin embargo, le basta / para sentir todo el ritmo de la vida a mi alma. // Que todo el ritmo del mundo por estos cristales pasa”.

            Qué bien supo Magritte —desde otro interior— que si uno rompe ese cristal con una pedrada, lo que se ve a través de éste caerá en pedazos de diversos tamaños —fragmentos que luego no embonarán si uno quisiera restaurar el cristal para que la ventana volviera a ser esa pantalla de cine silente que sólo se oye cuando grita debido a la pedrada que rompe su placidez.


René Magritte: La llave del campo (La clef des champs), 1936.

            En esta ventana de Magritte, si el cristal es roto, la imagen que está ahí proyectada se viene abajo en pedazos pero queda detrás la imagen del fondo, plácida e intocada. No obstante, ¿qué sucedería si no quedara nada en el hueco recién abierto por la pedrada, si detrás de la pantalla no hubiera sino una nada húmeda y oscura, como la pared de fondo en un cine una vez rasgada la pantalla, pared a la que nadie mira nunca?

            Platón concentra su celebérrima parábola en el fondo de la caverna en donde se proyecta la película de la realidad. En el caso del poema, la gente pasa no al través, según piensa León Felipe, sino en el cristal de la ventana —ese cristal reflectante que parece el mundo mientras no llegue la imprevisible pedrada.

            Sin embargo, la asociación mental que de inmediato despertaban las fotografías de Victoria era ineludiblemente con el interior de un museo de artes plásticas. El “paso” entre realidad y representación estaba ya en otra pintura de Magritte:


René Magritte: La condición humana (La condition humaine), 1933.

            Las paredes del museo, y las pinturas ahí exhibidas, guardan una similitud con las fotos de Victoria, pero también una diferencia: en la azotea en donde ella se sitúa para capturar las imágenes, lo que hay es un exterior que mira a un interior; entre ambos existe una frontera en donde el exterior, al reflejarse, se vuelve otro, se interioriza. Yo tenía en archivo varias fotografías de interiores de museos; una de ellas parecía dispuesta al juego:



            El collage se impuso por sí mismo:

 

 

            El “paso” tenía que ser sugerido por uno de esos letreros explicativos que en los museos acompañan a las pinturas y en los que están escritos los datos fundamentales: autor, fecha, origen... Pero la sugerencia más importante era precisamente ese goteo que en la ventana original, ubicada en la intemperie (el exterior), era causado por la lluvia y la oxidación: eso que chorrea lentamente y con el tiempo ha pintado su caída en la pared.

            Esta última sugerencia era indispensable para que el espectador del collage no pensara en la ventana como “una pintura más” sino como una ventana real trasplantada a otra realidad.

            La ventana de Victoria es real: el cielo reflejado en ella cambia a medida que Victoria se desplaza. Imaginemos, pues, esa misma ventana recortada de su entorno sin perder ninguna de sus propiedades espaciales (tercera dimensión, color, luces) y temporales (movimiento y transcurso), y trasladada a la pared de un museo de arte moderno. En su ambiente, Victoria puede voltear 180 grados y ver el cielo real, pero el espectador en el museo, si voltea, ve el techo y el ambiente específico de ese lugar. La ventana original “refleja” el sol y las nubes; la fotografía de Victoria ha “capturado” a la ventana reflectante, pero lo que se exhibe en el museo no es una imagen fija sino móvil (moving picture, definición tanto de la caverna platónica como del cine) que cambia según las horas. Es como si —para usar una analogía tecnológica— la ventana fuera capaz de transmitir a la distancia lo que refleja su cristal, que ya en el museo no es “reflejo” sino imagen autónoma, como si fuera una pantalla en la que se proyecta una película (algo semejante a esas cámaras web colocadas en sitios especiales que transmiten sin interrupción el aspecto de una ciudad o de un paisaje, sólo que esa imagen transmitida no se mueve si yo me muevo).

            Uno podría preguntarse, por cierto, si la ventana que “transmite” al museo su imagen cambiante lleva además consigo sonidos, olores, sabores y texturas... ¿Qué pasaría si el espectador en el museo quisiera tocarla? ¿Sus dedos toparían con una barrera invisible o penetrarían en el ambiente de Victoria?

            Quise extender la experiencia a otro entorno museístico, y elegí otra fotografía (en la que hay precisamente obras de Magritte y Delvaux):




            El segundo collage funcionó de un modo distinto al primero:



            En el trabajo de este segundo collage hubo un efecto inesperado: la luz misma creó la extraña y contradictoria sensación de que la pintura apoyada en la pared estaba a la vez como flotando en ella: su sombra se proyecta de un modo inverosímil e incluso desconcertante. (En el primer collage la ventana tiene un marco muy notorio, semejante al de las pinturas contiguas; en el segundo parece, de un modo más realista, adosada a la pared; es la sombra la que rompe esta impresión.)

            Un elemento anodino de la foto original se impuso como protagonista: el pequeño aviso verde/blanco situado encima de la puerta. Generalmente estos signos señalan vías de desalojo en casos emergentes; era casi imperativo situarlos sobre los cuadros: el espectador puede usar cualquier pintura como salida de emergencia.

            El letrero verde/blanco invita a “salir”; esta acción equivaldría a pasar a la otra realidad (de un interior a otro). Es una escapatoria de “emergencia”, es decir que el espectador podría cruzar el umbral si está saturado de su realidad y se halla en una situación extrema, pero acaso basta la invitación a intuir alternativas de realidad (en cuyo caso se trataría de una entrada de emergencia).



            Junto a la puerta era indispensable colocar otro pequeño letrero museográfico: la puerta, así, se convierte en otra de las obras exhibidas, una metáfora bidireccional: los encuadres son puertas (o ventanas) del mismo modo en que la puerta es un paso de una interioridad a otra. En la azotea “real”, se trata de un exterior —el cielo— reflejado en un interior —la ventana— (el cristal parece incluso encerrar un sol y nubes, como una pecera). En el museo, en cambio, hay un exterior —la imagen completa— insertado en un interior —la sala de exposiciones— y de una manera doblemente misteriosa porque todo queda dentro (sólo hay niveles de interiorización, y en esta escala está incluido el espectador). De un modo u otro, la paradoja permanece.

            Esta certeza de que todo es interior, así como la graduación de reflejos de la ventana de Victoria se relacionaba, de manera natural, con los alcances de ciertos aforismos de Valéry, y así se transmitió a dos postales gemelas. En la primera, el autor del Cementerio marino sugiere que el arte es absurdo por lo que busca y asombroso por lo que encuentra. En la segunda da un paso que resulta arduo en un tiempo de feroz egocentrismo: el del yo al nosotros, el de la mirada individual que sólo tiene sentido cuando se entreteje con la mirada colectiva.

 

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P O S T A L E S  /  D G D  /  E N L A C E S

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