sábado, 16 de abril de 2011

Escritores inclasificables: la extrañeza (cuarta parte)

DGD: Paisajes-Serie azul 21 (clonografía), 2009


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Puesto que hablamos aquí de escritores inclasificables, cabría describir cómo actúa el afán moderno de la clasificación, y acaso el ejemplo más revelador de este tema y sus rubros colaterales es la experiencia de uno de los escritores más renuentes a las clasificaciones: Joseph Conrad (1857-1924). Para ello es necesario dibujar someramente un panorama y remontarse al último cuarto del siglo XIX, cuando el imperio británico llegaba a su máxima expansión y poderío a través de una multitud de colonias y puertos que se extendía por todas las costas del mundo, desde el Pacífico sur a la India y el Extremo Oriente. El acelerado crecimiento del tráfico marítimo comercial a larga distancia entre la capital del imperio británico y sus colonias provocó una serie de transformaciones técnicas; la más profunda y significativa fue la que afectó a la navegación victoriana.

Durante milenios la relación del hombre con el mar —la expresión más fascinante, terrible e indomable de las fuerzas naturales— se había traducido en la navegación a vela. El navegar con el auxilio del viento había derivado no sólo en una forma de vida y en un arte, sino en una filosofía y en toda una concepción del mundo. Dentro de sus mil ramificaciones, esta concepción incluía un ritmo, un diálogo del ser humano con la naturaleza y el más antiguo sentido de conceptos como aventura y exploración. A finales del sigo XIX; el expansionismo imperialista inglés comenzó a exigir una aceleración en todos los niveles, ante todo en las embarcaciones, que requerían mayor velocidad, capacidad de carga y potencia bélica. De este modo, la navegación a vela, con sus tradiciones milenarias, su dureza y su desafío, fue sustituida, en un lapso breve y no poco violento, por la deshumanizada, previsible e impersonal asepsia del buque movido por vapor con casco de acero.

Conrad, fascinado por la aventura y la dureza de la vida náutica, se convirtió en marino desde temprana edad y fue testigo directo de la extinción de todo un mundo, por exigencia del capitalismo, y de la monumental imposición de otro que comenzaba con la sustitución del ritmo por la prisa. Había nacido la rauda modernidad, consumidora de sí misma, que se extendería a lo largo del siglo XX comenzando por la revolución industrial.

Conrad intentó registrar en su escritura los restos del mundo que se extinguía y por ello, de manera muy consciente, llenó sus textos con una irrepetible galería de tipos humanos en extinción: capitanes, oficiales, marineros, armadores, viejos lobos de mar, etcétera, en un intento análogo a otros grandes de la literatura del mar como Melville, Stevenson, Kipling y London.

Las dos primeras novelas de Conrad, La locura de Almayer (1895) y Un paria de las islas (1896), fueron recibidas de un modo curioso, puesto que de inmediato alimentaron la reputación del autor como “un romántico narrador de historias exóticas”: un mal entendido que lo perseguiría y atormentaría por el resto de su carrera. Se trata de un mote que vale la pena examinar más a fondo, puesto que en él puede verse con claridad lo que desde entonces suelen hacer los historiadores y críticos modernos: si un autor como Conrad lamenta la desaparición de un mundo y su violenta sustitución por otro mucho menos humano, se le llama “romántico”. Esta palabra dista de ser usada en el sentido profundo que le dieron los románticos en el tiempo de su poderosa vanguardia, sino que, sencillamente, se la hace sinónimo de “idealista”.

Los problemas de la fácil clasificación de Conrad como “romántico” comienzan con el hecho de que, a la vez, este escritor retrata las contradicciones de sus personajes y explora su tendencia a la devastación, la rapiña y el mal; entonces la historiografía y la crítica, a partir de esta ladera de la obra conradiana, lo llaman “precursor del modernismo”. Existen, por tanto, en un mismo autor, dos facetas contrapuestas. A una de ellas se le aplica la etiqueta “romántico”, que está asociada con la de “idealista”; resulta evidente que aquí se hace una curiosa fusión de “idea” con “ideal”: quien tiene ideas es quien tiene ideales, y el idealista es el que está anclado en el pretérito, en lo obsoleto, en lo abstracto, en las eras oscuras.

Por el contrario, lo que interesa a la historia y a la crítica literaria es la otra ladera de la obra de Conrad, aquella que no se basa en las ideas (los ideales) sino en los “hechos”, es decir en los “actos”, puesto que aquí se parte de otra sinonimia forzada y sobreentendida, la de “acto” con “actualidad”: sólo los “hechos” son “actuales”, es decir, modernos, y no todos los hechos sino sólo aquellos que están ligados a la conquista, la guerra y la devastación colectiva e individual.

En otras palabras: ante la crítica —y de manera no poco incómoda—, Conrad es arcaico cuando rescata a un mundo extinto (rescate entendido como idea, abstracción, utopía), y resulta vigente cuando se centra en la tendencia del individuo hacia el mal (tendencia entendida como hecho, concreción, realismo). Si Conrad fuera exclusivamente lo primero, sería un “romántico”, un “idealista”, términos en los que se sobrentienden otros como arcaizante, oscurantista, retrógrado, escapista, incluso reaccionario. Pero es también lo segundo (un retratista de la vulnerabilidad y la corruptibilidad del hombre), y es esta faceta la que lo “salva”.

En esta línea de consideración, el autor que pone el acento en las ideas es “romántico”, mientras que el que lo pone en los hechos es “moderno”. No otra significación tiene este párrafo de una conocida enciclopedia:


Algunas de sus obras se han etiquetado como románticas, aunque Conrad normalmente suaviza el romanticismo con los giros conflictivos del realismo y la ambigüedad moral de la vida moderna. Por esta razón, muchos críticos lo han situado como precursor del modernismo.

Primer mérito reconocido por la crítica: Conrad “normalmente suaviza el romanticismo” (lo conjura, es decir, sabe disculpar esta caída con una carga de realismo, que implica “giros conflictivos” y “ambigüedad moral”).

La versión inglesa de la misma enciclopedia contiene además esta frase: While some of his works have a strain of romanticism, he is viewed as a precursor of modernist literature (“Mientras que algunos de sus trabajos tienen una tendencia hacia el romanticismo, es visto como precursor de la literatura moderna”). Resulta significativo que la palabra strain, que equivale a “tendencia”, “vena”, “tono”, también significa “deformación” y “agotamiento”, y no parece gratuito que sólo una letra de más la distancie de stain, “mancha”. Segundo mérito reconocido al autor: Conrad lava sus propias manchas. De ahí que sus biógrafos usen frases como “disciplinó su temperamento romántico con un código moral implacable”. En otras palabras: logró superar su tendencia a la falsedad, la ilusión y el escapismo utópico (es decir, a oponerse a la definición del mundo aceptada por la prisa de la modernidad) por medio de una disciplina hecha de pesimismo, concreción y verdad.

Es sólo por ello que la misma enciclopedia en su versión española llega a una apabullante —e involuntaria— revelación cuando acepta que la obra literaria de Conrad “colma la laguna entre la tradición literaria clásica de escritores como Dickens y Dostoievski y las escuelas modernistas literarias”. Qué triste destino el de algunos escritores inclasificables, el de “colmar lagunas”, es decir el de colaborar, sin la menor deliberación, a confirmar y sostener ese perfecto orden del mundo al que tienden las clasificaciones. No hay sino un paso para imaginar que Conrad, cuando decidió consagrarse a la literatura, se dijo “mi gran vocación es la de llenar lagunas”.

Una vez ubicada en su vena, esta misma enciclopedia anota: “Conrad, junto al autor norteamericano Henry James, ha sido llamado escritor pre-modernista, y asimismo puede enmarcarse dentro del simbolismo y el impresionismo literario”. En esto se advierte menos una “clasificación plural” (un esfuerzo de entendimiento) que una aceptación por cualquier lado que se quiera: así se paga a Conrad el haber hecho un gran servicio al mapa universal de las letras, el de haber “colmado lagunas”, lo cual significa que llenó huecos, que colaboró a tender puentes entre las ideas (lo obsoleto y arcaico) y los hechos (lo actual y moderno), pero no para unir a ideas y hechos sino para que éstos sustituyan a las ideas (del mismo modo en que los motores remplazaron a los velámenes).

Sólo los hechos son leídos (aceptados, comprendidos); de este modo queda lejos del lector la organicidad de la obra conradiana (ya no dividida en facetas sino vista y emprendida como una aventura, una exploración interior, una unidad indivisible). La modernidad sólo ve lo que quiere ver, y por ello siguen inéditos incluso los párrafos más famosos de Conrad, por ejemplo aquel en que, en su novela más conocida, El corazón de las tinieblas (1902), advierte que el acento no está en los hechos cerrados en sí mismos (que no otra cosa es el realismo, único género de la modernidad), sino en ellos vistos como metáforas:



Los relatos de los marinos tienen una franca sencillez: toda su significación puede encerrarse dentro de la cáscara de una nuez. Pero Marlow no era un típico hombre de mar (si se exceptúa su afición a relatar historias), y para él la importancia de un relato no estaba dentro de la nuez sino afuera, envolviendo a la anécdota de la misma manera en que el resplandor circunda a la luz, a semejanza de uno de esos halos neblinosos que a veces se hacen visibles por la iluminación espectral de la claridad de la luna.

Obnubilado por los hechos, convencido de que no hay nada más que leer en el libro abierto de la realidad, el lector es alejado de aquella declaración de principios literarios que Conrad registra en el prólogo a El negro del Narciso (1897):


Por el poder de la palabra escrita hacerte oír, hacerte sentir [...] y, ante todo, hacerte ver. Eso, y no más, y eso lo es todo. Si lo consigo, encontrarás ahí, de acuerdo con tus carencias: ánimo, consuelo, miedo, encanto —todo lo que pides— y, tal vez, también, el vistazo de una verdad de la cual te habías olvidado.






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