martes, 5 de abril de 2011

Escritores inclasificables: la extrañeza (tercera parte)


DGD: Paisaje 38 (clonografía), 2001
**
3


Una de las pruebas más duras que se presentan a veces al poeta, al artista, es la aceptación de su marginalidad. La sociedad actual está hecha para que luzcan las “estrellas”, para que se promuevan las motivaciones del día. Hasta podría ser una cuestión de ritmo: los ritmos aparentes, hijos de los intereses momentáneos, de las seducciones comunitarias o circunstanciales, no hacen juego con lo que uno es. [...] Los medios masivos implican una falta de caridad humana. Y aparte del aspecto comercial, ofrecen esencialmente espectáculo, algo que la poesía no es.

Roberto Juarroz

Otro libro que vale la pena considerar rompe todas las expectativas de mesura y no sólo por sus dimensiones (está dividido en dos gruesos volúmenes, uno de 1,676 páginas, el otro de 2,376), sino por el título y por los eufemismos que propone para englobar a los inclasificables. Se trata de Locos, excéntricos y marginales en las literaturas latinoamericanas (CRLA-Archivos, Poitiers, 1999), que también reúne las ponencias de un encuentro de escritores, éste coordinado por Joaquín Manzi; como Atípicos en la literatura latinoamericana, está revestido con el carácter de ser un “recuento de la marginalidad literaria en el siglo que termina”. Aquí, pues, los eufemismos no se consideran necesarios: este libro en dos volúmenes ya no parece consagrado a la escritura secreta y ni siquiera a la “atípica”, sino a la locura (el primer volumen inicia con “Mapa de la locura americana” de Maryse Renaud). Sin embargo, a esta última se le asocian la excentricidad y la marginalidad, que son dos características de lo “atípico”. Es decir que se aborda lo mismo pero con menos escrúpulos.

Así, se habla de Mercedes Cabello de Carbonera a partir del rubro “Una locura anunciada”, o de Afonso Henriques de Lima Barreto como “Dipsomanía y frecuentación de la locura”, y a Francisco Matos Paoli se le califica como “loco de poesía”. Independientemente de la calidad o apresuramiento de los juicios respectivos, este primer volumen depara que a lo secreto, atípico o excéntrico se asocien términos como locura y vanguardia. Por más que los diversos autores intenten situar al autor a quien estudian en un determinado registro de esta escala, los demás rubros rodean y demarcan a esta figura.

Esto sucede con la inclusión de Juan José Arreola y Efrén Hernández junto a nombres como los de Horacio Quiroga, Vicente Huidobro, Oliverio Girondo, Gabriela Mistral, por un lado, y por otro los de Qorpo-Santo (José Joaquim de Campos Leão), Juan Emar (Álvaro Yáñez Bianchi), Emilio Lascano Tegui (autodenominado Vizconde), Joaquim Machado de Assis, Porfirio Barba-Jacob o Roberto Arlt. Puesto que son incluidos en este volumen, tales autores, por más “vanguardistas” (“atípicos”) que sean, adquieren respectivas combinatorias (que el lector no se molesta en medir individualmente) de tres elementos: “locos”, “excéntricos” o “marginales”. A escoger.

El segundo volumen incluye ensayos cuyos títulos aportan nuevas inferencias de sinonimia para la escritura secreta: heterodoxia, margen, rareza, periferia, locura benigna. ¿Locos, excéntricos, marginales o todo junto? Algunos de los autores estudiados, como João Guimarães Rosa, Alejandra Pizarnik, Enrique Lihn, Pablo de Rokha, Mario Vargas Llosa, José Lezama Lima, José Revueltas, Augusto Monterroso, Lilian Hellman, Clarice Lispector o Leopoldo Marechal, son o no son marginales, de acuerdo a como se les quiera ver. Todo depende, pues, de la carga de significado que se dé a las palabras. Hasta Borges podría llamarse marginal; incluso a Miguel Ángel Asturias o a Agustín Yáñez se les podría calificar como excéntricos; también, si se quisiera, podría colocarse a cualquier escritor en el rubro de la locura. Al término de estos vastos volúmenes, el lector ya no puede dejar de ver alguna forma de rareza en cualquier escritor, en cualquier ser humano. Y quizás no le falte una cierta razón.

Libros como los que hemos mencionado intentan “separar” del canon (lo típico) a escritores inclasificables, huraños ante sus generaciones, poco manejables por la crítica ortodoxa. (Por lo demás, la crítica no está hecha para detectar quién tiene genio, sino precisamente quién no lo tiene. A la crítica se la “conquista” del mismo modo que a todo lo demás: con tesón obsesivo y a través de complicadas estrategias, pero sobre todo jugando el juego que ella comprende y regula. Un autor que quiera demostrar que tiene genio despierta sorna y desprecio; los artistas han aprendido que lo mejor que puede reconocérseles es un cinismo amargo que comienza aceptando que el “genio” es una cuestión del pasado, romántica, démodé, primitiva y finalmente ajena por completo a lo humano. Y lo humano, por el camino mismo de estas inferencias, queda definido como fracaso.)

A fuerza de hurgar en estas obras, lo que tales interpretaciones terminan haciendo es presentar al lector una nueva tabla de tipificación. Ante tanta rareza, quien lee estos libros antológicos no concluirá que esos escritores son desconocidos por no divulgados, sino porque carecen de los méritos de los que sí son “conocidos”. En el círculo vicioso, se sobreentiende que estos últimos son conocidos precisamente por sus méritos (el primero de ellos, la cordura); por tanto, se está fuera del canon, o bien por falta de méritos, o bien por indiferencia en hacerlos.

Sin embargo, en este tipo de “recuentos de extravagancias” existe al menos una cierta forma de la autoafirmación concedida a lo minoritario: así, brota el sobreentendido de que existe algún mérito en no dejarse clasificar, aunque ese mérito no conduzca a ser conocido sino por pequeños grupos de lectores (la forma tramposa de esta afirmación es el culto de la excentricidad por sí misma; la forma transparente es la necesidad de salir extrañado de la extrañeza). Antologías como Atípicos en la literatura latinoamericana y Locos, excéntricos y marginales en las literaturas latinoamericanas se sitúan en un filo peligroso porque terminan, independientemente de sus buenas intenciones (ante todo rescatar del olvido a obras renuentes a las catalogaciones), por ser esfuerzos de clasificar a lo inclasificable (racionalizar la extrañeza, ordenar lo caótico, erigir excepciones que confirmen a la regla, así sea al precio de convertir a autores incomprendidos en incomprensibles), pero no habría interés en editarlos si no se intuyera, en el fondo, una llamada de otra naturaleza o, mejor dicho, el hecho de que es necesaria otra mentalidad para acceder a la otredad. Resulta indispensable extrañarse para enfrentar a la extrañeza, lo cual significa no transformarla en confirmación de la normalidad.

El peligro de cada uno de estos libros antológicos radica en que, quiéralo o no, se transforma en una nave de los locos, esto es, obliga a los raros a abordar un solo barco, cuando la única forma de ser fiel a ellos sería dejar a cada uno en su embarcación individual y verlo navegar por los mares que quiera explorar sin pretender indicarle el rumbo. En teoría, esto es lo que ha hecho cada autor de los ensayos reunidos, puesto que se supone que es un especialista en determinada figura atípica, la ha investigado de modo individual y sólo conoce a los demás “atípicos” de modos menos intensivos (cuando no los ignora por completo); sin embargo, de la lectura se desprende a veces la certeza de que, incluso cuando el biógrafo está solo ante el biografiado, hay momentos en que lo contempla no de modo personal sino casi diríase colectivo, es decir que el ensayista se reviste de la mentalidad dominante y mayoritaria, del consenso que define siempre por opuestos (lo coherente en contraposición a lo incoherente, etcétera).

El mérito de estas antologías radica en congregar textos que, publicados por separado en otros medios, terminan por diluirse y volverse meras “curiosidades” debido a la comparación con su contexto; sin embargo, sucede que cuando se conjuntan hay una reacción química explosiva. Lo prueba la experiencia del lector que, al pasar de un inclasificable a otro y a otro más, comienza a establecer comparaciones, denominadores comunes y criterios globales a despecho de su intento inicial por comprender que cada uno de ellos es sui generis. Del mismo modo que los autores de cada ensayo, el lector comenzará, pues, a clasificar (“este es raro”, “este otro es excéntrico”, “aquel es genial”). Cuando haya recorrido los suficientes textos, ese lector tendrá que reconocer que los rubros inferidos están en todos los escritores, conocidos y no conocidos, en una u otra medida: loco, marginal, peligroso, vanguardista, periférico, olvidado o heterodoxo.

En el segundo volumen de Locos, excéntricos y marginales..., Claudio Canaparo aporta una clave cuando describe a Elías Ingaramo como “un escritor caído del mapa”. En efecto: los mapas son oficiales y es una oficialidad (la autoridad canónica, el poder cultural) la que decide a quién incluir en las cartografías (es el poder, a través de su herramienta principal, la propaganda, el que dice quién “es” y quién “está”, y no sólo eso sino cuáles y cómo son los méritos indispensables para “ser” y para “estar”). Pero además Canaparo no dice que Ingaramo simplemente “no está” en el mapa, sino que se cayó de él. Nuevo sinónimo inferido para un escritor secreto: la caída. El simple hecho de no ser una celebridad es convertido en la ominosa (re)caída en el anonimato.

Sólo por ello la única extrañeza que en verdad se genera en el lector mayoritario de este libro en dos tomos es aquella que surge de constatar que pueda haber escritores a quienes no interesa estar en el mapa oficial. Lo único extraño que se les reconoce es una excentricidad consistente en no haber dedicado toda su vida y esfuerzos no sólo a estar en el mapa literario sino, sobre todo, a no caerse de él. El precio de esto es terrible: a la posteridad no interesa de estas figuras sino una sola cosa: desentrañar el porqué no huyeron horrorizados, como todos, del atroz vacío del anonimato.

Brota aquí una pregunta crucial: ¿cómo un escritor secreto llega a ser —paradójica y contradictoriamente— conocido? A veces lo es por una sola persona, por lo general otro escritor secreto que escribe uno o varios textos con la total seguridad de ser el único que conoce a aquel autor y que, por tanto, se vuelve por sí mismo “autoridad”, es decir, especialista. En los dos libros citados sólo hay tres nombres que se repiten: por un lado Elena Poniatowska, una escritora bastante conocida, y por otro los secretísimos Qorpo-Santo y el Vizconde de Lascano Tegui. ¿Indica esto mayor veracidad en la catalogación de estos tres escritores como “raros”? ¿O simplemente significa que la convocatoria a los especialistas fue hecha más bien al azar y, por tanto, no llegó a quienes conocen y se han ocupado de la obra de estos escritores secretos (en cuyo caso habría más repeticiones) o de tantos otros (en cuyo caso ambos libros podrían haber tenido mil veces más páginas)?

Se dice, acaso sin demasiada exageración, que cada escritor que llega a la “marquesina” (o al “candelero”) desbanca a sus antecesores y representa (u oculta) a otros cien que permanecen en la sombra y que “naturalmente” luchan con denuedo por ocupar el mismo sitio. Quien analiza el panorama a partir de esta mentalidad se basa en un razonamiento que en principio no parece falso: no hay escritor que voluntariamente se autodefiniría como “secreto”. Ergo, la meta de toda literatura es la marquesina, ya sea (en un extremo) por ansia de poder o (en el otro) por necesidad de divulgación. Y si todas las motivaciones —éticas o no— tienen una sola meta, el rubro “escritor secreto” surge siempre desde fuera e implica a aquel cuya estrategia de poder falla (en un extremo), lo mismo que a aquel otro que no tiene los medios para promocionarse (en el otro extremo).

Todos los escritores, pues, estarían jugando el mismo juego, independientemente de sus respectivas motivaciones: un juego de poder. Parte de ese juego, entonces, es que todo jugador acepte (más implícita que explícitamente) que si carece de “méritos” se le atribuyan rubros que jamás habría elegido para sí mismo o para su obra y que provienen siempre desde fuera: excéntrico, marginal, heterodoxo. Todos estos adjetivos están en la misma línea que loco, peligroso, olvidado..., y estos últimos se dirigirán a todo aquel que quiera jugar el juego, para advertirle de los peligros que corre si en verdad quiere dejar el anonimato.

Resultaría curioso analizar el modo en que los especialistas incluidos en estos libros se relacionan con los autores a quienes estudian. El análisis será subjetivo, sin duda, pero aún así se presenta una escala que va desde la admiración y el fervor hasta la sorna y el escarnio, y que en su punto medio manifiesta una suerte de indiferencia académica “objetiva”; una gran parte de los textos se sitúa en ese punto medio, unos necesitados de un “alejamiento crítico”, otros en busca de retratos desapasionados para que sea el lector quien se forme una “opinión”. Sin embargo, puesto que el nombre del juego de ambos títulos es lo “excéntrico”, en casi todos los textos habrá una cierta forma de la estupefacción: en un extremo de la escala, esto sucederá cuando la devoción del biógrafo se topa con zonas oscuras o inexplicables en la vida y obra del biografiado; en el otro extremo, cuando el especialista se cansa de verlo todo a través del cristal de lo pintoresco. Conclusión: no hay lenguaje ni estilo capaz de describir a la verdadera extrañeza, una zona del espíritu para la que no hay nombre (una ladera que es, por esencia, inclasificable).

Aquel sobreentendido según el cual todo escritor heterodoxo necesita por fuerza de la ortodoxia, se apoya en la obviedad de que aun los escritores secretos publican, es decir requieren lectores, buscan reconocimiento. Sin embargo, ¿se trata de lo mismo? ¿Será posible intuir una diferencia, aunque sea difícil especificarla en cada caso, entre los escritores que demandan ser reconocidos en todos los niveles, y los que publican para encontrar lectores, en el más alto sentido del término? Si existe, tal diferencia puede acaso enunciarse de otro modo: hay escritores que hablan para ser notados, y existen aquellos que hablan porque no pueden dejar de decir lo que notan en el mundo.

Qué doloroso debe ser que un escritor inclasificable requiere un reconocimiento entre lectores acostumbrados a reconocer el ser y el estar según un consenso de rígidas clasificaciones. Qué tremenda soledad la de cada escritor heterodoxo, porque por propia definición no puede formar grupos, escuelas, corrientes, y en los pocos casos en que a pesar de todo lo ha hecho, no pasa de formar, precisamente y en la medida de su honestidad, grupos excéntricos, escuelas marginales, corrientes atípicas, todo lejos del candelero, de los medios, de los méritos. Por esto la gran mayoría de los escritores opta por asimilarse de entrada a la ortodoxia, jugar el juego de los prestigios aunque algunos de ellos lo detesten, hacer méritos de la única forma instituida, que generalmente termina por diluir la fuerza artística de cada uno (pero que a la vez comienza convenciéndolos de que tienen la suficiente fortaleza como para cruzar el pantano sin mancharse). Qué triste, sobre todo, la venganza que se ejerce contra el que se manifiesta contra el juego olímpico de los reconocidos prestigios.

Un contundente ejemplo de esta venganza es ofrecido por un texto incluido en el primer volumen de Locos, excéntricos y marginales..., firmado por Hervé Le Corre y cuyo título es “Del degenerado al raro (crítica psiquiátrica y modernismo)”. Un título así pierde la “seriedad” y se vuelve displicencia pedante, paternalismo condescendiente, incluso se devela como una muestra de imperialismo intelectual que se permite ser conmiserativo con la extrañeza, y este registro se extiende a todos los autores recopilados en estos volúmenes. ¿Qué queda luego de la lectura de estos libros, además del extrañamiento en el lector? La imagen final es tristeza y ruido.

Nadie se preocupó por lo sensacionalista del título Locos, excéntricos y marginales en las literaturas latinoamericanas. De hecho, debe haber sido elegido con cuidado para buscar lo que se llama “una estrategia de mercado” (es decir, para vender un libro sobre inclasificables en un medio férreamente clasificado). A fin de cuentas este libro no difunde a escritores secretos, sino que vende formas más o menos pintorescas de la locura —y a veces, como en el caso de Le Corre, formas llamativas de la degeneración. ¿Cuántos de estos autores se horrorizarían de verse metidos en esta coctelera, y sobre todo se horrorizarían ante el hecho de que la posteridad haya terminado por concebir sus visiones del mundo como degeneración, como excentricidad, como demencia?


*


*

No hay comentarios: