sábado, 26 de diciembre de 2009

Alteroscopio (tercera parte)


DGD: Frontispicio 7, 2001
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Visión focal y visión periférica
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La metáfora del alteroscopio toca todos los territorios, incluso el de la fisiología humana. El campo de la visión equivale a un círculo igual a la forma del ojo; ese campo perceptual también puede ser representado como un blanco de tiro compuesto por círculos concéntricos: en el centro reposa la atención, mientras que lo captado en los demás círculos suele desatenderse. Esta forma de mirada es típica de Occidente y se conoce como “visión focal” (o “foveal”): en todos los momentos de su cotidianidad, el individuo usa el punto focal para concentrarse y notar los detalles de lo que tiene frente a sí; al mismo tiempo ignora el resto de su mirada: lo que captan los restantes círculos concéntricos se mantiene en el nivel subconsciente.
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La otra forma de mirar, conocida como “periférica” (o “ambiental”), es característica en Oriente (como lo muestra de modo apabullante la gráfica oriental): sin perder la concentración en el centro del “blanco de tiro”, los orientales mantienen consciente lo que abarcan los restantes círculos concéntricos de su mirada; dicho de otra manera: se concentran en la parte pero no ignoran ni desatienden el todo, sabedores de que la periferia de la visión recibe el panorama completo de lo que sucede frente a los ojos —es decir, alrededor del punto de concentración.
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La visión periférica usa distintos receptores de luz en la retina y diferentes conductos nerviosos en el cerebro, y de ahí la radical diferencia de mentalidades entre pueblos que por tradición usan desde siempre la visión periférica, y otros que desconocen (o fueron despojados de) esa tradición. Recientes estudios indican que mientras la visión focal (consciente) hace esfuerzos por reconocer objetos e identificarlos, la mirada periférica (subconsciente) realiza una gran actividad constante y sin esfuerzo, sobre todo regulando los mecanismos de la orientación y la localización espacial.
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Un fenómeno asociado a la visión focal es el tiempo de “lectura”: se requiere ver durante un cierto tiempo para llegar a percibir (sucesividad); esto no parece inherente a la visión periférica, para la cual ver es percibir (simultaneidad). Otro fenómeno característico de la mirada focal es el monólogo interno: el individuo occidental, acostumbrado a concentrar la atención únicamente en el punto central de la visión, mantiene un constante flujo de pensamientos azarosos; se habla mentalmente todo el tiempo, casi diríase que en un intento subconsciente de subsanar la pérdida del resto de la mirada. A este respecto no puede olvidarse la definición que don Juan Matus transmitiera a Carlos Castaneda: el monólogo interno de los hombres crea el mundo, define la realidad.
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La percepción alteroscópica
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Ciertos occidentales que se han percatado de la pérdida inherente a la mirada focal (generadora de lo que podría llamarse una realidad focal), proponen una serie de ejercicios para restaurar la visión completa; el alteroscopio es precisamente eso: un ejercicio de restauración de la mirada completa. Uno de los más significativos resultados de estos ejercicios radica en que el monólogo interno disminuye y hasta desaparece cuando se usa de modo consciente la visión periférica. Por su parte, algunos practicantes de la medicina alternativa comprueban, en quienes desarrollan la mirada periférica, una disminución de las enfermedades ocasionadas por el stress y la angustia. Otros “restauradores de lo periférico” van más allá y postulan que lo mismo sucede con los restantes sentidos: existen también un oído, un gusto, un tacto y un olfato periféricos. Un individuo que aprende a restablecer la conciencia de su visión periférica es también capaz de extender sus otros sentidos hasta formar en torno a sí una especie de capullo sensorio (bien podría llamarse percepción alteroscópica) que aprecia el mundo de una manera difícilmente imaginable por Occidente.
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La fisiología occidental ha tenido que aceptar (aunque con la proverbial lentitud) que la visión focal está asociada con el sistema nervioso simpático —la parte involuntaria o autónoma que se encarga de la actividad, la adrenalina y el stress—, mientras que la visión periférica tiene que ver con el sistema nervioso parasimpático —relacionado con el relajamiento, la paz interna y el equilibrio de la salud. La visión periférica es innata en la culturas antiguas; así, los recolectores-cazadores usaban (y aún usan) esta mirada para detectar a la presa sin tener que mover la cabeza y por tanto delatarse. Ella es también esencial en las artes marciales: el atleta permanece inmóvil mirando fijamente los ojos del adversario y sin embargo está consciente de cada movimiento del cuerpo entero de éste: lo abarca “de un solo golpe de vista”, es decir sin tener que mover los ojos y concentrar la mirada en una u otra parte del cuerpo del otro. La milenaria técnica del samurai reposa en esta forma de mirada-conciencia abierta.
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En Occidente una tal forma de percibir sólo se desarrolla en pequeños núcleos, por ejemplo los pilotos de avión que captan las informaciones del tablero de control en una sola “ojeada”, o bien los deportistas: un jugador que sigue “de reojo” el desempeño de sus compañeros, sin tener que volver la cabeza, está usando la visión periférica. Según ciertas disciplinas alternativas, el desarrollo de esta forma de mirar permite percibir las auras a simple vista. En otras, como la oftalmología, el concepto de “visión baja” o defectuosa se ha corregido para incluir aquella que no ha incorporado la total recepción de las imágenes del mundo; la visión de una persona puede ser óptima, pero aún así estar muy lejana de lo que se llama “visión amplia” (widesight). En psiquiatría se estudia el “campo visual subconsciente de alerta”, más allá de los campos estrechos (o totalmente extintos) de la visión deteriorada.
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Por su parte, el neurofisiólogo Vilayanur Ramachandran ha investigado lo que llama “visión ciega”, una extraña condición en la que una persona despojada de la vista parece experimentar una conciencia de ciertos objetos que sólo podría provenir de la visión. Con base en estas experiencias, Ramachandran propone que el humano tiene en realidad dos distintos métodos cerebrales para procesar la información visual. Uno es el más común, centrado en la vía al tálamo (acaso es a esto a lo que don Juan Matus llama tonal); el otro, más “primitivo” (que, en términos de don Juan, correspondería al nagual), es visto como la permanencia de un más temprano estadio de la mirada, que no ha desaparecido del todo y se manifiesta en casos tan raros como el de la “visión ciega” (o, podría agregarse, el de la experiencia de los brujos). Es la mirada “vestigial” (es decir, desarrollada imperfectamente). Según Ramachandran (Phantoms in the Brain, 1998), muy temprano en la vida el individuo es educado para ajustar sus sentidos visuales según el método talámico; esta vía le permitirá ver el mundo como “lógico” y compartir las experiencias (es decir la “realidad visual”) de sus semejantes, como respuesta a la experiencia visual.
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¿Qué tanto oro hay en nosotros?
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Ya en 1907 el psicólogo Pierre Janet explicaba en The Major Symptoms of Hysteria:
Tenemos dos visiones: la central, que es precisa y atenta, y la periférica, que es vacía y de importancia secundaria. Los histéricos mantienen sólo la primera conscientemente, mientras que la segunda persiste muy inconscientemente. […] Un niño tenía violentas crisis de terror causadas por un incendio, y bastaba mostrarle una pequeña llama para que el ataque comenzara de nuevo. Su campo visual estaba reducido a cinco grados, fuera del cual no parecía ver nada. Sin embargo, yo le podía provocar el ataque con sólo pedirle que fijara sus ojos en el punto central y luego acercando un cerillo encendido por la periferia de su visión, hacia los 18 grados.
Janet dedicó sus investigaciones a una “restauración total de la vista”, convencido de que el punto central de la visión equivale a la conciencia y que la periferia representa al subconsciente. Sus observaciones podrían ser extendidas no sólo a los histéricos (sea cual sea la definición en uso según tal o cual subsistema), sino a todos los individuos de las culturas occidentales, que sufren de una ceguera parcial. No se trata de eliminar la mirada focal, sino de ver también de modo periférico; una vez desarrollada la visión periférica, la focal mejora de modo notable. (Una vez más, la palabra clave es “también”.)
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Si se vuelve a la analogía del blanco de tiro, en el punto central radica el intelecto, la lectura racional del mundo (bien ejemplificada por la acción de leer el lenguaje escrito), mientras que en los círculos concéntricos reposa la intuición, el inconsciente, en distintos porcentajes hasta llegar a los extremos del campo de visión. Una vez más se presenta una graduación: el punto central es exclusivamente sucesivo, secuencial, focal; el último círculo es totalmente simultáneo, ubicuo, ambiental. Al restaurar la visión total, la conciencia se amplía. Se trata de esos ojos desnudos que pueden ver tanto en un cielo estrellado, esos que, al elevarse y permanecer fijos en un punto del cielo, no sólo abarcan toda la bóveda celeste sino que saben que de algún modo ella también los está mirando.
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El legendario alquimista Nicolás Flamel (c.1330-1417) lo expresaba en los términos de su arte de la transmutación: “¿Qué tanto oro hay en nosotros? Si tenemos oro, podremos fabricar más” (El deseo deseado, 1399). Esta es acaso la más feliz expresión de la aparentemente contradictoria certeza manejada por todos los alquimistas: la Gran Obra es un proceso (una decantación), pero también una simultaneidad. Dicho de otra manera: la iluminación coexiste con cada uno de los pasos dados hacia ella. Para la alquimia, el oro es a la vez entendido en sentido literal y metafórico. En sentido literal: no hay oro en la culminación del proceso si no estaba en el alquimista desde el principio. En sentido metafórico: no cabe esperar una apertura de la conciencia si ésta no se hallaba ya plenamente abierta en cada etapa de su desarrollo, aun en la más primitiva, e incluso antes (no hay principio, no hay final).
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Según esta lectura, la iluminación consiste precisamente en acceder a lo simultáneo (lo vertical) en el instante más profundo de lo sucesivo (lo horizontal): un iluminar lo diacrónico con la luz de lo sincrónico, un dejar de “quemar etapas” para verlas coexistir y navegar en ellas sin fin y sin principio, un abandonar la prisión del instante exclusivo —y todos los límites que éste implica— para entregarse a la inconcebible libertad del presente eterno y lo inclusivo. En suma, es un darse cuenta de que el oro —la conciencia expandida— siempre estuvo ahí, tan omnipresente como la luz. No puede olvidarse la definición de la alquimia que dio Fulcanelli: “el arte de la transmutación de la materia por el poder de la luz”.
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Estereogramas
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El alteroscopio, en tanto metáfora, invita a ver el mundo como a aquellos “estereogramas” que tuvieron un fugaz auge a mediados de los años noventa, esos dibujos abstractos formados por computadora ante los que, si uno lograba concentrarse y “acomodar los ojos” de cierta forma, al cabo de un tiempo podía entrar en ellos y descubrir imágenes en tercera dimensión.
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La técnica del estereograma se basa en la noción de que el ojo derecho y el izquierdo ven las cosas de una manera ligeramente distinta, debido a que cada uno observa desde su propia perspectiva: de ahí la mirada en tercera dimensión y el “enfoque”. Ello se comprueba al ver un objeto cerrando un ojo y luego verlo cerrando el otro. El estereograma es la fusión de dos fotografías de un mismo objeto, tomadas con la misma distancia que existe entre un ojo y el otro. Se “entra” a la imagen cuando se logra que cada ojo mire la fotografía que le corresponde: el cerebro hace la fusión.
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Hubo personas para quienes era espontáneamente muy fácil acomodar los ojos con objeto de ver las imágenes en tercera dimensión escondidas en esos diseños abstractos aparentemente planos; sin embargo, para otras personas ello resultó extremadamente arduo y a veces imposible: jamás pudieron entrar a los estereogramas e incluso pusieron en duda el hecho de que hubiera algo ahí, en el fondo de la imagen. Pero el que haya sido fácil para algunos no demuestra que deba ser fácil para todos, ni el que haya sido imposible para otros prueba que esas imágenes fundamentales no existan.
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El término “entrar” es, desde luego, metafórico, pero en más de un sentido actúa también de manera literal, como muestra la experiencia asombrada de quien lograba “acomodar los ojos”: en el primer instante no sólo sintió estar viendo algo, sino haber entrado en ese “algo” y participar directamente de ello; más que "descubrir" una imagen oculta, se supo parte del súbito despliegue en tercera dimensión de algo que sólo parecía poseer dos dimensiones. Aunque después la sensatez y la lógica le dijeran que “era sólo un truco óptico”, en aquel instante de alborozo supo, más allá de toda necesidad de certeza, que abrir la percepción es abrir el mundo.
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La pregunta es entonces, ¿qué sucede cuando se aumenta la distancia que hay entre los ojos? Quien observa a través del alteroscopio obedece a la intuición de que si acomodara los ojos de cierto modo, podría entrar en la imagen del mundo y mirar con ella.
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(Ejemplos de estereogramas y una buena introducción a ellos pueden verse haciendo click aquí.)
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