sábado, 15 de diciembre de 2018

El misterio de los actores y de la actuación (XLI)

DGD: Morfograma 41, 2018.


El actor como cazador

A la idea de una sacralización del actor, como si metafóricamente fuera un mensajero de esferas superiores y casi un profeta, Ben Kingsley opone la del actor como expresión de las esferas más inferiores:

Actuar es tribal; el teatro es tribal. Contar historias está en el corazón de nuestra tribu. Veo a los actores como cazadores. Lo veo muy claramente a veces cuando estamos filmando y todos los actores andamos cazando juntos la verdad de la escena, la verdad de la historia, la integridad de lo que tratamos de hacer, la necesidad, la urgencia, la conexión, el factor “¿cómo supiste acerca de mí?”. Todos andamos cazando eso. Así que si tú piensas acerca de ti mismo, si te percibes, si te conoces como un miembro esencial de tu tribu, ya has adquirido la paciencia necesaria para esperar todo lo que sea necesario, para tensar el arco antes de disparar tu flecha en tu primera cacería.

  Y debes conocer ciertos códigos tribales de honor. Aprenderás a ser un gran cazador mirando y esperando, hasta que un anciano de tu tribu te diga: “Aquí está tu arco, hijo, y aquí está tu flecha; ve a cazar ahora”, y cuando te dan ese arco y flecha y vayas a cazar como cazador-actor, estarás inmensamente agradecido a aquel tiempo en que te dijeron: “No, no, no, todavía no puedes tener un arco y una flecha”. “Pero siquiera déjame sentir el arco.” “Te diré lo que puedes hacer por una semana: probarás el arco pero sin flecha.” “Pero ¿por qué?, ¿por qué voy a estar jalando la cuerda sin flecha?”

  Más tarde en tu vida te dirás que fue por eso que aprendiste quietud [stillness], y es por eso que lograste que estuviera tan completa y gozosamente dentro de tu cuerpo. A fuerza de jalar la cuerda terminaste por decir: “No me den una flecha”. Y es precisamente entonces que te dan una flecha: precisamente cuando dices que no quieres la flecha, estás listo para ella. Todos estos años, cuando estás impaciente por la flecha, puedes ir a cazar y enfrentar la muerte y perder la confianza. Así que lo que aprendes aquí es a tener la seguridad tribal y tu magnificencia como cazador. Ahí están el arco y la cuerda: debes estar dentro de esta hermosa posesión. Es inmensamente privilegiado, y cuando es tiempo de salir de cacería, lo harás con los mejores. [VIII-10, 17-3-2002.]

Las metáforas del profeta y del cazador no podrían parecer más opuestas. Y sin embargo, en un cierto nivel sabemos que las esferas se tocan, que lo de abajo es un mapa a escala de lo de arriba. Acaso todo depende del punto de vista: también el profeta se entrena y se va depurando a través de disciplina, y también el cazador puede imponerse una presa “alta”. La única conclusión operativa es que cada actor encuentra la metáfora que mejor describe a su proceso interior.
          A eso se refiere Jodie Foster: “Uno hace su propio método. Cada actor, por supuesto, tiene su propio modo de llegar ahí, y amo eso de los actores, el que respetamos los procesos de cada uno y llegamos tan rápidamente a esos lugares que son tan íntimos, sin sentirnos tontos uno frente al otro” (XI-21, 25-9-2005).
          Al Pacino concuerda: “Strasberg me enseñó algo que no siempre recuerdo cumplir: ‘No siempre vayas todo lo lejos que puedes ir’. Y: ‘Siéntete bien en ti mismo’. [...] Cada actor desarrolla su propio método a medida que aprende, porque toda la idea del método es personal” (XII-1, 2-10-2005).


La actuación es la cosa más rara del mundo

Paradójicamente, la sacralización del actor convive con una puerilización: si por un lado recibe una especie de culto, al mismo tiempo es social y culturalmente visto como pueril. Richard Dreyfuss intenta a su manera explicar esa paradoja:

La actuación es la cosa más rara del mundo. No sólo es (afrontémoslo) infantil o pueril, también es noble. Y no sólo es noble sino que es la más íntima de todas las formas de arte. Puedes escribir novelas íntimas, música, puedes poner piedras en la pared, pero cuando actúas en público, muestras aquello que la gente sólo hace en privado. Les muestras su más íntimo comportamiento frente a ellos mismos y a mucha otra gente. Hay algo raro y tienen que alimentarlo, deben dar espacio a esta peculiaridad o no sucederá nada de bello y de justo. Le deben respeto [al actor] e incluso lo que yo llamo adoración [awe]. [VII-4, 3-12-2000]

El actor es visto como un niño en el empobrecedor sentido social, es decir como un ser amorfo, ambiguo, inacabado, en “vías de desarrollo”, salvaje en más de un sentido, lo cual significa que —como bien observa Dreyfuss— hace en público lo que la gente sensata sólo hace en privado. La sacralización del actor tiene, pues, algo de mórbido. Es como el “exhibicionista profesional” al que se da licencia de mostrar lo oculto, con lo cual la relación del público con él es ante todo la del voyerista.


La frialdad

Según el filme Mistery Date, al humorista George Burns se debe uno de esos aforismos que dicen verdades mitad en serio, mitad en serio: “La clave de la actuación es la honestidad. Una vez que puedes fingir eso, estás del otro lado”. El actor está del otro lado no cuando es honesto sino cuando logra fingir que lo es. Y casi podría decirse: cuando logra honestamente fingir que es honesto.
          Otro lugar común —que tampoco deja de ser paradójico— es el de identificar al profesional que es capaz de expresar todas las emociones humanas, como incapaz de tenerlas. Al menos en la Francia de Proust este lugar común era una especie de “verdad social”, y así lo muestra el enorme éxito de una obra teatral como Las muchachas de mármol (Les Filles de Marbre) de Théodore Barrière, estrenada en 1853; este melodrama lírico en cinco actos se ocupaba de las actrices, a las que definía tan frías como el mármol en materia de sentimientos, y capaces de obstaculizar la vocación del verdadero artista, es decir del que sí era capaz de una profunda sentimentalidad.
          Acaso a esto se limitaba la “moraleja” de esta obra, pero en ningún modo se detenían ahí sus implicaciones. En primer lugar, esta obra incita a imaginar a las actrices de Les Filles de Marbre representando a actrices. ¿Qué mecanismos se despiertan cuando un actor interpreta a un personaje que es actor? ¿En dónde quedan las fronteras entre ser y actuar, entre presentar y representar, entre fingir que no se miente y mentir con toda honestidad?
          Podría volverse a algunas de las preguntas fundamentales, por ejemplo: ¿la función del actor estriba únicamente en fingir que no actúa, para que así el espectador deje de actuar por un momento su papel cotidiano? O bien: en el territorio de lo humano la sinceridad, la transparencia y la desnudez ¿sólo son posibles en el clímax de la artificialidad, el disimulo y la opacidad?
          Una interesante observación hace Michael Caine cuando habla de su método personal: “He interpretado muchas veces a un tipo: el ganador que luce como perdedor. Es un estilo de actuación que creo que tengo, y consiste en esto: muchos actores hacen un retrato de ellos mismos y lo sostienen ante el público diciéndole ‘Mírame’, mientras que lo que a mí me gusta es sostener ante el público un espejo y decirles ‘Mírate’. Cuando el espectador, sea hombre o mujer, te mira, se dice: ‘Hay algo de mí en él; ¿cómo supo eso de mí?’” (VI-5, 9-1-2000).
          El actor finge que no actúa; el espectador finge que es “real” aquello que aquél le ofrece en el escenario o pantalla. Ambos concuerdan, se ponen de acuerdo en algo que sólo se logra por medio del fingimiento, detrás de las fachadas, a mitad del más enrevesado juego de espejos. Porque decir “fingimiento” es aludir a una magnitud inmensa, hecha de una intrincadísima combinatoria de grados del fingir que se dan en mil relaciones simultáneas: del actor al personaje, del actor al espectador, del actor a los demás actores, del personaje a los demás personajes, del espectador a los demás espectadores, sin hablar de los respectivos fingimientos de otros integrantes del juego, como el autor o el director.
          Ninguno de estos participantes dice las cosas directas, ninguno hace lo que dice o dice lo que hace, ninguno muestra su juego abierto, y su principal actividad no es decir sino encubrir, por un lado, y por otro adivinar. Es esto lo que fascina al espectador, no tanto el verse sumido en vidas ajenas como el sumergirse en marañas de enigmas a descifrar en donde debe adivinar las intenciones verdaderas, discernir los móviles ocultos, elucidar los deseos soterrados. Lo que llamamos “historias” no es otra cosa que fingimientos concéntricos que se dan como las capas de la cebolla y cuyos participantes avanzan en la medida en que logran vencer la avalancha de apariencias que se le imponen sin cesar como obstáculos. Es en este sentido que las “realidades hipotéticas” o los “mundos ficticios” son mapas a escala de lo que se llama “realidad cotidiana”.
          ¿Quién dice “mírame”, quién dice “mírate”? Nadie sabe nada de nadie, y sin embargo hay misteriosísimos instantes privilegiados en los que todos lo saben todo de todos, incluyendo las razones y significados más profundos de los actos de representar, actuar y fingir.



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