viernes, 25 de marzo de 2022

Creer (III)

DGD: Postales, 2021.

 

 

La fe engaña a los hombres, pero da brillo a la mirada.

Rabindranath Tagore

 

Creer que se debe creer, es creer ya.

Gustave Lebon

 

No se vive sin la fe. La fe es el conocimiento del significado de la vida humana. La fe es la fuerza de la vida. Si el hombre vive es porque cree en algo.

León Tolstoi

 

Se dice que el joven doctor Carl Jung, si estaba ante un paciente y éste le preguntaba, por ejemplo, “¿Usted cree en la premonición?”, respondía: “Yo no creo. Yo sé”. Así al menos lo afirma Aldo Carotenuto en su libro Prendimi l’anima, la historia de Sabina Spielrein.

          Esa frase ha ido de boca en boca como una especie de afirmación más teatral que realmente afirmativa: un énfasis de actor. “No necesito creer porque sé.” Aquí parecería que el creer es un mero impulso precario, una necesidad insatisfecha que sólo se sacia en el saber. Pero aquel que la enuncia ¿cómo sabe realmente que sabe? Casi podría creerse (una vez más se impone este verbo insidioso) que la frase sólo actúa al ser la respuesta a alguien (“¿Usted cree en la premonición?”), esto es, que sólo funciona cuando es dicha ante un auditorio que además espera una respuesta (eso significa espectador).

          En esta línea, el “Yo no creo. Yo sé” tiene la misma carga que el “Se lo digo yo”. Equivale a “si usted me tiene confianza, confíe en lo que le digo porque se lo digo yo para reafirmar esa confianza”. La única prueba de que dispone quien dice esa frase es que se trata de la respuesta a una pregunta; por lo tanto, se reviste de la autoridad de quien es consultado a través de la confianza que el consultante le ha depositado ya con la mera pregunta.

          La confianza culmina en fe. El “Yo no creo. Yo sé” no pide, pues, creencia (que el consultante crea que el consultado sabe) sino fe (que el que formula la pregunta sepa que el otro sabe). Una fe a la segunda potencia, ya no hecha de creencia (necesidad insatisfecha) sino de una seguridad tan firme como la que es necesaria para asegurar que alguien se ha deshecho de la más esencial necesidad de todos —creer— porque ha logrado sustituirla por la vivencia; por eso sólo puede actuar como respuesta a una pregunta: actúa en el interlocutor, en el otro, casi diríase en el espejo.

          Sólo si me veo en el otro que me pregunta, y que al preguntarme acepta mi autoridad (lo cual significa que me la confiere), puedo transformar mi creencia en vivencia. Es como si yo, al hacerlo, aceptara que el acto de creer es aspirar a una autoridad, porque sólo la autoridad es capaz de saber. O no precisamente de saber sino de afirmar que se sabe (que no es lo mismo). “Yo no creo. Yo sé.”

          Es, sobre todo, aceptar que el saber encarna la mayor duda posible. Puedo saber lo que me dé la gana (o decir que lo sé) pero no puedo saber que realmente sé. Por lo tanto, cuando digo, con convicción y autoridad “Yo no creo. Yo sé”, me deshago de las dudas posibles, cuyo nombre general es creer, y accedo no a un conocimiento incuestionable sino a una especie de duda absoluta: una duda incuestionable, por así decirlo.

          Ya no creo. Ya no dudo. Sé. Digo que sé. Digo que ya no necesito creer. También me he deshecho de la necesidad de saber, puesto que la he satisfecho. Puedo transmitir la duda, pero ahora que ya no dudo y que sé, no puedo transmitir mi saber del mismo modo experimental: no puedo preguntar “¿Yo sé?”: no puedo responder con otra pregunta. Asevero: yo sé porque he logrado la vivencia, la revelación. De ahí que la frase abunde entre religiosos y místicos respecto a la divinidad.

          Lo más probable es que Jung haya querido decir “ya no necesito formularme hipótesis porque he alcanzado la comprobación”. Podría haber sido más humilde: “he llevado al mínimo el margen de la duda”. Pero el consultante no quiere márgenes: una autoridad que respondiera con una relativización (“descreo lo menos posible en tal cosa”) también relativizaría a esa misma autoridad.

          Qué tan impostado sea mi “Yo sé” depende de qué tanta es la necesidad de creer en mi consultante. Sólo yo sé si soy sincero, pero yo, estando solo, no sé si . Sólo si veo reflejado mi saber en los ojos de mi consultante, que quiere creer en que yo sé. No tiene otra forma de acceder a mi vivencia: yo no puedo transmitírsela telepáticamente, sino sólo empáticamente. Si yo tenía dudas acerca de la realidad indudable de mi vivencia, esas dudas retroceden al verla reflejada en alguien con la suficiente sed de respuesta.

          Independientemente de la convicción o sinceridad de mi frase “Yo sé” (o de su impostación y mera teatralidad), solamente cuando alguien acepta que , esto es, cuando mi consultante deposita su fe en mi “Yo sé”. Entonces en mi interior casi puedo verme libre de dudas respecto al alcance y legitimidad de mi saber, porque éste existe a mitad de camino entre mi interlocutor y yo. La fe es una duda incuestionable.

 

*

 

[Leer Creer (IV).]

 

 

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