sábado, 6 de febrero de 2010

La síntesis automática (o de cómo acecha la rebuznancia de segundo nivel)

DGD: Textil 59, 2005
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La retórica parece no tener aún un nombre específico para esto que, por simple comodidad operativa y provisional, llamamos aquí “síntesis automática”. En términos generales puede describírsela como un lapsus, la mayoría de las veces traducido en mero disparate, en que incurre el habla cotidiana —pero también la literatura más seria— cuando quien se expresa trata de “adornarse”, esto es, de hacer más florida su expresión.
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“Síntesis”, porque se trata de la rápida amalgama de dos formas distintas de decir una cosa y cuya mezcla produce el estallido; “automática” porque suele obedecer a una suerte de prisa: quien la emite quiere acabar cuanto antes esa parte para abordar otra acaso más sustancial (o se da tiempo de pensar introduciendo una frase que actúa como puente), y ello le impide advertir las connotaciones de lo que está diciendo. El adjetivo “automática” también quiere aludir al hecho de que este tipo de verbalizaciones tienden con harta frecuencia a convertirse en muletillas verbales con todo lo que ellas tienen de infeccioso.
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Esta especie de ripio se presenta con gran insidia en las declaraciones solemnes, cuando el declarante usa una muletilla que él mismo ha escuchado incontables veces sin que nadie con suficiente contundencia la haya revelado como disparate. En este rubro, el caso más frecuente es la frase de alguien que siente necesario anunciar la reiteración de algo que ya dijo poco antes: “Vuelvo a repetir”. Se trata de un cruce involuntario de “Vuelvo a decir” y “Repito” (primero se dice, luego se repite y sólo la tercera vez resulta admisible “vuelvo a repetir”; y sólo “admisible”, porque en todos los casos lo óptimo sería “Vuelvo a decir” o “Reitero”).
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Como resulta claro, la síntesis automática tiene un parentesco directo con el pleonasmo y la redundancia, y en este nivel es cercana a construcciones como “entrar para adentro” (aunque ya son casi lugares comunes en Hispanoamérica “salir fuera” y “entrar dentro”); respecto a estas construcciones la Academia ha extendido suaves advertencias, aunque resulta evidente que casi nadie norma su habla de acuerdo a las admoniciones académicas. De hecho, el propio Diccionario de la Real Academia las consiente, y basta para probarlo su entrada correspondiente a la mismísima palabra ripio. La primera acepción indicada es “residuo que queda de una cosa”; se trata de una síntesis automática entre “residuo de una cosa” (que es exactamente como el Larousse define al mismo término) y “porción que queda de una cosa”. La propia Academia define residuo de este último modo: “parte o porción que queda de un todo”.
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La quinta acepción académica de ripio es la más pertinente aquí: “conjunto de palabras inútiles o con que se expresan cosas vanas o insubstanciales en cualquiera clase de discursos o escritos, o en la conversación familiar” (una vez más el Larousse es menos ripioso: “conjunto de palabras inútiles en un discurso o escrito”). Existe, pues, un ripio en la definición académica de esta palabra (o, más específicamente, una síntesis automática).
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Aunque la retórica apronta los casos de pleonasmo o redundancia, se trata aquí de un nivel más complejo incluso que aquellos otros que el “arte del bien decir” llama batología, datismo o perisología. (El ingenio popular proporciona un nombre más ajustado, directo y lúdico: rebuznancia.)
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Porque también la literatura más seria está llena de “síntesis automáticas” (“cruce involuntario” podría ser uno de sus nombres posibles si no muchos de estos lapsus abundaran en las más respetadas páginas, debidas a autores de gran manejo del lenguaje en quienes resulta difícil aceptar inadvertencia).
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Un caso eminente pertenece ni más ni menos que a Alfonso Reyes. En el prólogo a El hombre que fue jueves de Chesterton, escrito en 1919, don Alfonso (también autor de la traducción al español de esta novela) se dirige al lector hispanoparlante y, al presentarle al autor inglés (que entonces tenía 45 años de edad), habla de sus manías, entre ellas la de guardar celosamente su privacidad; en este punto, Reyes escribe que Chesterton es “enemigo de que nadie se le meta en casa —ni el inspector de la luz eléctrica”.
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Si Chesterton es enemigo de que “nadie (o alguien) se le meta en casa”, entonces el lector concluye que el autor de El hombre que fue jueves abre su puerta a todo posible visitante. He aquí el cruce de dos ideas: una es la de ser amigo de salvaguardar la propia intimidad; otra es la de ser enemigo de las intrusiones. Ello sin contar el discutible y extraño uso de “nadie” como sinónimo de “alguien”: por un lado, podemos ser enemigos de que alguien se meta en nuestra casa; por otro, ser amigos de que nadie lo haga.
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A fin de cuentas “nadie” está a salvo de estos dislates cuando se interna en el exigente y engañoso laberinto del lenguaje. A continuación presentamos una mínima lista de “síntesis automáticas” recogidas en todo tipo de fuentes, desde charlas informales y declaraciones de personajes de la política o la cultura hasta páginas literarias de incuestionable seriedad.
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“Volver a restablecer.” (Volver a establecer. / Restablecer.)
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“Vuelve a insistir.” (Vuelve a llamar. / Insiste.)
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“Otra vez se volvió a casar.” (Otra vez se casó. / Volvió a casarse.)
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“Como ya lo dijimos antes.” (Como ya lo dijimos. / Como lo dijimos antes.)
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“El cadáver sin vida.” (El cuerpo sin vida. / El cadáver.)
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“Desde la primera vez que nace.” (Desde que nace. / Desde la primera vez.)
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“La primera vez que se conocieron.” (La primera vez que se encontraron. / La vez que se conocieron.)
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“El primer cuento que abre el libro.” (El primer cuento del libro. / El cuento que abre el libro.)
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“Y es así como termina el fin de esta historia.” (Y es así como termina esta historia. / Y es así el fin de esta historia.)
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“¿De parte de quién lo busca?” (¿De parte de quién? / ¿Quién lo busca?)
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“Un algo que sobra de más.” (Un algo que sobra. / Un algo que está de más.)
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“Tener la razón correcta.” (Tener la razón. / Tener la respuesta correcta.)
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“Ahí te lo cuido.” (Ahí te lo encargo. / ¿Me lo cuidas?)
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“Pierde dos derrotas consecutivas.” (Pierde dos juegos consecutivos. / Sufre dos derrotas consecutivas.)
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“Los seres que nos dieron la progenitura.” (Los seres que nos dieron la vida. / Los progenitores.)
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“Hinca su apetito.” (Hinca el diente. / Satisface su apetito.)
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“El problema sigue persistiendo.” (El problema sigue presentándose. / El problema persiste.)
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“Tocan con algo duro.” (Topan con algo duro. / Tocan algo duro.)
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“Una nueva figura que nacía.” (Una nueva figura. / Una figura que nacía.)
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“Un producto antirraticida.” (Un producto anti-ratas. / Un producto raticida.)
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“La correcta ventilación del aire.” (La correcta ventilación. / La correcta circulación del aire.)
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“En el otro lado de la cara de la moneda.” (En el otro lado de la moneda. / En la otra cara de la moneda.)
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“Comienza tú primero.” (Comienza. / Tú primero.)
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“A partir de ayer se inició.” (A partir de ayer hay... / Ayer se inició.)
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“¿Es tan barato el valor de la vida humana?” (¿Es tan barata la vida humana? / ¿Es tan bajo el valor de la vida humana?)
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“Con calma fría.” (Con calma. / Con sangre fría.)
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“El 25 por ciento de cada cuatro mexicanos.” (El 25 por ciento de los mexicanos. / Uno de cada cuatro mexicanos.)
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“Le tapa la sombra.” (Le tapa el sol. / Lo cubre la sombra.)
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“Los lugares menos inesperados.” (Los lugares más inesperados. / Los lugares menos pensados.)
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“Constante que se repite.” (Constante de... / Elemento que se repite.)
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“Caminar junto a tu lado.” (Caminar a tu lado. / Caminar junto a ti.)
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“Ya me pusiste en qué pensar.” (Ya me pusiste a pensar. / Ya me diste en qué pensar.)
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“Sin hacer caso omiso.” (Sin hacer caso. / Haciendo caso omiso.)
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“Los últimos años recientes.” (Los últimos años. / Los años recientes.)
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“Hacía veinte años atrás.” (Hacía veinte años. / Veinte años atrás.)
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“El presente actual”. (El presente. / El momento actual.)
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“Apenas podía influir en él de ningún modo.” (Apenas podía influir en él de algún modo. / No podía influir en él de modo alguno. / Apenas podía influir en él.)
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“Un acto deliberado de voluntad.” (Un acto deliberado. / Un acto de la voluntad.)
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“Concebir otra cosa distinta.” (Concebir otra cosa. / Concebir una cosa distinta.)
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“Los barrios que rodeaban la periferia de la ciudad.” (“Los barrios de la periferia de la ciudad. / Los barrios que rodeaban a la ciudad.)
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“Un secreto que compartían juntos.” (Un secreto que compartían. / Un secreto que callaban juntos.)
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“Su interés se inclinaba más por...” (Su interés era más por... / Se inclinaba más por...)
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“El resto de los demás ciudadanos.” (El resto de los ciudadanos. / Los demás ciudadanos.)
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“La pauta básica.” (La pauta. / La base. / Los lineamientos básicos.)
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“Se produjo un cambio distinto.” (Se produjo un cambio. / Se produjo una situación distinta.)
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“Apenas le había dado la menor importancia.” (Apenas le había dado importancia. / Le había dado la menor importancia.)
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“El resto del camino que les quedaba.” (El resto del camino. / El camino que les quedaba.)
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“Posponer el asunto para otra ocasión.” (Posponer el asunto. / Dejar el asunto para otra ocasión.)
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“Te tienes merecido más derecho que ninguna otra persona.” (Mereces más que ninguna otra persona. / Tienes más derecho que ninguna otra persona.)
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“Él captó un vistazo del paisaje.” (Él tuvo un vistazo del paisaje. / Él captó una porción del paisaje.)
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“Se había perdido tanto tiempo atrás en el pasado.” (Se había perdido tanto tiempo atrás. / Se había perdido tanto en el pasado.)
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“Durante un rato no pudo continuar adelante.” (Durante un rato no pudo seguir adelante. / Durante un rato no pudo continuar.)
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“Desde los lejanos orígenes de su nacimiento.” (Desde sus lejanos orígenes. / Desde su nacimiento.)
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“Aunque no se convirtió al catolicismo hasta 1922...” (Aunque se convirtió al catolicismo hasta 1922... / Aunque no se convirtió al catolicismo sino hasta 1922...)
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“Era demasiado enorme.” (Era demasiado grande. / Era enorme.)
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“Sin ver otra cosa más que...” (Sin ver otra cosa que... / Sin ver nada más que...)
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“Hacía sólo un instante apenas.” (Hacía sólo un instante. / Hacía apenas un instante.)
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“Procedió a contarle el relato de los hechos.” (Procedió a contarle los hechos. / Procedió a hacerle el relato de los hechos.)
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“Desde que luchó en duelo con él.” (Desde que luchó con él. / Desde que se trabó en duelo con él.)
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“Sin dejar de perderlo de vista.” (Sin dejar de tenerlo a la vista. / Sin perderlo de vista.)
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“Tampoco habría servido de mucha ayuda.” (Tampoco habría servido de mucho. / Tampoco habría sido de mucha ayuda.)
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“No he encontrado nunca en otra parte alguna.” (No he encontrado nunca en otra parte. / Nunca he encontrado en parte alguna.)
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“El que sigue después en la lista.” (El que sigue en la lista. / El que está después en la lista.)
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“Espero que le sirva de alguna utilidad.” (Espero que le sea de alguna utilidad. / Espero que le sirva de algo.)
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“Decidió posponerlo para más tarde.” (Decidió dejarlo para más tarde. / Decidió posponerlo.)
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“Mis labios boquiabiertos.” (Mis labios entreabiertos. / Yo boquiabierto.)
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“Debajo de la superficie exterior.” (Debajo de la superficie. / Debajo de la capa exterior.)
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“Ardía en temperatura.” (Tenía alta temperatura. / Ardía en calentura.)
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“El precio que cuesta.” (El precio que tiene. / Lo que cuesta.)
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“Eso le llama la curiosidad.” (Eso le llama la atención. / Eso le da curiosidad.)
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“Nadie extrañaba su ausencia.” (Nadie lo extrañaba. / Nadie notaba su ausencia.)
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“Apartó a un lado.” (Apartó. / Hizo a un lado.)
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“Extremó al máximo.” (Extremó. / Llevó al máximo.)
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“El origen de donde proviene.” (El punto de donde proviene. / El origen de.)
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“Me disuadieron de no hacerlo.” (Me disuadieron de hacerlo. / Me convencieron de no hacerlo.)
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“Lo destrozó a pedazos.” (Lo destrozó. / Lo hizo pedazos.)


“Durante ese ínterin...” (Durante ese tiempo... / En el ínterin...)


“Trascender más allá de lo físico.” (Ir más allá de lo físico. / Trascender lo físico.)


“No necesitaba tener que repetirles.” (No necesitaba repetirles. / No tenía que repetirles.)


“Comparten una herencia y una experiencia comunes.” (Comparten una herencia y una experiencia. / Tienen una herencia y una experiencia comunes.)


“La historia que sigue a continuación.” (La historia que sigue. / La historia que viene a continuación.)


“Deberá ser postergado para otra ocasión.” (Deberá ser postergado. / Deberá ser turnado para otra ocasión.)


“Me refería a otra cosa distinta.” (Me refería a otra cosa. / Me refería a una cosa distinta.)


“Elevar sus condiciones de vida a un nivel superior.” (“Elevar sus condiciones de vida. / Llevar sus condiciones de vida a un nivel superior.)


“Son capaces de poder venir.” (Son capaces de venir. / Pueden venir.)


“Un misterio a medio entrever.” (Un misterio entrevisto. / Un misterio visto a medias. / Un misterio apenas visto.)


“No sé si te servirá de alguna utilidad.” (No sé si te servirá de algo. / No sé si te será de alguna utilidad.)


“A sus pies continuaba aún la gran fuente...” (A sus pies continuaba la gran fuente... / A sus pies estaba aún la gran fuente...)


“Se vendía a unos precios muy caros.” (Se vendía a unos precios muy altos. / Era muy caro.)


“El texto que sigue a continuación...” (El texto que sigue... / El texto que se presenta a continuación...)


“¿Quiere agregar algo más?” (¿Quiere agregar algo? / ¿Quiere decir algo más?)


“No sé apenas cómo empezar.” (Apenas sé cómo empezar. / No sé cómo empezar.)


“Hace que esto apenas carezca de importancia.” (Hace que esto casi carezca de importancia. / Hace que esto apenas tenga importancia.)



jueves, 28 de enero de 2010

Entrevista a Alejandro Jodorowsky (2000)

DGD: Redes 28, 2008



[En el año 2000 hice esta entrevista a Alejandro Jodorowsky con motivo de la aparición de su quinta novela, Albina y los hombres-perro. La rescato aquí por el gusto de reencontrarla (por alguna razón permaneció inédita hasta ahora), así como por la vigencia de las respuestas. Es también una forma de celebrar las primeras ocho décadas de aventura creativa del entrevistado. DGD]
Alejandro Jodorowsky (Chile, 1929), polígrafo y experimentador constante de la vanguardia en numerosas disciplinas, llegó a México en 1960 como parte del grupo de pantomima de Marcel Marceau; Jodorowsky decidió permanecer en este país y consagrarse a la dirección escénica: durante esa década y los primeros años de la siguiente montó en este país más de cien obras teatrales, entre las cuales se encontraban los escandalosos efímeros, precursores del happening y el performance. Igualmente polémicas fueron las películas que dirigió en ese periodo: Fando y Lis (1967), El Topo (1969) y La montaña sagrada (1972). Complementan su filmografía Tusk (1980), Santa Sangre (1989) y El ladrón del arcoiris (The Rainbow Thief, 1990).
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Radicado en París, Jodorowsky alterna sus actividades artísticas con un profundo trabajo terapéutico que ha recorrido Europa y que se basa primordialmente en tres técnicas de su invención: la psicomagia (una desmitificadora utilización de los resortes míticos en la cotidianidad), la psicogenealogía (estudio introspectivo del árbol genealógico) y el masaje iniciático. En la capital francesa ha creado una escuela a la que irónicamente bautizó como “Cabaret Místico”, que combina ciertos aspectos del psicoanálisis y una revisión profunda de la lectura del Tarot. Reconocido como uno de los más importantes especialistas en este tema, ha reconstruido la forma original del Tarot de Marsella; describe este arduo rescate en Le Tarot de Marseille restauré ou l'Art du Tarot (Camoin, París, 1998).
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Su primera exploración en el territorio de la novela apareció inicialmente en Francia: Enquête sur un chemin de terre (Acropole, 1981), traducida por Hachette en 1991 como Las ansias carnívoras de la nada. También en París se editó su segunda novela, Le Paradis des Perroquets (Flammarion, 1984), conocida en español como El loro de siete lenguas (Hachette, Santiago de Chile, 1991). Sus dos siguientes novelas, traducidas a varias lenguas, son Donde mejor canta un pájaro (Seix Barral, 1994) y El niño del jueves negro (Grijalbo, 1999). Asimismo, en México ha publicado Psicomagia. Una terapia pánica (Seix Barral, 1995), Antología pánica (Joaquín Mortiz, 1996), Los Evangelios para sanar (Joaquín Mortiz, 1997) y La sabiduría de los chistes (Grijalbo, 1998). Su quinta novela es Albina y los hombres-perro.
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¿Cuál es el origen, la necesidad inicial de Albina y los hombres-perro? ¿Dónde comienza la odisea de esta novela?
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—Todas las novelas que el artista escribe son siempre una sola novela y el protagonista personal, como un ente invisible, no es otro que el novelista. Mis primeras novelas forman lo que llamo “el ciclo chileno”. Historia del país: Las ansias carnívoras de la nada. Mi árbol genealógico: Donde mejor canta un pájaro. La historia de mis padres: El niño del jueves negro. Las aventuras de mi adolescencia: El loro de siete lenguas. Y, por fin, la búsqueda del alma: Albina y los hombres-perro. Este relato fantástico está construido como una clásica odisea. Las heroínas son llamadas a la aventura. Primero se resisten, pero luego un adversario las obliga a emprender el viaje. Tienen que encontrar el objeto mágico, el filtro sagrado que cura todos los males. En el camino deben vencer dificultades, encontrar enemigos y aliados. Obtienen el objeto de la búsqueda, y al mismo tiempo encuentran la conciencia. Nuevas dificultades aparecen cuando tratan de regresar al hogar. Al final no sólo se benefician ellas, sino todo el mundo.
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¿Podría entenderse la escritura de Albina como un acto de psicogenealogía aplicado a la figura materna, del mismo modo en que esta técnica forma la base de El niño del jueves negro, respecto a la figura paterna?
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—Se podría entender así, pero yo prefiero decir que es un acto de psicogenealogía dedicado a todas las mujeres que el hombre devalúa. “La Jaiba”, que comienza sintiéndose monstruosa, descubre su belleza intrínseca y del rencor pasa al amor.
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La psicomagia, muy presente en El niño del jueves negro, ¿interviene también en la escritura de Albina y los hombres-perro?
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—He dado a la magia, al chamanismo y a la aplicación terapéutica del milagro (lo que Jung llama “sincronicidad”) la posibilidad de guiar mi imaginación en la escritura de esta novela.
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La interacción con la gente y sus aflicciones ha ido enriqueciendo el mundo terapéutico al que usted se ha consagrado. ¿Se refleja esta retroalimentación en su escritura? Por ejemplo, ¿define usted el psiquismo humano de un modo distinto a como lo concebía en la época de El loro de siete lenguas? ¿En qué forma ha variado su visión sobre el fenómeno humano?
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El loro de siete lenguas relata una época en que nosotros, poetas adolescentes, no respetábamos más realidad que la de nuestro ombligo. Comencé a navegar en mi país con bandera de autista. La vida, con esos golpes que nos da desde el exterior, y el alma, con esos golpes que nos da desde el interior (si tenemos oídos y corazón para oírlas), nos van demoliendo los límites. Terminamos por darnos cuenta de que el mundo y el ego son una sola cosa. Se pasa del “yo” al “nosotros”. Sanando a la gente te das cuenta de la extensión de tus propios males; viendo la miseria sabes que tardarás muchos años en colmar tu hambre. Curando la locura adviertes la enormidad de tu falta de conciencia. Sabes entonces que no puedes cambiar al mundo pero, sin amargura egoísta, te dices: “aunque no pueda cambiarlo, puedo comenzar a cambiarlo”. Cuando un hombre se ilumina, lo primero que descubre es la responsabilidad. Cuando comencé a escribir, yo no era yo y debía hacer todo lo posible por llegar a ser yo mismo. Hoy en día, cuando yo soy yo, hago todo lo posible por llegar a ser el otro.
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En una polémica entrevista que se le hizo en la televisión inglesa, el entrevistador comentó que en la obra jodorowskiana los personajes femeninos no están tratados con la solidaridad y profundidad de los protagonistas masculinos. En caso de que usted aceptara esta opinión, ¿Albina y los hombres-perro podría ser vista como un intento de acercamiento profundo a lo femenino?
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—Es totalmente cierto. Creo que todos los seres humanos, hombres y mujeres, son andróginos. El hombre debe descubrir y dar oportunidad de desarrollarse a su parte femenina: alma. La mujer debe dar la oportunidad a su parte masculina: animus.
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En este sentido, ¿qué reto y qué dificultades implicó la inmersión en un yo femenino, en cuanto a las dos protagonistas se refiere? ¿En qué modo el mito, el recorrido mítico de Albina y “La Jaiba” posibilitó esa inmersión?
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—Fue un reto, sí, pero muy placentero. Los personajes de Albina y “La Jaiba” me fueron guiando con gran conmiseración. Escribí esa novela sumergido en una especie de trance. Al comienzo yo, tanto como “La Jaiba” y el lector, no tenía idea de quién era Albina. Mi inconsciente, poco a poco, paso a paso, me fue revelando el secreto. El título de un libro de poesía que escribí correspondería a mi aventura con esa diosa blanca: Retrato del alma.
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¿Aceptaría usted la opinión de que la estructura de El niño del jueves negro es más bien racional, mientras que la de Albina y los hombres-perro es fundamentalmente intuitiva? (Un personaje exclama: “¡Ni el cerebro, ni el corazón: la piel es la que indica!”.) En los años sesenta, usted afirmaba sostener una lucha profunda con su ego. ¿No era en realidad una lucha contra la razón? Si la escritura es un acto de autoconocimiento, ¿ha ido ganando terreno lo intuitivo en su proceso como artista y como ser humano?
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—Exactamente. Hay una carta del Tarot que en español se llama El Loco y en frances Le Mat, y que representa al ser esencial, a alguien que ha llegado a la acción impersonal, laborando para el mundo (nada para él que no sea para los otros); en esa carta, El Loco va acompañado por un perro. El perro, símbolo del ego, lo sigue alegremente, colaborando con el avance al empujarlo con sus patas delanteras. Eso está bien. Mal estaría si el perro fuera delante del Loco, guiándolo. El ego es necesario, pero debe aprender a obedecer a la esencia. La razón debe aprender a obedecer a la intuición.
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París, mayo de 2000.
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sábado, 16 de enero de 2010

La fe y el miedo

DGD: Textil 87, 2009
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Una de las frases escolásticas más oscuras y misteriosas procede de San Jaime (2:19): “Los diablos también creen y tiemblan”. Los doctores de la Iglesia intentan explicarla aduciendo que un acto de fe sobrenatural es meritorio porque procede de la voluntad individual movida por la gracia divina o la caridad, y por tanto tiene todos los elementos de un acto meritorio. Se cita a Santo Tomás, que advierte: “No es por voluntad que [los hombres] aceptan, sino que son compelidos hacia ello por la evidencia de esos signos que prueban que lo que los creyentes aceptan es verdad, aunque incluso esas pruebas no hacen tan evidentes las verdades de la fe como se dice que sería su visión” (De Ver., xiv 9-4). Pero ¿en qué creen los diablos? ¿Se trata de una fe similar a la de los ángeles, que creen en la divinidad, y por tanto los diablos creerían en su propio numen, el demonio? ¿Tiemblan por miedo a la divinidad celeste, que es infinitamente misericordiosa, o al gerente del infierno, que por definición es temible? El “también” de San Jaime implica que tanto los ángeles como los hombres creen y tiemblan. Así, el motor de la fe no parece tanto la voluntad como el miedo. Las “evidencias de los signos” en el Antiguo y Nuevo Testamento son suficientemente atemorizantes.
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No hay miedo más contradictorio que el que la teología católica intenta hacer pasar por virtud: se cree porque se teme; en el momento en que se teme, se deja de creer en el objeto de la fe y en lo único en que se cree es en el miedo. Creo, pues, en el miedo que me producen las temibles amenazas hechas a los que no creen. Me da más miedo el hecho de que incluso los diablos teman, que el imaginar a qué pueden temer, qué puede hacerlos temblar.
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Si ya están en el castigo eterno, no podrían temer “algo peor”, puesto que ya no tienen nada que perder. Pero creen y tiemblan. ¿Es ese, pues, y no otro, el castigo eterno, creer? Si no creyeran, no temblarían. ¿Es esa la gracia de los ángeles, no creer? Pero San Jaime dice “también”, por lo que deducimos que los ángeles creen.
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La pregunta es si los ángeles y los diablos creen en lo mismo, si tiemblan por lo mismo. Si creen en cosas distintas (por ejemplo, los diablos en el diablo, los ángeles en Dios), ¿hay dos tipos de fe, una angélica y otra diabólica? Si creen en lo mismo, ¿son, pues, lo mismo, Dios y el diablo?
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Si se omiten las razones teológicas, las deducciones escolásticas y la doctrina involucrada por la frase de San Jaime, no sólo queda claro que el motor de la fe es el miedo, sino se eleva una nueva serie de preguntas: ¿sin miedo no hay fe posible?, ¿es imposible postular una fe sin miedo?, ¿o hay otra fe, cuya posibilidad no aparece en ningún lado por faena de la propia patrística?
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La feligresía cree, pero lo hace menos por la apetencia de la vida eterna que por el castigo con el que se amenaza a quien no cree. Temblamos al oír las admoniciones hechas a los pecadores. Del mismo modo, los ciudadanos acatan las leyes menos por amor al orden que por terror a la sanción. Desde el principio, la iglesia ha dado por hecho que no basta promover la gracia como motor de la fe: instaurar en la tierra la gracia celeste disolvería a las religiones. Si fuéramos los “prometidos del cielo”, lo instauraríamos en la Tierra; por eso somos los “amenazados con el infierno”. Por eso lo que se promueve es el miedo: el terrorismo teológico está en el fondo de las religiones, lo mismo que el terrorismo político lo está en el núcleo de las sociedades.
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“Los diablos también creen y tiemblan.” En esta frase, llena de ominosidad y horror, estos elementos se concentran en el “también”. Esa palabra podría ser “incluso”. Aun el que ha caído a lo más bajo teme y tiembla. ¿Hay, pues, algo peor, algo más bajo que lo más bajo? Pero si la teología se basa en este tipo de dialéctica, entonces desencadena la suposición opuesta: hay algo más alto que lo más alto. Y entonces la frase se dispara hacia el terreno de lo inimaginable, salto que quedaría bien clarificado en la frase “También Dios cree y tiembla”.
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¿También Él está amenazado y se estremece de espanto? Ya esta pura suposición nos echa a temblar: no necesitamos creer en ella, basta imaginarla, es decir, darle cabida en la imaginación. Más allá de atribuirle mayor o menor “realidad”, ello demuestra que hay áreas de la imaginación totalmente proscritas por las religiones, así como las hay prohibidas por las leyes y las ciencias.
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San Jaime no pretendía más que alabar al que cree por miedo, es decir a quien tiene tanto pavor que acomoda su voluntad y su intelecto, cede las armas del escepticismo y la crítica, y se abandona a la fe como “virtud sobrenatural” con tal de liberarse de su miedo. Pero es evidente que San Jaime ha usado una parte de su imaginación que en ninguna forma está alentada por la escolástica. Su fe es movida por el horror, pero su frase desencadena una serie de preguntas que se ubican “más allá” del horror y acaso vislumbran su origen, un origen que ya no es teológico sino metafísico.
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En palabras de San Agustín: “¿Qué es, entonces, creer en Dios? Es amarlo por creencia, ir con Él por creencia, y ser incorporado entre sus miembros. Esto, entonces, es la fe que Dios demanda de nosotros, y Él no encuentra lo que demanda sino en donde Él ha dado lo que puede encontrar.”
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Dios exige algo en el hombre que Él mismo le ha dado: encuentra lo que (una vez) le dio para encontrarlo (más tarde). San Agustín recurre a esta figura retórica para aseverar que Dios no pide imposibles al hombre, sino algo que está en su propia naturaleza. ¿Por qué entonces es tan necesario el miedo, en tanto motor de la fe? ¿Lo dio también Dios al hombre para buscarlo luego en éste? ¿O le dio muchas otras cosas que luego le reclama, y que no están tan toscamente señaladas y, por tanto, no salen a relucir de modo tan notorio como el miedo?
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¿Esas otras cosas son precisamente las áreas “prohibidas” de la imaginación? El Génesis prueba que para Dios la prohibición es una forma retórica de la invitación y hasta de la obligación. ¿Lo que Dios reclama al hombre es algo que Él le dio y que puede sintetizarse en la fe en sí mismo? El hombre no cree en lo que el hombre es, en lo que tiene por origen, por “naturaleza”, pero es probable que los ángeles y los diablos sí crean en ello y que por eso tiemblen. ¿Por qué se estremecen ante la posibilidad de un hombre que se aplicara a sí mismo esa fe inquebrantable que se le pide para Dios? ¿Porque entonces devendría un dios o un diablo y quedaría a cargo del orden o del desorden? ¿O es a ese hombre precisamente al que el propio Dios teme, un hombre que no necesite la amenaza del infierno para ver más allá de sí mismo, ni la promesa de la gracia para ver más acá en su interior?
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Acaso no otro sea el sentido de la admonición agustiniana: “No debes ver para creer, sino creer para ver” (Sermo, xxxviii), y de su alocución Crede ut intelligas (“Cree que puedes entender”). E incluso ilumina de modo inquietante aquella afirmación de San Atanasio (De Incarn., n. 54): “Cristo se hizo hombre para que los hombres puedan hacerse dioses”. ¿No era, a fin de cuentas, la promesa de la serpiente?
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miércoles, 6 de enero de 2010

Alteroscopio (cuarta parte)

DGD: Redes 39, 2009
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He mencionado ya que el nombre alteroscopio me fue prácticamente impuesto en el momento en que vi por vez primera el extraño aparato extraviado entre los miles de objetos de aquella bodega de utilería. Más tarde reflexioné en el hecho de que en el término alteroscopio se mezclan (sin duda explosivamente) dos raíces etimológicas, la latina y la griega. Las palabras griegas skopeo y skeptomai corresponden a “yo miro”, “yo considero”, y derivan del verbo skopein, “observar”, “examinar”. De ahí el sufijo en telescopio, microscopio, endoscopio, estetoscopio, e incluso en horóscopo o dactiloscopia. El más cercano al que nos ocupa sería calidoscopio, puesto que en esta palabra están presentes el adjetivo griego kalós, “bello”, y el sustantivo éidos, “imagen”: entre todos los -scopios más o menos utilitarios es el que coloca el acento en el arte (descomposición de imágenes que busca la belleza o, en otras palabras, el extrañamiento), con todos los desafíos que ello implica.
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Para desentrañar la otra parte del nombre alteroscopio hay que comenzar por la raíz latina al, de la que surge el término alter, “el otro entre dos”, “el opuesto”, “el contrario”, así como el verbo alterare, “modificar”, “cambiar el estado original o natural de las cosas”, “falsificar” y, sobre todo, “hacer otro”. El mismo origen tienen alius (latín clásico), “otro”; alia, “otra”; aliquid, “alguien”; alienus, “ajeno”, “extraño”, “extranjero”; adulterare, “adulterar”; adulter, “adúltero”; alo, alui, “nutrir”, “sustentar”, etcétera. De esa misma poderosa raíz se desprenden el francés autre, el inglés other, el alemán ander, el español otro.
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Si se quisiera, pues, ser “etimológicamente correcto”, el nombre debería ser heteroscopio, del griego éteró, “otro” o “diferente”. Sin embargo, habrá que ser fiel a la primera intuición, aunque ella implique una cierta incorrección (o una audacia doble en la factura del neologismo). En el sentido lato de “modificar”, todos los “aparatos que sirven para observar” son alteroscopios, puesto que se basan en una -scopia (“observación”, “análisis por medio de la alteración de una imagen dada”). Sin embargo, el sentido del alteroscopio no es “falsificar”, esto es, “modificar el estado original o natural de las cosas”, sino justamente lo contrario: buscar el verdadero estado originario del mundo. Larga discusión resultaría de preguntarse si realmente percibimos el estado natural de las cosas y no —como viene diciendo el arte desde tiempos remotos— una mera convención cultural acerca de lo que es el mundo. El sentido metafórico del alteroscopio no reposa en “hacer otro”, sino en observar a lo otro.
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Parece sencillo y sin embargo implica la mayor y más arriesgada de las aventuras, en el sentido en que Lacan utiliza la palabra aventura en relación al reconocimiento del otro. Y es que, una vez más, la etimología revela fuentes recónditas: la raíz latina de “aventura” es la forma femenina del participio futuro del verbo ad-venire, que significa “llegar a suceder” y que en su uso sustantivado implica la idea de suceso extraño, casualidad, imprevisto a la manera de la serendipia, e incluso de riesgo inesperado: el estado de vilo tan conocido por los poetas, los enamorados, los locos y los místicos.
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El personaje de Reflejos mira obsesivamente a través del alteroscopio sin tener la menor idea de lo que “podría advenir”, de lo que podría significar “abrir la mirada” que, en palabras de los brujos (a quienes don Juan Matus llama hombres de conocimiento), equivale a abrir el mundo. El protagonista de esta historia desconoce la naturaleza de esa revelación a la que persigue; sin embargo, de forma oscura se sabe en vilo: acaso el solo esfuerzo por entender lo que ve a través del alteroscopio implica la ruptura de la base misma en que reposa su noción de la realidad; se limita a sospechar precaria la relación que sus sentidos guardan con lo real. Este hombre ignora el punto de arribo, pero va. No conoce el nombre de lo que busca y ni siquiera sabe cómo llamar a su actitud inquisitiva (ni si ella tiene antecedentes), pero eso no detiene su sed. Se ha embarcado, sin saberlo, en la alteroscopia, el ansia por contemplar y conocer a lo otro. Y eso, aunque tampoco lo sabe, ya lo ha salvado en muchos sentidos aunque nunca llegue a abrir el mundo.
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Y es que en el otro está la clave del uno: en lo más autre (ajeno) se halla lo más autos (propio). Acaso de ahí esa misteriosa expresión latina ille aut ille, que es traducida como “el uno o el otro”: ille es un pronombre demostrativo que significa “aquel”, “el que está más alejado” y, sin embargo, “el más cercano” es referido con la misma palabra. La perfecta traducción está en Rimbaud: yo es otro.
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Todo lo que rodea al personaje de Reflejos es justamente un reflejo de su ansia insobornable, y lo es incluso el inesperado encuentro que tiene hacia el final del episodio (la parte originalmente escrita por Pedro F. Miret, el desenlace al que había que llegar): la visita de la otredad es vista como todo lo demás, esto es, como si la cámara de cine fuera una extensión de los ojos del protagonista (un alteroscopio autónomo). Si éste reacciona de ese modo visceral y hasta salvaje, es porque ese espejo imprevisible le muestra la violencia de su deseo de ver, e incluso, en ese momento, de consumirse en lo mirado, de unificarse a través de la máxima alteración.
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sábado, 26 de diciembre de 2009

Alteroscopio (tercera parte)


DGD: Frontispicio 7, 2001
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Visión focal y visión periférica
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La metáfora del alteroscopio toca todos los territorios, incluso el de la fisiología humana. El campo de la visión equivale a un círculo igual a la forma del ojo; ese campo perceptual también puede ser representado como un blanco de tiro compuesto por círculos concéntricos: en el centro reposa la atención, mientras que lo captado en los demás círculos suele desatenderse. Esta forma de mirada es típica de Occidente y se conoce como “visión focal” (o “foveal”): en todos los momentos de su cotidianidad, el individuo usa el punto focal para concentrarse y notar los detalles de lo que tiene frente a sí; al mismo tiempo ignora el resto de su mirada: lo que captan los restantes círculos concéntricos se mantiene en el nivel subconsciente.
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La otra forma de mirar, conocida como “periférica” (o “ambiental”), es característica en Oriente (como lo muestra de modo apabullante la gráfica oriental): sin perder la concentración en el centro del “blanco de tiro”, los orientales mantienen consciente lo que abarcan los restantes círculos concéntricos de su mirada; dicho de otra manera: se concentran en la parte pero no ignoran ni desatienden el todo, sabedores de que la periferia de la visión recibe el panorama completo de lo que sucede frente a los ojos —es decir, alrededor del punto de concentración.
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La visión periférica usa distintos receptores de luz en la retina y diferentes conductos nerviosos en el cerebro, y de ahí la radical diferencia de mentalidades entre pueblos que por tradición usan desde siempre la visión periférica, y otros que desconocen (o fueron despojados de) esa tradición. Recientes estudios indican que mientras la visión focal (consciente) hace esfuerzos por reconocer objetos e identificarlos, la mirada periférica (subconsciente) realiza una gran actividad constante y sin esfuerzo, sobre todo regulando los mecanismos de la orientación y la localización espacial.
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Un fenómeno asociado a la visión focal es el tiempo de “lectura”: se requiere ver durante un cierto tiempo para llegar a percibir (sucesividad); esto no parece inherente a la visión periférica, para la cual ver es percibir (simultaneidad). Otro fenómeno característico de la mirada focal es el monólogo interno: el individuo occidental, acostumbrado a concentrar la atención únicamente en el punto central de la visión, mantiene un constante flujo de pensamientos azarosos; se habla mentalmente todo el tiempo, casi diríase que en un intento subconsciente de subsanar la pérdida del resto de la mirada. A este respecto no puede olvidarse la definición que don Juan Matus transmitiera a Carlos Castaneda: el monólogo interno de los hombres crea el mundo, define la realidad.
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La percepción alteroscópica
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Ciertos occidentales que se han percatado de la pérdida inherente a la mirada focal (generadora de lo que podría llamarse una realidad focal), proponen una serie de ejercicios para restaurar la visión completa; el alteroscopio es precisamente eso: un ejercicio de restauración de la mirada completa. Uno de los más significativos resultados de estos ejercicios radica en que el monólogo interno disminuye y hasta desaparece cuando se usa de modo consciente la visión periférica. Por su parte, algunos practicantes de la medicina alternativa comprueban, en quienes desarrollan la mirada periférica, una disminución de las enfermedades ocasionadas por el stress y la angustia. Otros “restauradores de lo periférico” van más allá y postulan que lo mismo sucede con los restantes sentidos: existen también un oído, un gusto, un tacto y un olfato periféricos. Un individuo que aprende a restablecer la conciencia de su visión periférica es también capaz de extender sus otros sentidos hasta formar en torno a sí una especie de capullo sensorio (bien podría llamarse percepción alteroscópica) que aprecia el mundo de una manera difícilmente imaginable por Occidente.
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La fisiología occidental ha tenido que aceptar (aunque con la proverbial lentitud) que la visión focal está asociada con el sistema nervioso simpático —la parte involuntaria o autónoma que se encarga de la actividad, la adrenalina y el stress—, mientras que la visión periférica tiene que ver con el sistema nervioso parasimpático —relacionado con el relajamiento, la paz interna y el equilibrio de la salud. La visión periférica es innata en la culturas antiguas; así, los recolectores-cazadores usaban (y aún usan) esta mirada para detectar a la presa sin tener que mover la cabeza y por tanto delatarse. Ella es también esencial en las artes marciales: el atleta permanece inmóvil mirando fijamente los ojos del adversario y sin embargo está consciente de cada movimiento del cuerpo entero de éste: lo abarca “de un solo golpe de vista”, es decir sin tener que mover los ojos y concentrar la mirada en una u otra parte del cuerpo del otro. La milenaria técnica del samurai reposa en esta forma de mirada-conciencia abierta.
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En Occidente una tal forma de percibir sólo se desarrolla en pequeños núcleos, por ejemplo los pilotos de avión que captan las informaciones del tablero de control en una sola “ojeada”, o bien los deportistas: un jugador que sigue “de reojo” el desempeño de sus compañeros, sin tener que volver la cabeza, está usando la visión periférica. Según ciertas disciplinas alternativas, el desarrollo de esta forma de mirar permite percibir las auras a simple vista. En otras, como la oftalmología, el concepto de “visión baja” o defectuosa se ha corregido para incluir aquella que no ha incorporado la total recepción de las imágenes del mundo; la visión de una persona puede ser óptima, pero aún así estar muy lejana de lo que se llama “visión amplia” (widesight). En psiquiatría se estudia el “campo visual subconsciente de alerta”, más allá de los campos estrechos (o totalmente extintos) de la visión deteriorada.
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Por su parte, el neurofisiólogo Vilayanur Ramachandran ha investigado lo que llama “visión ciega”, una extraña condición en la que una persona despojada de la vista parece experimentar una conciencia de ciertos objetos que sólo podría provenir de la visión. Con base en estas experiencias, Ramachandran propone que el humano tiene en realidad dos distintos métodos cerebrales para procesar la información visual. Uno es el más común, centrado en la vía al tálamo (acaso es a esto a lo que don Juan Matus llama tonal); el otro, más “primitivo” (que, en términos de don Juan, correspondería al nagual), es visto como la permanencia de un más temprano estadio de la mirada, que no ha desaparecido del todo y se manifiesta en casos tan raros como el de la “visión ciega” (o, podría agregarse, el de la experiencia de los brujos). Es la mirada “vestigial” (es decir, desarrollada imperfectamente). Según Ramachandran (Phantoms in the Brain, 1998), muy temprano en la vida el individuo es educado para ajustar sus sentidos visuales según el método talámico; esta vía le permitirá ver el mundo como “lógico” y compartir las experiencias (es decir la “realidad visual”) de sus semejantes, como respuesta a la experiencia visual.
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¿Qué tanto oro hay en nosotros?
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Ya en 1907 el psicólogo Pierre Janet explicaba en The Major Symptoms of Hysteria:
Tenemos dos visiones: la central, que es precisa y atenta, y la periférica, que es vacía y de importancia secundaria. Los histéricos mantienen sólo la primera conscientemente, mientras que la segunda persiste muy inconscientemente. […] Un niño tenía violentas crisis de terror causadas por un incendio, y bastaba mostrarle una pequeña llama para que el ataque comenzara de nuevo. Su campo visual estaba reducido a cinco grados, fuera del cual no parecía ver nada. Sin embargo, yo le podía provocar el ataque con sólo pedirle que fijara sus ojos en el punto central y luego acercando un cerillo encendido por la periferia de su visión, hacia los 18 grados.
Janet dedicó sus investigaciones a una “restauración total de la vista”, convencido de que el punto central de la visión equivale a la conciencia y que la periferia representa al subconsciente. Sus observaciones podrían ser extendidas no sólo a los histéricos (sea cual sea la definición en uso según tal o cual subsistema), sino a todos los individuos de las culturas occidentales, que sufren de una ceguera parcial. No se trata de eliminar la mirada focal, sino de ver también de modo periférico; una vez desarrollada la visión periférica, la focal mejora de modo notable. (Una vez más, la palabra clave es “también”.)
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Si se vuelve a la analogía del blanco de tiro, en el punto central radica el intelecto, la lectura racional del mundo (bien ejemplificada por la acción de leer el lenguaje escrito), mientras que en los círculos concéntricos reposa la intuición, el inconsciente, en distintos porcentajes hasta llegar a los extremos del campo de visión. Una vez más se presenta una graduación: el punto central es exclusivamente sucesivo, secuencial, focal; el último círculo es totalmente simultáneo, ubicuo, ambiental. Al restaurar la visión total, la conciencia se amplía. Se trata de esos ojos desnudos que pueden ver tanto en un cielo estrellado, esos que, al elevarse y permanecer fijos en un punto del cielo, no sólo abarcan toda la bóveda celeste sino que saben que de algún modo ella también los está mirando.
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El legendario alquimista Nicolás Flamel (c.1330-1417) lo expresaba en los términos de su arte de la transmutación: “¿Qué tanto oro hay en nosotros? Si tenemos oro, podremos fabricar más” (El deseo deseado, 1399). Esta es acaso la más feliz expresión de la aparentemente contradictoria certeza manejada por todos los alquimistas: la Gran Obra es un proceso (una decantación), pero también una simultaneidad. Dicho de otra manera: la iluminación coexiste con cada uno de los pasos dados hacia ella. Para la alquimia, el oro es a la vez entendido en sentido literal y metafórico. En sentido literal: no hay oro en la culminación del proceso si no estaba en el alquimista desde el principio. En sentido metafórico: no cabe esperar una apertura de la conciencia si ésta no se hallaba ya plenamente abierta en cada etapa de su desarrollo, aun en la más primitiva, e incluso antes (no hay principio, no hay final).
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Según esta lectura, la iluminación consiste precisamente en acceder a lo simultáneo (lo vertical) en el instante más profundo de lo sucesivo (lo horizontal): un iluminar lo diacrónico con la luz de lo sincrónico, un dejar de “quemar etapas” para verlas coexistir y navegar en ellas sin fin y sin principio, un abandonar la prisión del instante exclusivo —y todos los límites que éste implica— para entregarse a la inconcebible libertad del presente eterno y lo inclusivo. En suma, es un darse cuenta de que el oro —la conciencia expandida— siempre estuvo ahí, tan omnipresente como la luz. No puede olvidarse la definición de la alquimia que dio Fulcanelli: “el arte de la transmutación de la materia por el poder de la luz”.
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Estereogramas
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El alteroscopio, en tanto metáfora, invita a ver el mundo como a aquellos “estereogramas” que tuvieron un fugaz auge a mediados de los años noventa, esos dibujos abstractos formados por computadora ante los que, si uno lograba concentrarse y “acomodar los ojos” de cierta forma, al cabo de un tiempo podía entrar en ellos y descubrir imágenes en tercera dimensión.
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La técnica del estereograma se basa en la noción de que el ojo derecho y el izquierdo ven las cosas de una manera ligeramente distinta, debido a que cada uno observa desde su propia perspectiva: de ahí la mirada en tercera dimensión y el “enfoque”. Ello se comprueba al ver un objeto cerrando un ojo y luego verlo cerrando el otro. El estereograma es la fusión de dos fotografías de un mismo objeto, tomadas con la misma distancia que existe entre un ojo y el otro. Se “entra” a la imagen cuando se logra que cada ojo mire la fotografía que le corresponde: el cerebro hace la fusión.
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Hubo personas para quienes era espontáneamente muy fácil acomodar los ojos con objeto de ver las imágenes en tercera dimensión escondidas en esos diseños abstractos aparentemente planos; sin embargo, para otras personas ello resultó extremadamente arduo y a veces imposible: jamás pudieron entrar a los estereogramas e incluso pusieron en duda el hecho de que hubiera algo ahí, en el fondo de la imagen. Pero el que haya sido fácil para algunos no demuestra que deba ser fácil para todos, ni el que haya sido imposible para otros prueba que esas imágenes fundamentales no existan.
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El término “entrar” es, desde luego, metafórico, pero en más de un sentido actúa también de manera literal, como muestra la experiencia asombrada de quien lograba “acomodar los ojos”: en el primer instante no sólo sintió estar viendo algo, sino haber entrado en ese “algo” y participar directamente de ello; más que "descubrir" una imagen oculta, se supo parte del súbito despliegue en tercera dimensión de algo que sólo parecía poseer dos dimensiones. Aunque después la sensatez y la lógica le dijeran que “era sólo un truco óptico”, en aquel instante de alborozo supo, más allá de toda necesidad de certeza, que abrir la percepción es abrir el mundo.
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La pregunta es entonces, ¿qué sucede cuando se aumenta la distancia que hay entre los ojos? Quien observa a través del alteroscopio obedece a la intuición de que si acomodara los ojos de cierto modo, podría entrar en la imagen del mundo y mirar con ella.
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(Ejemplos de estereogramas y una buena introducción a ellos pueden verse haciendo click aquí.)
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martes, 15 de diciembre de 2009

Alteroscopio (segunda parte)

Pedro Armendáriz y el alteroscopio en la escena inicial de Reflejos.

Alma Muriel, Pedro Armendáriz y el alteroscopio en otra escena de Reflejos.

Armendáriz ha girado el alteroscopio 180 grados sobre su eje.

Armendáriz contempla a Muriel, que contempla a través del alteroscopio.

De la propia suerte que saber, también el dudar es meritorio.
Dante: Infierno, XI-93.
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Tiempo después quise averiguar más sobre el aparato que el azar me había puesto en las manos durante la preparación de Reflejos. Sin embargo, ¿cómo buscar algo de lo que no se sabe el nombre y sólo se dispone de una imagen? Mi alteroscopio era, en principio, un aparato para ver, la vaga mezcla de un telescopio y un teodolito.
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Comencé, pues, buscando instrumentos relacionados con óptica, ingeniería, topografía. Acudí al Diccionario Técnico Larousse y a otros libros similares con la misma dificultad: no había palabra que buscar y únicamente restaba ir página por página revisando las imágenes. Nada surgió de esta línea de indagación.
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Consulté con ingenieros y arquitectos sin resultados. No obstante, uno de ellos comentó que en la Segunda Guerra Mundial los soldados usaban un aparato óptico que servía para mirar desde las trincheras evitando la muy concreta posibilidad de que a quien se asomara le volaran la cabeza. Era una especie de prismáticos o binoculares que en lugar de extenderse hacia adelante lo hacían hacia arriba por medio de dos tubos con espejos internos; esos tubos, en la parte superior, volvían a curvarse para mirar al frente. Sin embargo, este colaborador no sabía el nombre de ese implemento. Había que comenzar de nuevo el rastreo de una imagen. Sin embargo, con esa referencia el área de búsqueda había cambiado de manera no poco violenta: de la ingeniería topográfica a la ingeniería militar, de la tecnología científica a la tecnología de guerra.
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El paso consecuente era buscar imágenes de la Segunda Guerra Mundial hasta dar con alguna en que apareciera ese aparato, esperando que en el pie de alguna de ellas estuviera escrito el nombre (y era más eso, una esperanza, que un método); sin embargo esto resultaba, de nueva cuenta, desbordante: existen cientos de miles de imágenes de ese conflicto. Entonces sucedió una de esas conexiones que sólo pueden calificarse como mágicas (de las que esta búsqueda ha estado particularmente llena); si los aparatos que yo buscaba sin saber su nombre se basaban en separar por medio de tubos la mirada de cada ojo, se me ocurrió ver si existía la palabra “biscopio” y usé Google para comprobarlo, casi seguro de que era un neologismo absurdo. Y ahí estaba, en las primeras páginas de resultado, en la página web de una compañía, Von Morenberg, que se dedica a vender objetos de la Segunda Guerra Mundial. Se incluía el nombre en italiano: Biscopio da Trincea (Biscopio de trinchera), y una fotografía:
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Ahí estaban la imagen y el nombre de uno de los aparatos buscados, pero el principal seguía ocultándose. No obstante, si en ese catálogo estaba el biscopio, y si el que yo buscaba pertenecía también a la tecnología bélica, el siguiente paso era armarse de paciencia y ver una por una las imágenes de ese inmenso catálogo en espera de que se presentara alguna analogía visual. Lo recorrí metódicamente, desde el principio: es tan copioso que se divide en subpáginas, cada una con un cúmulo de “productos” (en cada uno la imagen, una breve descripción en italiano y el precio en euros): una interminable sucesión de uniformes, cascos, medallas, armas, insignias, mapas, accesorios...
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Y en efecto apareció, por fin, el objeto ulterior del rastreo: “Telemetro per Artiglieria da Campagna - Lotto n. 1121 - Asta n. 35”:
Aunque coincidía en dimensiones con el que encontré en aquella bodega, poseía infinidad de detalles de que éste carecía; la imagen sólo presentaba un ángulo, pero las similitudes bastaban para la certeza: el nombre buscado era “telémetro óptico para artillería de campo de batalla”. La comparación de esta fotografía con el aparato usado en Reflejos confirmó el hecho de que este último era, en efecto, de utilería: parecía casi nuevo y no tenía en el interior el sistema óptico de los telémetros. Dicho de otra manera: no se veía nada al aplicar los ojos en su mirilla doble. Evidentemente había sido usado para alguna película con tema bélico, y aún así sorprendía la calidad de su hechura: aunque no tenía ni el sistema óptico ni los detalles exteriores del telémetro “real”, era un objeto hermoso y hecho con refinamiento.
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Los datos aportados por el catálogo respecto al Telemetro per Artiglieria da Campagna eran concisos: “Precio estimado: entre 400 y 600 euros. Periodo: Alemania, Segunda Guerra Mundial”. Lo que había detrás del nombre era explicado por una enciclopedia:

Se llama telémetro a un dispositivo capaz de medir distancias de forma remota. El telémetro óptico (que es el que se utilizaba en la Segunda Guerra Mundial) consta de dos objetivos separados una distancia fija conocida (base). Con ellos se apunta a un objeto hasta que la imagen procedente de los dos objetivos se superpone en una sola. El telémetro calcula la distancia al objeto a partir de la longitud de la base y de los ángulos subtendidos entre el eje de los objetivos y la línea de la base. Cuanto mayor es la línea de la base, más preciso es el telémetro. Los telémetros mórficos se basan en cálculos mediante el uso de la trigonometría y se han venido utilizando en sistemas de puntería para armas de fuego, topografía y fotografía, como ayuda para el enfoque.
Pronto la carrera tecnológica superaría a los telémetros ópticos por medio de los ultrasónicos (que funcionan con ondas electromagnéticas de radio-frecuencia) y, sobre todo, de los dotados con láser, como este:










Así pues, aquel objeto tenía una “utilidad” en tecnología militar y específicamente bélica, puesto que su “apertura de mirada” no tenía otro objeto que localizar y afinar la puntería sobre blancos enemigos.
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Todo se resolvió una vez encontrado el nombre. De este modo di, en otras páginas, con otros “modelos” de telémetros, como este usado en Stalingrado en la Segunda Guerra Mundial:
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Puede observarse en la fotografía su diseño en camuflaje, cuyo evidente propósito era evitar que el telémetro se convirtiera, paradójicamente, en un blanco (como sucedería si hubiera sido como el “mío”, que era de metal dorado y pulido, y por tanto reflejaba todo rayo de luz).
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Un coleccionista de fotos de guerra aporta dos imágenes en que puede verse a los soldados alemanes utilizando el telémetro, también en Stalingrado, en 1942:
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En ambos casos resulta notable el que los soldados lo usan sin tripié; probablemente en las dos fotografías se trata de apuntar a blancos móviles, o se debe al hecho de que estos pelotones debían moverse constantemente.
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Pero todo esto se refiere al “telémetro portátil”, cuyo rango es posible calcular en unos mil metros como máximo. Debido precisamente a que “Cuanto mayor es la línea de la base, más preciso es el telémetro”, existieron otros, aquejados de gigantismo, que ya no eran portados por un soldado sino en los que éste se metía de cuerpo entero. En la siguiente foto puede verse el modo en que el telémetro fue agrandado para incrementar asimismo su rango hasta 30 mil metros en batallas navales. Era, pues, una parte sustancial del diseño de los acorazados:
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En otra foto puede apreciarse el telémetro como una especie de tótem en la cubierta del célebre acorazado alemán Graf Spee, uno de los más temidos en el principio de la Segunda Guerra Mundial:
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Sesenta años más tarde, ese mismo telémetro del Graf Spee, de 27 toneladas de peso y doce metros de longitud, pudo apreciarse en el puerto de Montevideo, aislado ya del buque al que una vez estuvo sujeto y con muy poco deterioro:

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La historia de cómo llegó ahí es interesante. El Graf Spee era uno de esos “acorazados de bolsillo” que Alemania construyó respetando la decisión internacional según la cual ningún barco fabricado por astilleros alemanes podía superar las diez mil toneladas de peso total. Tenía 180 metros de largo, motores diesel de alta potencia (podía alcanzar 26 nudos en altamar) y estaba equipado con seis cañones de 280 milímetros (con alcance de 28 kilómetros) y ocho de 150 milímetros (además de armamento antiaéreo, seis tubos lanzatorpedos de 500 milímetros y dos hidroaviones), todos ellos guiados por el enorme telémetro que les permitía apuntar con una imbatible precisión.
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El capitán, Hans Langsdorff, era temido por su eficacia destructora y a la vez respetado por su honorabilidad: ningún tripulante de los numerosos barcos mercantes hundidos por el Graf Spee había muerto en los ataques (Alemania había movilizado la guerra al Océano Atlántico con el fin de evitar que, desde Estados Unidos, llegaran armas y alimentos a Inglaterra y a los países que resistían a la invasión germana).
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En diciembre de 1939, a unas 280 millas de Punta del Este, Uruguay, el Graf Spee fue atacado por tres poderosos cruceros ingleses y estuvo a punto de hundirlos, pero en lugar de rematarlos Langsdorff prefirió tomar rumbo a Montevideo para reparar los daños de su nave. Uruguay, país neutral, se negó a que las reparaciones fueran efectuadas ahí. A la vez, espías británicos engañaron a los alemanes y los hicieron sentirse seguros de su posición; sin embargo, cuando el Graf Spee salió del puerto se vio rodeado por destructores, cruceros y un portaviones. El 17 de diciembre, Langsdorff dejó en tierra a la mayoría de los miembros de la tripulación (cerca de mil hombres) y llevó el buque a unas millas de la ciudad; ahí dinamitó el acorazado con objeto de hundirlo para que no cayera en manos enemigas. Luego de esto Langsdorff se dirigió a Buenos Aires y el 20 de diciembre se suicidó, atormentado por los errores estratégicos que lo habían llevado a perder su nave.
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Durante seis décadas el acorazado permaneció en el fondo del Río de la Plata, hasta que dos de sus partes fueron rescatadas y exhibidas: una enorme águila nazi que actuaba como mascarón de proa y el no menos aparatoso telémetro de 27 toneladas. A diferencia de otras recuperaciones de naves sumergidas, el estado de conservación de ambos fragmentos era excepcionalmente bueno precisamente porque se hundieron en aguas dulces.
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Y viendo esa foto del puerto de Montevideo cabe preguntarse: ¿cuántas personas de finales del siglo XX que lo vieron ahí exhibido conocían los antecedentes y raison d’être de ese singularísimo objeto, cuántos lo vieron como un “monumento” o “escultura vanguardista”, y cuántos pudieron evitar la sensación de que en sí era la más extraña de las naves?
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El principio del telémetro es el antiguo método matemático de la triangulación, con el que desde tiempos remotos se han medido distancias sobre la tierra lo mismo que distancias astrales.
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Si se conocen en un triángulo un lado AB y dos ángulos, alfa y beta, es posible hallar, primero, la distancia de A hasta C y de B hasta C, y luego el ángulo bajo el que se ve desde C la distancia AB (paralaje).

Esta es la representación de un telémetro óptico usado en cámaras fotográficas (usamos la descripción y las imágenes de la enciclopedia técnica):
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En esta imagen puede notarse que sólo la visión de uno de los ojos es desviada por medio de espejos. En el alteroscopio, esto sucede a la visión de cada uno de los ojos:

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Sobre todo después de averiguar el “uso real” del enigmático aparato que llegó a Reflejos por azar, el misterio de fondo permanece. Todo es susceptible a una lectura metafórica; dicho de otra manera, todo es metáfora. ¿A qué apunta la metáfora del alteroscopio, y el hecho de que en su figura estuviera implícito un regusto bélico, una oscuridad de tal magnitud, un touch of evil (para usar el título de Welles)? Pero aún las mayores y más rotundas tinieblas son parte de la luz, desde el momento en que la metáfora es en sí un recurso de la poesía para abrir la mirada. Basta recordar lo que Tomás Segovia nos ha hecho ver: la suma de luz y oscuridad es luz en sí misma. Y aquí justamente no queda sino recordar aquel otro dictum de Segovia: acaso la guerra se nos dio no para aprender a vencer, sino para aprender a vencerla. De igual manera, el alteroscopio, forma trascendida del “telémetro óptico para artillería de campo de batalla”, es acaso una metáfora de la necesidad de vencer nuestra ceguera socialmente autoimpuesta.
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Otra metáfora radica en la imagen del telémetro del Graf Spee sumergido en un río durante décadas hasta que fue rescatado y exhibido. Resulta casi inevitable relacionar esto con aquella sentencia de Horacio (Epístolas, II, 1, 40): “Diferir la afinación de la propia conciencia es imitar la simplicidad del viajero que, encontrando un río en su camino, aguarda a que el agua haya pasado. El río corre y correrá eternamente”. Lectura metafórica: un símbolo largamente sumergido en el fango que un buen día deja de esperar que el agua pase y emerge para hacer su llamado en la superficie, cara a cara con quienes lo observan.
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Sin duda una clave radica en la mención “Cuanto mayor es la línea de la base, más preciso es el telémetro”. La escala que va del telémetro portátil al descomunal telémetro del Graf Spee no termina ahí. Por lo demás, la injerencia del método pitagórico de la triangulación permite comparar ese uso bélico del telémetro con una computadora gigantesca que se usara únicamente para hacer sumas con números de dos cifras. Hay algo más que convierte al telémetro (aparato para llevar la vista más lejos) en un alteroscopio (método para contemplar a lo otro).
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En el usuario del telémetro manual la distancia entre sus ojos (aproximadamente diez centímetros) se multiplica por ocho; en el operario del telémetro gigante, por ciento veinte. Muy bien puede entonces abordarse el terreno de la ciencia-ficción, pero no el 95 por ciento de este género denunciado por Theodore Sturgeon como basura, en el cual toda nave espacial humana (space ship) es un crucero de guerra (battle ship), sino ese restante cinco por ciento en donde el acento se coloca ya no en la destrucción brutal sino en la constante construcción de lo humano. Así, es posible imaginar una enorme nave que es en sí un alteroscopio: ya no un operario sino toda una tripulación va en su interior en busca de abrir la mirada. La distancia entre los ojos de cada tripulante se ha ampliado tanto, que bien puede decirse que en esa nave viaja una mirada humana ulterior en busca de reciprocidad del universo.
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sábado, 5 de diciembre de 2009

Alteroscopio (primera parte)

DGD: Redes 94, 2009

[Los guiones de Pedro Miret para los cinco episodios de la película Historias violentas estaban más o menos desarrollados, pero el menos trabajado era el que me tocó dirigir, inicialmente llamado Pent-house. Puesto que se limitaba a una mera situación y dos personajes (un playboy que invita a su departamento a una muchacha a la que pretende conquistar, con un final “inesperado” y de una ironía más bien burda), había que buscarles una dimensionalidad. El espacio había sido bellamente ambientado por Tere Pecanins en estilo art déco y ella había colocado varios espejos en angulaciones irregulares; toda la puesta en escena surgió de este elemento, que no sólo dio al episodio su nombre definitivo, Reflejos, sino que dio hondura al protagonista: lo imaginé como un hombre que, obsesionado por la mirada, tiene, además de los espejos, una colección de instrumentos y accesorios relacionados con ella: binoculares, microscopios, lupas, linternas mágicas... Durante la preparación, y mientras seleccionaba esos objetos, encontré en una bodega de utilería un aparato colocado horizontalmente sobre un tripié: era un cilindro metálico de buen tamaño con una mirilla a mitad de uno de sus lados (si mentalmente lo cortamos de manera longitudinal) y dos lentes en los extremos del otro. Supuse que tendría algún uso práctico en ingeniería o topografía (y esto sólo por su remota semejanza con un teodolito), pero de inmediato intuí en él un objetivo muy distinto, adiviné su nombre y lo convertí en la pieza central de la colección del protagonista de Reflejos (Pedro Armendáriz). Cuando éste intenta describirlo a su misteriosa invitada (Alma Muriel), le comenta: “Dicen que al aumentar la distancia entre los ojos, la mirada se abre. Se llama alteroscopio, lente para mirar de otra manera. Yo nunca lo he comprendido”. En algún momento pensé incluso que así debía llamarse el episodio: de tal manera el alteroscopio se había vuelto central. Hice diagramas de su funcionamiento e incluso imaginé la forma en que había llegado al personaje: éste habría leído la descripción del alteroscopio en un libro escrito por un óptico esoterista (seguramente un discípulo de Athanasius Kircher); lo habría hecho fabricar, lo colocaría en la terraza de su pent-house, a diario miraría el paisaje a través de él con una interminable sed de abrir la mirada (esta es la primera escena del episodio). Entre las abundantes notas que acumulé para intentar comprender tanto ese aparato como la necesidad metafísica que había detrás de él, está el texto que incluyo a continuación.]
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Ver de otra manera no es imaginar.
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Imaginar, entre otras cosas, es ver con los ojos cerrados, o con los ojos del alma, o con los ojos del espacio.
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Disímil es ver un dragón e imaginarlo, pero esta diferencia no queda en el nivel de lo real-irreal, verdadero-falso, material-inmaterial, sino en el nivel de la imagen: la que se fuga (como toda imagen) o la que se imagina a sí misma.
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Imaginar no es “hacer real”, sino captar otro registro de lo real. Precisamente ese que nos hace reales.
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Ver de otra manera es también tener acceso a otro registro de lo real, pero no es “imaginar”, que significa “crear una imagen”.
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Imaginar no es ver de otra manera, pero ver de otra manera es en cierto modo imaginar.
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Si la imagen “imaginada” es un reflejo interno de las cosas externas, resulta entonces imprescindible cerrar los ojos para “imaginar”, como lo es para “ver”.
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Una cosa mirada y luego imaginada con los ojos cerrados responde a una sucesión: ahora la cosa, ahora la imagen de la cosa.
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Ver de otra manera elimina lo sucesivo y opta por lo ubicuo: la cosa es imaginada al mismo tiempo que se mira; dicho de una forma más concisa, es la cosa imaginándose a sí misma.
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Ver de otra manera es ver con la cosa, completar la mirada de los ojos con aquella de la cosa sobre sí (e intuir una tercera sobre ambas miradas).
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Ver de otra manera es colocarse antes de la pregunta ¿qué es? (¿qué es lo mirado, lo imaginado?). Preguntar es ver la cosa desde la pregunta, no desde la cosa.
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Pero aún falta algo en esa “otra mirada”: los ojos que ven la cosa y la cosa misma mirándose no son, ni con mucho, la totalidad que conforma la “otra mirada”; falta un tercer elemento: la Mirada per se.
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No la de los ojos hacia la cosa o de ésta hacia sí misma, sino la mirada pura, sin que para concebirla sea necesario hacerla depender de un mirador y un mirado.
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Ver de otra manera es ser la Mirada Ulterior.
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