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r e t r a t o s (e n) (c o n) p o s t a l e s
Reunión (10). La luna, 6
[A principios del siglo XIX, cuando el arribo del telescopio incrementó la mirada humana sobre los astros, la concentrada visión que ensayaban los astrónomos carecía de la frontera —que hoy nos caracteriza— entre los hechos objetivos y los subjetivos. Es el caso del astrónomo Franz von Paula Gruithuisen (1774-1852): era tal la precisión con la que creía observar la Luna que pensó haber descubierto una ciudad, con gigantescos edificios y cursos de agua. Publicó sus descubrimientos en las revistas alemanas de marzo de 1824 y lo que obtuvo fue la sorna de los investigadores de su época, que ya estaban bastante seguros de que en la Luna no había agua ni ingenieros aplicados. A manera de desagravio por la pésima reputación que destruyó la carrera de Gruithuisen, la posteridad dio su nombre a un pequeño cráter en la sección lunar que une el Oceanus Procellarum con el Mare Imbrium. No obstante, aquella y otras anécdotas similares tenían una finalidad ulterior: convertir a la imaginación en una forma de la fuga irresponsable, un subterfugio inútil que conviene restringir al ghetto de los ociosos, los idealistas y los desadaptados. A partir de entonces lo peor que puede suceder a un científico no es no ver lo invisible sino despertar la irrisión de sus colegas.
Pero la imaginación siguió mirando a la Luna —y a través de ella— con intensidad irreductible. Un diario neoyorkino, The Sun, fue en el año 1835 el causante de un verdadero fenómeno cultural. En agosto de ese año, seis artículos firmados por un tal “Dr. Andrew Grant” afirmaban que el astrónomo británico John Herschel (1792-1871), utilizando el telescopio más potente del planeta situado en Ciudad del Cabo, Sudáfrica, había visto en la Luna flores, playas blancas, un enorme rubí de tamaño monumental, rebaños de bisontes, osos con cuernos, unicornios azules y criaturas mitad humanas mitad murciélagos. Los artículos de The Sun, que causaron una conmoción colectiva, estaban ilustrados con dibujos en los que se representaba a los seres que habitaban la superficie lunar; el diario consiguió un aumento espectacular de las ventas antes de que, por obra y gracia de la “ciencia seria”, todo esto fuera globalmente denominado “La Gran Patraña de la Luna” (Great Moon Hoax). Estos artículos se atribuyeron posteriormente a uno de los reporteros del periódico, Richard Adams Locke, aunque éste nunca llegó a reconocer públicamente su participación en la redacción de la noticia y se declaró tan víctima de un infundio como el propio astrónomo Herschel.
El año anterior, 1834, Victor Hugo (1802-1885) había sido invitado por el astrónomo Dominique-François Arago (1786-1853), director del Observatorio de París, a contemplar la Luna a través del novísimo y poderoso telescopio de ese observatorio. Casi tres décadas después, Hugo recordaría esta experiencia casi mística en Promontorium somnii (El promontorio de los sueños). Ahí relata que en aquella primera ocasión aplicó varias veces un ojo al lente y no vio nada, hasta que “Poco a poco mi retina hizo lo que tenía que hacer. Se operaron los oscuros movimientos mecánicos necesarios en mi pupila que se dilató, mi ojo se habituó, tal y como se dice, y esa negrura que miraba comenzó a palidecer. [...] Ahí estaba toda la cantidad de contorno y de relieve que se puede bosquejar en el interior de la noche. El efecto de profundidad y de pérdida de lo real era terrible. Y no obstante, lo real estaba ahí. [...] Aquel sueño era una tierra. Aquella visión era un lugar para el cual nosotros éramos el sueño. Estas hipótesis complicaban la sensación. Estos esbozos de pensamiento ensayado fuera de lo conocido generaban caos en mi cerebro. Esta impresión es lo inexplicable. Quien no lo haya experimentado no lo entenderá”.
Y concluye: “Seamos quienes seamos, somos unos ignorantes. Ignorantes de esto, si no de aquello. Nos pasamos la vida necesitando revelaciones. A cada instante precisamos de la sacudida de lo real. La impresión sobrecogedora de que la luna es un mundo no es la que habitualmente nos proporciona esa cosa redonda desigualmente iluminada que aparece y desaparece de nuestro horizonte. Los poetas han creado una luna metafórica, y los sabios, una luna algebraica. La luna real está entre las dos. [...] Sí, esta cosa es. Parece que te está mirando. Te tiene preso. La percepción del fenómeno se hace cada vez más y más nítida. Su presencia te oprime el corazón. Es el efecto de los grandes fantasmas. El silencio acrecienta el horror. Horror sagrado”.
Cuando la fotografía se perfeccionó y se alió a la astronomía, el fotógrafo Henry William Pickering, en su intento por superar los defectos de los atlas fotográficos existentes a la fecha, encontró que algunos cambios en la luz del satélite podrían deberse a la existencia de vegetación y también vio nubes y formas desconocidas de vida. Pero las visiones lunares fueron poco a poco desapareciendo: la imaginación volvió a su ghetto y lo maravilloso retrocedió hasta que sólo quedó el árido, seco, rocoso y yacente satélite del que no queda nada por saber.
Sucede lo que exclama un personaje del cuento “El ratón que rugió” (1960) de Edmund Cooper: “Resulta curioso que la naturaleza humana prefiera rechazar lo probable y aceptar lo imposible”. En 1979 Ursula K. Le Guin lo dijo de otro modo: “La fantasía es verdadera, por supuesto. No es real pero es verdadera. Los niños lo saben. Los adultos lo saben también, y precisamente por eso muchos temen a la fantasía. Temen a los dragones porque temen a la libertad” (El lenguaje de la noche, 1992).
La imaginación sigue en su ghetto, no una cuestión de vida sino de entretenimiento (sólo se reconoce su poderío si sirve para encontrar nuevas estrategias mercantiles, militares o tecnológicas). Quedó atrás, entre tantas otras cosas, la apropiación personal de la luna por los poetas y, así, por los lectores de los poetas, aquello a lo que se refería Jean-Paul Sartre: “[Yo] pensaba en la Luna como algo personal, estaba en el cielo, era un objeto que de alguna forma me pertenecía. Era mi satélite. Para mí representaba todo lo que es secreto, en contraste con lo público, lo evidente, que es el sol [...]. La quería mucho, era poética, pura poesía. Entre nosotros había un vínculo, un destino común. Estaba ahí, como un ojo, o como un oído, me decía cosas”.
El escritor español Paco Carreño llega incluso a encontrar ahí una razón de la más célebre teoría conspirativa de todos los tiempos: “Probablemente todos los documentos que tanto han proliferado tratando de demostrar con pruebas fotográficas, geológicas o tecnológicas que el hombre no ha llegado a la Luna, que el alunizaje de la Apolo no habría sido más que la última gran patraña de la Luna, sólo tengan un único propósito, el de recuperar la Luna, sus sombras, para un hombre que necesita el mito tanto como el logos y se niega a incorporarla a la remota claridad de la historia con el fin de mantenerla en la proximidad de un misterio incalculable”. || Abre esta reunión un diálogo entre san Juan de la Cruz y Antonio Porchia; se suman las voces de los poetas José Joaquín Blanco, José Carlos Becerra y Manuel J. Castilla. (DGD)]
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Ursula K. LeGuin: The Language of the Night: Essays on Fantasy and Science Fiction, Putnam, New York, 1979. [El idioma de la noche. Ensayos sobre fantasía y ciencia-ficción, Gigamesh, Barcelona, 2020; trad.: Irene Vidal y Ana Quijada.]
Victor Hugo: El promontorio del sueño (Promontorium somnii), Siruela, Libros del Tiempo, Madrid, 2007; trad.: Victoria Cirlot.
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P O S T A L E S / D G D / E N L A C E S
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