miércoles, 25 de mayo de 2022

Creer (IX)

DGD: Postales, 2021.

 

Lo más importante y lo más difícil es creer; porque si crees de verdad, todo se cumple, pero creer sinceramente es muy difícil. No hay cosa más difícil que creer apasionada, sincera y silenciosamente...

Andrei Tarkovski: Martirologio

 

¿Por qué no hay cosa más difícil? Con total exactitud Tarkovski señala el creer común, que carece de verdadera pasión, es hipócrita y se basa en hacer ruido.

 

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En una carta de 1864 Carroll recomendaba: “La próxima vez no te des tanta prisa en creer; te diré por qué: si te pones a creerlo todo, se te agotarán los músculos mentales, y entonces te quedarás tan débil que no serás capaz de creer en las verdades más sencillas”.

          ¿Qué es creer? ¿Por qué es tan importante y por qué el hombre no puede hacer nada si no cree primero en lo que hace? ¿Por qué el creer depende de los músculos mentales (y no de los “músculos cordiales”, si de musculatura debe tratarse la metáfora y no de espíritu)?

          ¿Qué hace A cuando pregunta a B “pero ¿de verdad crees en lo que dices?”? ¿A le pide creer para que B sea responsable de lo que dice y hace, o A espera probar que B se equivoca usando como demostración precisamente lo que B cree, de tal manera que cuando sea demostrado que B se equivoca no sólo se equivocará en lo que dice y hace, sino sobre todo en lo que es (o cree ser)?

          En 1897, William James difundió las premisas del pragmatismo en un libro llamado, misteriosamente, La voluntad de creer. Parece indudable que creo lo que soy y soy lo que creo, en el sentido de soy aquello en lo que creo. Curiosa la similitud, en la lengua española, entre creer y crear. Sólo en este idioma puede formarse un juego de palabras tan inquietante como ¿qué creo cuando creo?

 

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Creer es un ejercicio: ¿para desarrollar aquellos “músculos mentales” que Carroll señalaba, lo cual equivaldría a un simple fisicoculturismo, o más bien para danzar, que implica afinar y sutilizar (“si te pones a creerlo todo, se te agotarán los músculos mentales”)?

 

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Quien piensa (quien cree) que el lenguaje es una herramienta de precisión, se equivoca. Para usar una palabra debo creer en lo que creo que significa. Las academias de la lengua comienzan recomendando y terminan legislando qué debe creerse que cada palabra significa. La dramaturgia es otra muestra perfecta: cuántas veces oímos en muy distintos personajes frases como “No sé en qué creer” o “¿Qué crees que significa?”. La ambivalencia está en cada palabra, y para no caer en la biblioteca de Babel, primero me fijo en qué y cómo creen los demás y luego asigno operativamente a las palabras el significado que sólo entonces me parece creíble (confiable). ¿Actúo del mismo modo ante la realidad en conjunto?

          Aun en el caso de que yo elija creer algo distinto de —o incluso opuesto a— lo que los demás creen, sigo usando el sistema, la mentalidad, la codificación más íntima que usan todos. No hay otro sistema, otra mentalidad. No parece haber más que una única codificación, que se presenta siempre un paso antes de cualquier paso que yo intente dar.

 

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Agnosticismo

 

Era increíble, pero quizá sólo lo increíble podía creerse. Quizá la verdad era siempre mentira.

Ralph Ellison: El hombre invisible

 

Una sorprendente definición de agnóstico oída al azar: “Es alguien que quisiera creer pero no puede”. De esa misma tónica tendenciosa se desprenden las definiciones de religioso: “Alguien que puede creer”, y de ateo: “Alguien que puede no creer”. El creer es evidentemente un poder.

          Sin embargo, de acuerdo con el celebérrimo argumento teológico podrían establecerse cuatro opciones:

 

1) quiere y puede creer; 2) quiere creer y no puede; 3) no quiere pero puede creer; 4) no quiere y no puede creer.

 

          La frase original es manipuladora y falsa. Un agnóstico bien podría decir como en la saga Dune de Frank Herbert: “Mis ojos pueden verlo, pero mi mente se rehúsa a creerlo” (My eyes can see it, but my mind refuses to believe). Hay un vacío entre los ojos y la mente, y no es sino a ese vacío al que el creer intenta llenar.

 

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Amo.— Pero ¿qué demonio de hombre eres tú, Jacques? Crees acaso que... Jacques.— Ni creo ni dejo de creer.

Denis Diderot: Jacques el fatalista

 

Creer tiene que ver con confiar. No podemos hacer nada si no confiamos de alguna manera en lo que hacemos, en el porqué lo hacemos y en que lo que hacemos es real. Con-fío: doy mi fianza, colaboro para que haya un porqué de lo que hago, y el porqué hace real a mis acciones. Pero hay mucho más que con-fiar en el creer. Mi fianza no sirve de nada si no se une a las de los demás. Entre todos damos fianza a la realidad (creencia), al lenguaje que la define (credibilidad) e incluso a la divinidad que necesitamos creer (o no creer) detrás de ello (fe).

          Por eso no importa en absoluto en qué creamos mientras hagamos el ejercicio de creer. Las creencias son pretextos para la fe. Son coartadas de la fianza. No es que yo no pueda hacer nada si no creo en lo que hago, sino que hago lo que hago —cualquier cosa que esto sea— para que esa nada se haga. ¿Es eso a fin de cuentas el poder? Espléndidamente lo dice Antonio Porchia: “No hago nada y no sé cómo, pues cuando quiero no hacer nada, no sé cómo hacer”.

 

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[Leer Creer (X).]

 

 

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