sábado, 19 de julio de 2025

José Lezama Lima: la posibilidad infinita

 

DGD: Postales, 2022-2025.

 

r e t r a t o s   (e n)   (c o n)   p o s t a l e s

El curso délfico

Manuel Pereira

(fragmentos)

 

[Para José Lezama Lima (La Habana, diciembre 19 de 1910-La Habana, agosto 9 de 1976), el desafío del artista es la trascendencia del tiempo, la superación de la linealidad o sucesividad de la historia con objeto de percibir el mundo en un eterno presente. El autor de la monumental Paradiso especificaba que para ello era indispensable una ascesis, el arduo aprendizaje del poeta que tiene como objetivo el pasar de la experiencia del ritmo sistáltico (sucesivo, profano: la evanescencia temporal, la sucesión corrosiva de la historia) al hesicástico (simultáneo, sagrado). Este último es evocado por Lezama en el capítulo XII de Paradiso en la persona de Juan Longo, el músico que pretende componer una música ajena a la sucesión temporal de los sonidos, de manera que éstos sean convocados simultáneamente en un momento único.

   Lezama asumió la transmisión directa de ese aprendizaje: “Siempre me gustó orientar las lecturas de la gente más joven. Al cabo de estar haciéndolo durante muchos años se me ocurrió la idea de sistematizar esas orientaciones y poner a disposición de una persona con preocupaciones e inquietudes intelectuales mi propia experiencia de lector y no sólo ofrecérsela de manera coherente, sino facilitarle, al mismo tiempo, ejemplares de aquellos libros que yo considero formadores o que, al menos lo fueron para mí. Surgió así la idea del Curso Délfico que yo he dividido en tres etapas: primero, Obertura palatal, que es la gustación de la buena literatura y que es una etapa que no se cierra nunca porque se mantiene durante toda la vida. Sigue después la Galería Délfica o Curso Délfico propiamente dicho, que es ya el estudio en detalle de la historia de la cultura, y prosigue una fase que yo llamo de las Aporías eleáticas, en donde caben los juegos de la cultura y la inteligencia”.

   Uno de los artistas noveles que tuvieron el privilegio de ser iniciados en esa ascesis por Lezama en persona fue el poeta y novelista cubano Manuel Pereira (1948), que registró esa experiencia en una crónica sustancial, “El curso délfico”; este texto, junto con “Para llegar a Lezama Lima” de Cortázar (1967), es sin duda el mejor retrato del gran poeta cubano a quien podría aplicarse una de sus invocaciones: “guardián del etrusco potens, la posibilidad infinita”. | Se presentan aquí fragmentos de la crónica de Pereira. (DGD)]

 

Como todo cubano de raíz, Lezama fue ante todo un conversador. Sus diálogos conmigo estaban inspirados en la mayéutica socrática, según me reveló más tarde. Siempre que yo le devolvía un libro, comenzaba un ciclo de preguntas, nada académicas, que podían originarse en La Eva futura de Villiers de L’Isle-Adam para terminar en un monólogo sobre el yin y el yang o las delicias de un mamey. Su abrumadora erudición, expresada en un torbellino de citas y anécdotas —que iban desde las Vidas paralelas hasta La montaña mágica— entreveradas con golpes de humor popular, hacía de su charla todo un acontecimiento. Cuando Lezama empezaba a hablar, el mundo se detenía para escucharlo.

            A eso él lo llamaba “El curso délfico”, que comenzaba con “La obertura palatal” y en el cual participaron —por separado— otros jóvenes, contados en realidad, porque no pasábamos de tres. [...]

            Lezama no me enseñó a escribir, sino que me enseñó a leer. Incluso a leer lo que está escrito en el aire, que es la mejor manera de escribir. Porque es la más invisible. Esa fue su gran lección. Además, aguzó mi olfato para escoger las lecturas. “No se pierda en oros falsos”, repetía a cada instante corrigiendo mi instinto de selección, que por esa época era casi nulo, porque yo solía leer cuanto me caía en las manos. “Primero los clásicos, luego los clásicos, después los clásicos y más tarde los clásicos”; ese era su consejo mayor. [...]

            Hablando un día de la supuesta “oscuridad” de sus versos, me dijo: “La oscuridad está en el que oye, para los que tienen luz nada es oscuro”, y yo sentí un escalofrío, porque recordé el verso martiano: “como un monstruo cargado de crímenes, todo el que lleva luz se queda solo”. Se lo comenté y abrió los ojos asustado, porque para Lezama no había nombre más grandioso que el de José Martí. Podía hablar de los etruscos, de los griegos, de los celtas, de los egipcios, de los fenicios, pero siempre acababa hablando de Martí. Porque también Martí fue universalmente cubano. [...]

            Su consigna conmigo era la frase que él atribuía al oráculo de Delfos: “Sólo lo difícil estimula”. Todo en Lezama era así, maravillosamente difícil. Pero no se trataba de una retórica caprichosamente hermética, ni mucho menos rebuscada. Su exuberancia conceptual y su lenguaje, que poseía la estructura de una cuántica musical, eran dones de su naturaleza. Lezama habló, pensó y escribió como respiraba. En su asma se confundía Góngora con Quevedo. [...]

            Así fue como él me impartió sus lecciones de literatura. El maestro de un escritor no es quien lo enseña a poner una palabra detrás de otra. Eso no se aprende, eso sería como enseñar a respirar. El verdadero maestro es el que propone lecturas inolvidables y descubre sutilezas ahí en donde no se sospechan, mostrándonos el modo de acomodar la mirada; adiestrando, educando nuestros sentidos hasta hacerlos capaces de estremecerse ante un sonido, un color, una forma, un silencio o una idea. Lejos de ser un catálogo de axiomas, su magisterio fue una magia total. Cuando yo no entendía algo, me estimulaba diciendo: “No entender es ya una manera de entender”.

            Con frecuencia yo olvidaba la intriga, el nudo y la trama de las novelas que él me prestaba. Cuando se lo comuniqué, me alivió así: “No se inquiete por eso; lo importante, lo esencial en un libro no es la anécdota sino esa arenilla que se nos queda adentro, porque olvidar es a veces también una forma de saber”. Ese día me recomendó en una dedicatoria: “Ilumínese dentro de la transparencia y oscurézcase como la noche de los vegetales”. [...]

            Lezama era algo más que un escritor. No era un profesor, ni tampoco un magister; no era un místico, ni un sabio, ni un filósofo; Lezama fue mucho más que todo eso: Lezama fue un mago. Su magia no era un oficio —que eso es la prestidigitación—; su taumaturgia consistía, ante todo, en estar hechizado de sí mismo. A partir de esa premisa, podía hechizarnos a todos. Yo nunca me aburrí oyéndolo y eso que no siempre lo entendí todo. Porque yo ya tenía la llave maestra, el ábrete Sésamo. Yo ya sabía que más importante que entender es emocionarse. No porque él me lo dijera explícitamente, sino porque esa fue la disciplina más sutil que se desprendió de aquellas lecturas dialogadas. A él nunca le gustaron las clasificaciones harto ceñidas. Siempre dijo que “definir es cenizar”.

 


 


 


 


 


 


 


 


 

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Manuel Pereira, novelista, poeta, traductor, crítico, periodista, ensayista, guionista cinematográfico, nació en 1948 en La Habana, Cuba. Estudió artes plásticas en la Academia de San Alejandro. Sus dos primeras novelas fueron El Comandante Veneno (1977) y El ruso (1982). En 1988 publicó un libro de ensayos, La quinta nave de los locos. Su novela Insolación apareció en 2006; ese mismo año recibió el Premio Internacional Cortes de Cádiz por el libro de cuentos Mataperros.

 

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Ciro Bianchi: Así hablaba Lezama Lima. Entrevistas, Instituto Cubano del Libro, La Habana, 2013.

Julio Cortázar: “Para llegar a Lezama Lima”, en La vuelta al día en ochenta mundos, Siglo XXI, México, 1967.

Carlos Espinosa (editor): Cercanía de Lezama Lima, Letras Cubanas, La Habana, 1986.

José Lezama Lima: Diarios (1939-49/1956-58), Era, México, 1994.

Manuel Pereira: “El curso délfico”, en Literal. Latin American Voices/Voces latinoamericanas, México, 2020.

 

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