miércoles, 12 de mayo de 2010

Alteroscopio (sexta parte)


Los ojos de Ray Milland: primera imagen de X (Roger Corman, 1963).
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El protagonista de Reflejos, eficientemente encarnado por el actor mexicano Pedro Armendáriz, es un hombre obsesionado por la mirada. Buscando en el cine personajes que compartieran esa obsesión he reencontrado al que es sin duda el más eminente. Su nombre es James Xavier y lo interpreta el actor Ray Milland en la película X, El hombre con ojos de rayos X (X: The Man with the X-Ray Eyes, 1963), dirigida por Roger Corman, un nombre que casi es consustancial a la historia del cine independiente norteamericano.
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Nacido en Detroit en 1926, Corman estudió ingeniería; su territorio, sin embargo, era el cine, y así comenzó su carrera como mensajero en la compañía 20th-Century Fox. Con el tiempo llegó a ser analista de historias para otros estudios, luego productor y guionista, y finalmente debutó como director en 1955. A partir de entonces y hasta su retiro oficial en 1971 (que sólo rompió en 1990 para dirigir su película económicamente más ambiciosa, Frankenstein Unbound), dirigió más de medio centenar de películas, a veces seis o siete por año, rodando a gran velocidad y por lo general en sets usados por producciones mayores.
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Conocido como “el rey del cine B” (o de bajo presupuesto), aún mantiene el récord del más breve periodo de rodaje para un largometraje en 35 milímetros: dirigió la versión original de The Little Shop of Horrors (1960) en dos días y una noche, y no son infrecuentes en su filmografía las películas que rodó en menos de una semana. Casi todo lo que hizo tiene su sello, que asombrosamente combina lo comercial con lo crítico, lo sensacionalista con lo subversivo. En Hollywood —he aquí la paradoja que lo define— Corman ha sido a la vez el mayor outsider y el más fiel representante del aparato industrial.
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En los primeros años de la compañía independiente American Releasing Corporation (luego American International Pictures, AIP), Corman fue su principal artesano en las áreas de producción, dirección y distribución. Usualmente esta compañía le daba por adelantado una cierta cantidad en efectivo y una campaña publicitaria, y a veces solamente un título, para que él inventara las historias, mandara escribir los guiones y produjera las películas.
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Por lo general, si tenía que rodar en alguna locación, procuraba filmar una segunda película ahí mismo para bajar los costos. De ahí que se convirtiera en un factótum experto en la diversidad y casi en la simultaneidad: en ese tiempo lo normal para él era tener al mismo tiempo un filme en post-producción, uno en rodaje y otro en preparación; de este modo llegó a trabajar en cinco filmes a la vez, todo esto en un periodo que comienza en 1959 y se desacelera hacia 1964.
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Al principio de los años sesenta sus presupuestos crecieron (aunque nunca al nivel de los presupuestos para los más baratos filmes de los estudios ortodoxos hollywoodenses) gracias a una maniobra en la que apostó el todo por el todo: AIP le había cedido el ya usual presupuesto para que hiciera otro de sus largometrajes dobles en blanco y negro; Corman planteó una contraoferta: usar esa cantidad para rodar un solo filme en color y en Cinemascope y, además, con un tema que en nada parecía atractivo para la taquilla en esos momentos: la producción de House of Usher (1960), basada en el texto de Edgar Allan Poe. AIP terminó por aceptar a regañadientes el enorme riesgo. El inesperado éxito en taquilla fue excepcionalmente acompañado por algo que esta productora (definida como fábrica de basura de consumo) nunca había tenido: aceptación de la crítica “seria”. Así comenzó lo que se conoce como “la serie Poe” de Corman, con repartos integrados por actores del cine clásico de horror, como Vincent Price, Boris Karloff, Peter Lorre o Basil Rathbone.
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En este proceso Corman visitó todos los géneros y se las arregló para formar un grupo de colaboradores que mantuvieran un nivel técnico adecuado (y hasta óptimo, como en la “serie Poe”) a pesar de la rapidez de la hechura; a la vez apoyó a entonces jóvenes cineastas como Coppola, Scorsese, Demme, Cameron, Bogdanovich, John Sayles, Ron Howard, Joe Dante, y a actores como Jack Nicholson o Robert De Niro. Corman se retiró en 1971 para concentrarse en la producción y la distribución a través de su compañía, New World (más tarde Concorde), en la que sostenía su famosa estrategia de hacer filmes de muy bajo presupuesto y temas sensacionalistas (exploitation films) y usar las ganancias en la distribución de películas de arte que de otra forma serían ignoradas en Estados Unidos (filmes como Amarcord de Fellini, Gritos y susurros de Bergman, El tambor de hojalata de Schlöndorff, El planeta fantástico de René Laloux, Mi tío de América de Resnais, Lumière de Jeanne Moreau, La historia de Adèle H. de Truffaut, Dersu Uzala de Kurosawa, etcétera).
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En un momento en que el éxito tanto monetario como crítico lo rodeaba gracias a la “serie Poe”, y en su etapa de más intensa actividad, Corman rodó la que sería su película más personal: X: The Man with the X-Ray Eyes, que dirigió entre dos de sus adaptaciones, una de Lovecraft, The Haunted Palace (1963), y otra de Poe, The Masque of the Red Death (1964).
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En la banda sonora de comentarios del DVD de X, grabada cuatro décadas más tarde, Corman declara: “Algunos críticos han notado que todas mis películas muestran una obsesión por la mirada, y que los anteojos oscuros son casi infaltables en mis personajes. De esa manera se explica que tarde o temprano quisiera hacer una película como X”. Así pues, pidió a su amigo el guionista Ray Russell que desarrollara lo que no era en principio sino una más de las historias psicodélicas de Corman, en este caso protagonizada por un saxofonista ligado a las drogas psicotrópicas; de ese modo pretendía reunir al jazz con una búsqueda metafísica en torno al sentido de la vista. Sin embargo, en el proceso se dio cuenta de que carecería de toda seriedad atribuir a las drogas las visiones del personaje, y optó entonces por la figura de un científico, de mayor edad, que busca la mirada de los dioses.
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Cuando se dio este cambio de protagonista, Corman pensó de inmediato en Ray Milland, un actor consagrado que había recibido un premio de la Academia hollywoodense por su trabajo en The Lost Weekend (1945) de Billy Wilder, y con quien Corman había trabajado ya en una de sus adaptaciones de Poe, Premature Burial (1962). Milland leyó el guión de X y se entusiasmó; tiempo después declaró que sólo dos películas de su propia filmografía lo habían realmente satisfecho: The Lost Weekend y X. En ambas su trabajo resulta una virtuosa mezcla de pathos y fuerza trágica.
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El protagonista de X es, en efecto, un científico, James Xavier; éste, indignado por el hecho de que el ojo humano sólo puede captar menos de una décima parte del espectro luminoso (“¡Somos virtualmente ciegos!”, exclama), desarrolla un suero que, aplicado en gotas, incrementa la longitud de onda en la percepción visual. La primera prueba es realizada en un mono: tras serle administradas unas gotas en los ojos, el animal resulta capaz de reconocer colores a través de varios paneles opacos. Sin embargo, el mono sigue contemplando, cada vez más sobrecogido... hasta sucumbir debido a una sobrecarga nerviosa. Xavier concluye que esto se debió a que “no pudo comprender o ajustarse a lo que vio”. Una doctora que presencia esto, Diane Fairfax (Diana van der Vlis), formula a Xavier una pregunta que sacude al espectador: “¿Qué fue lo que el animal vio?”.
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Pese a la admonición del oftalmólogo Sam Brant (Harold J. Stone), quien le advierte que “sólo los dioses lo ven todo”, Xavier sigue adelante. A quienes financian sus proyectos científicos intenta hacerles ver lo que busca: “La vida humana está sumida en la oscuridad debido a su falta de visión. La luz es la clave del mañana: excita el ojo, las células nerviosas trasmiten esto al cerebro como patrones de energía. Pero la energía que percibe el ojo es tan débil que se detiene en las cosas sólidas y sólo penetra en la materia cuyas moléculas no están muy ligadas: agua, vidrio... ¡Si los humanos pudieran ver con menores longitudes de onda, con más energía, si fueran capaces de mirar el estallido de energía de la radiación gamma, rayos más pequeños que una simple unidad angstrom, entonces tendrían el conocimiento de los dioses!”.



Dispuesto a averiguar lo que el mono vio, Xavier se administra las gotas y pronto desarrolla una visión de rayos X (tiene marcado su destino, pues, en la letra inicial de su apellido, que más tarde será heredado por el cómic de Marvel X-Men, cuyo primer número apareció el mismo mes y año en que se estrenó la película de Corman): es capaz de ver a través de paredes, ropa e incluso de la piel. No obstante, se halla lejos de conformarse: “Sólo he penetrado la superficie”, escribe en su cuaderno de notas, y procede a la aplicación de una segunda dosis; esta vez, cegado por la luz, termina por desmayarse. Los mecenas de Xavier suspenden el financiamiento, pero decide seguir adelante sin esa ayuda. A medida que usa las gotas, su mirada se incrementa; llega a detectar errores en un diagnóstico médico y, aunque salva la vida de una paciente, es arrojado de la comunidad científica. Obsesionado con obtener el conocimiento de los dioses, ocasiona la muerte accidental de Brant, que intentaba detener el experimento.

Xavier como “Mentalo, el hombre que lo ve todo”.

Perseguido por la policía, Xavier deambula en la mejor tradición de los héroes trágicos y busca refugio en una feria de fenómenos cuyo dueño, Crane (Don Rickles), lo explota por un tiempo como “Mentalo, el hombre que lo ve todo” y luego como curandero. Lo rescata de ese tormento la doctora Fairfax, pero Xavier se encuentra en un estado límite: sus párpados no detienen la luz y es incapaz de conciliar el sueño. Ya no puede limitarse, como todos, a ver sólo la superficie de los objetos: contempla sus estructuras internas. Necesitado de fondos para continuar sus experimentos y encontrar un antídoto a su fórmula, se convierte en un apostador en Las Vegas y gana una buena cantidad hasta que los dueños del casino lo acusan de tramposo.

El efecto acumulativo: los ojos y la visión de Xavier en Las Vegas.

La escapatoria final se inicia con una imagen profundamente simbólica (no será necesario fatigar la filmografía entera de Corman para encontrar aquí su punto central: la humilde, casi invisible y casi involuntaria metáfora que toda esa obra fue el pretexto para traer al reino de las imágenes): Xavier, trastabillando como un ciego, se topa con una cerca de alambre de púas que obstaculiza su camino y, en lugar de retroceder, aferra dolorosamente las púas para cruzar del otro lado. Xavier ha llegado al límite, al penadísimo “no pasarás” de la ciencia lo mismo que de la teología y, pese a todos los sufrimientos y las amenazas, sigue adelante. La similitud es clara con la secuencia final de La Vía Láctea (1968) de Luis Buñuel, en la que un mendigo ciego de nacimiento a quien Cristo acaba de conceder el sentido de la vista, quiere seguir al mesías y de pronto se detiene ante una zanja que no sabe cómo codificar con su nuevo sentido. [Véase en este blog Buñuel: una escala en la percepción humana.] También Xavier tiene un nuevo sentido, o mejor, es el primer ser humano que ha visto el sentido.

Xavier traspasa la cerca de púas.

Su camino lo conduce a una especie de campamento religioso, a donde llega a mitad del sermón de un predicador (John Dierkes), que habla en los previsibles términos de amar a la virtud y odiar al pecado; este sujeto le pregunta: “¿Quieres ser salvado?”, y Xavier responde: “¿Salvado? No. He venido para decirles lo que veo. Hay grandes tinieblas que van más lejos del tiempo mismo, y más allá de la oscuridad, una luz que brilla y cambia. Y en el centro del universo, el ojo que nos ve a todos”. Xavier levanta la mirada, ve a grandes distancias, más allá de las galaxias, y al fin contempla lo invisible. El predicador, horrorizado, sentencia: “¡Ves al pecado y al diablo!”, y agrega: “Pero el Señor nos ha dicho qué hacer”; a continuación le sugiere la única aparente solución posible: “Si tu ojo derecho te arrastra a la caída, sácatelo y échalo lejos de ti” (Mateo 5:29).

La liga entre Xavier y Edipo —así como entre otros personajes míticos fundamentales— se revela cuando el protagonista parece obedecer a esa terrible admonición.

Los ojos de Ray Milland: última imagen de X.

Sin embargo, en la última imagen del filme sus ojos no se ven vacíos (o intensamente negros, como en los momentos anteriores), sino rojos y plenos, esferas en cuyo fondo parecen flotar estrellas. Xavier ha alcanzado lo más recóndito que puede captarse con la vista, y ello consiste en una mirada recíproca. El gran Angelus Silesius supo enunciar mejor que nadie este misterio en uno de los aforismos de su Peregrino querubínico (1657): “El ojo con el cual veo a Dios es el mismo ojo con el que Él me ve”.

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[Leer la conclusión de la sexta parte.]
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jueves, 6 de mayo de 2010

El método

DGD: Figura 8, 2001

[Otro fragmento debido a Urguin Lesula:]
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El método es alargar esos estadios intermedios entre sueño y vigilia, extender esos puentes o nuestra estancia en ellos, ir hacia el sueño pero no llegar del todo, o salir del sueño pero no arribar del todo a la vigilia, instalarse poco a poco en esa longitud de onda, en ese punto intermedio, dejar de verlo como tránsito y asumirlo como un estado tan concreto, autosuficiente y misterioso como son el sueño o la vigilia. Y así, poco a poco, delimitar esos otros dos puentes: del sueño a la duermevela a la vigilia. Y luego entenderlos como nuevos territorios, que por tanto develan nuevos puentes. Vivir en los puentes, o al menos saber situarse en ellos del mismo modo que en las ciudades: vieja enseñanza de ladrones, aduaneros y mendigos.
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martes, 27 de abril de 2010

Espejos: la parvada de imágenes

DGD: Textiles-Serie blanca 3, 2008
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[La Logia de los Vigiliadores ha difundido fragmentos de uno de sus documentos más preciados, que recoge las enseñanzas atribuidas a la legendaria sibila neo-handdarata Urguin Lesula. He aquí uno de ellos:]

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¿Ves la parvada de imágenes que revolotean todo el tiempo a nuestro alrededor? Pesca una de ellas, cualquiera, y comienza a pulirla hasta que se convierta en un espejo. Puede llevarte mucho tiempo esa labor de pulido, pero vale la pena. ¿Y para qué tendría yo que hacer eso?, me preguntarás. Fíjate que uno suele sentirse diferente del mundo, aislado del resto, perdido, muy solo. Pero cuando te miras en un espejo, la imagen que él te da es la de ti mismo sumergido plenamente en el mundo, una más de sus partes, integrado, acompañado. Todo espejo te dice que tu yo no termina en tu piel, y te regala una imagen que ahora, ya libre en cuanto la has mirado, echa alas y se levanta a volar con la parvada. El espejo que has pulido es eso: puente, llave y ala; te sirve para reintegrarte al mundo, para no sentirte tan solo, para ya jamás extraviarte, para revolotear en el cielo, que es la parte más abierta de ti.
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viernes, 16 de abril de 2010

Jodorowsky o los 500 días de (guar)dar

DGD: Frontispicio 9, 2008

La editorial barcelonesa Huacanamo ha publicado un libro de Alejandro Jodorowsky que este artista declara haber esperado tener en sus manos casi toda una vida: Poesía sin fin, su poesía completa.
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El bello y muy cuidado volumen, de 478 páginas, reúne todos los poemarios publicados hasta ahora por Jodorowsky: Imagen del alma, De aquello que no se puede hablar, Canciones, La escalera de los ángeles, Sueños felices, No basta decir, Yo, el Tarot, Solo de amor, Todas las piedras y Pasos en el vacío, además de dos textos inéditos; el libreto teatral Muro de hierro y el poema Ver.
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En el prólogo a Todas las piedras, Jodorowsky describe su fascinación por el haiku japonés, esas formas poéticas que, “en un mínimo de palabras, encierran un inmenso contenido”. Un experimento notable, ligado a la disciplina y el rigor, da origen a este poemario: “Durante 500 días”, comenta Jodorowsky en ese prólogo, “cada mañana busqué escribir, con el mínimo de palabras, un sentimiento o un pensamiento que me ayudara a soportar mejor los embates de ese sueño implacable que llamamos realidad. Sin estas exiguas líneas brillando sobre las tinieblas, no habría podido continuar viviendo. De piedra en piedra me fui forjando un camino en el pantano”.
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El autor prefirió no respetar la tradicional métrica del haiku (tres versos, de 5, 7 y 5 sílabas respectivamente): “Quise ir hacia otra dimensión, me atrevo a llamarla metafísica, liberándome primero de contar las sílabas, para que las palabras se acortaran o alargaran cuanto quisieran. Y, segundo, permitiendo que mi poesía se abriera para dejar entrar en su misterioso seno a la filosofía. Sabiendo que algunos reptiles ponzoñosos son de una belleza sublime, no me conformé con una expresión sólo estética: paso a paso, convertí los pequeños versos en proposiciones éticas, terapéuticas y, en lo posible, iniciáticas”.
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Uno de los hilos que se entretejen en este vasto tapiz es el del acto de dar. La siguiente es una pequeña antología que sigue ese hilo y sus concomitantes: treinta de esas piedras que no sólo dibujan un camino de salvación sino que son, cada una, una Lapis Philosophorum. [DGD]
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4
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No me agradezcas
lo que te he dado
Me ha sido dado
sólo para ti
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7
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Si te pidiera más
te tendría que dar más
y ya no me queda nada
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10
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Lo que te doy
me lo doy
Lo que no te doy
me lo quito
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118
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Cuando logres
el silencio interior
escucharás
el llanto del mundo
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148
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Como un ladrón nocturno
siembro en tierras ajenas
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173
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No te poseo
pero me enriqueces
brillante luna
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203
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Más importante que la luna
el índice que muestra la luna
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212
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El mejor pilar
no sostiene nada
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249
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Te desprendes
de lo que posees
Eres lo que das
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250
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Pobre perdedor
nunca dejas ganar al otro
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264
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Si das ofendes
Pon al alcance
en forma anónima
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266
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Quiero dar
sin saber
lo que doy
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273
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Que mis males
sean sólo para mí
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294
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El infierno no es sufrir
Es el orgullo de sufrir
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295
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Si ahora es útil
ahora es verdad
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327
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Un ciego propone
apagar todas las lámparas
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344
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Mi hogar
es la palabra gracias
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365
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Arrastro como una viuda
las soledades del mundo
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372
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No busques crear
deja crecer
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373
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No critiques
siembra conciencia
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376
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Aunque no sepas
lo que quieres
quieres
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397
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Cuando sufro
no me des como consuelo
tu sufrimiento
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401
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Saber recibir
es dar
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406
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Sacrifico
la parte de mí
que sacrifica
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410
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Cura más que el remedio
la dificultad de obtenerlo
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412
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No puedo cambiar al mundo
pero puedo enriquecerlo
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417
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El problema es pequeño
la solución enorme
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418
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Si no amas todo
¿cómo puedes amar algo?
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469
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A sus órdenes
y prohibiciones
llaman amor
**
**
473
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El alma nacida ciega
se cubre de ojos
que no temen ver
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[Alejandro Jodorowsky: Poesía sin fin, Huacanamo (col. Alambique 4), Barcelona, 2009; 478 pp. ISBN 978-84-937432-4-6.]
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martes, 6 de abril de 2010

Alteroscopio (quinta parte)

DGD: Textiles-Serie blanca 10, 2009
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Se atribuye a Einstein una sentencia precisa: “Sólo hay dos maneras de vivir. Una es como si nada fuera un milagro. La otra es como si todo lo fuera”. Aquella inicial manera es típica del racionalismo occidental (la ciencia lo explica todo, y lo que no explica queda englobado en los “misterios de la ciencia”, y nunca en el misterio sin más); la segunda manera equivale al mundo mismo, apenas uno logra deshacerse de las anteojeras racionales. Por la época en que había creído que las revelaciones de esta investigación habían terminado, el azar, siempre creativo y egregio colaborador, me puso ante los ojos una imagen ante la que habría pasado de largo si no hubiera tenido los ojos entrenados por los hallazgos que he narrado hasta este punto. Si el propio alteroscopio no me hubiera puesto en un determinado camino, sólo habría sido para mí una más entre los millones de imágenes que acumula Internet, encarnación del inconsciente colectivo. Esta es la imagen:
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En ella puede verse a un niño en un entorno árido y deslavado. Su atuendo resulta vagamente militar —¿explorador, boy scout?—: botas, pantalón de montar, chaleco con grandes bolsas, ancho cinturón de campaña, una cantimplora, en la mano derecha una vara que podría ser una fusta. El brazo izquierdo se ve sólo hasta el codo: el modelo parece tener esa mano tras la espalda. El rostro está parcialmente oculto; no puede apreciarse con certeza si sus ojos miran a quien toma la foto o si están dirigidos hacia el extraño aparato ante el cual posa, sostenido por un tripié, y que sólo puede ser descrito como un alteroscopio.
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La magnitud de este hallazgo no hizo sino acrecentarse hasta el infinito cuando busqué el pie de la misteriosa foto. Ahí se develaba escuetamente el año en que había sido tomada, 1914, y la identidad de ese niño: no es otro que José Lezama Lima, el inmenso autor de Paradiso, a los cuatro años de edad.
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La imagen puede verse en esta página, entre otras de la vida de Lezama —de quien, en otra bella simetría, se celebra el centenario de su nacimiento.
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El año indicado concuerda con los elementos que aparecen en esa imagen: es la época en que el padre del poeta, José María Lezama y Rodda, había sido nombrado director de la Academia Militar del Morro en Cuba, y la familia se había establecido en la Fortaleza de la Cabaña. Una vez más aparecen los referentes castrenses: Joseíto —tal como Lezama era conocido en la infancia— posa ante un telémetro de campaña, pero qué diferente es éste de los otros que aparecieron en la búsqueda: parece un modelo aerodinámico, o incluso una escultura expresionista, menos un instrumento de guerra (el telémetro fue perfeccionado en la segunda guerra mundial, pero existía ya en 1914, año de la primera guerra) que un juguete imaginativo y hasta lezamiano, como si en la imagen hubiera sido objetivizado el modo en que el futuro autor de Paradiso contemplaría a un simple objeto de utilidad bélica, transformándolo en otra cosa —o bien profundizando en las apariencias para llegar al núcleo; y en el núcleo de todo objeto, sea cual sea su “utilidad práctica”, late el misterio.
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El propio Lezama, en una célebre entrevista conducida por Salvador Bueno, había hablado de los encuentros “casuales” en la escritura de Paradiso: “En los últimos tiempos he repetido la frase azar concurrente. En mi novela los enlaces familiares se apoyan en ese azar que sin concluir esclarece”. Para mí, la foto del infante Lezama apareció en el momento exacto, fruto de un azar concurrente, de una direccionalidad que sin concluir esclarece.
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No hay conclusión, sino esclarecimiento, en esa fotografía en la que José Lezama Lima está contemplando el mundo desde un alteroscopio. Y eso debe subrayarse: lo que hay aquí es la imagen de un Lezama niño que contempla el mundo de una manera especial, es decir, concurrente. Esta fotografía portentosa no parece prefigurar sino lo que más tarde obsesionará al poeta: lo que él habrá de llamar imago.
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El hallazgo consiste en una imagen en la que un niño contempla una imagen que ya desde entonces lo obsesiona. Esa difusa y remota fotografía, a la vez tan clara e inmediata, explica (en el sentido lezamiano) su concepto más famoso: “La imagen es la realidad del mundo invisible”.
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¿Quién vio al poeta mirando a través del alteroscopio y qué vio el poeta? Quizás más tarde lo mirado llegará a la mirada de Paradiso (1966), en donde Lezama hace una categorización esencial: lo invisible es lo opuesto de lo irreal. La diametral diferencia estriba en que lo invisible tiene una “pesada gravitación”, mientras que lo irreal “tiende más bien a levitar”. Y en aquella entrevista confirma: “Yo no distingo entre lo real y lo irreal, lo visible y lo invisible; la expansión de las capas concéntricas entre lo telúrico y lo estelar ofrece un continuo, un cosmos infinitamente relacionable. [...] Por la contemplación de lo estelar, el hombre penetra por la mirada en el espacio gnóstico o creador, en una dimensión más profunda [...]. En mí el Eros de la lejanía se encarna en el Eros del conocimiento”.
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Esto se liga con ciertas palabras de “Pascal y la poesía” (Tratados en La Habana, 1958): “Toda materia tocada despide como un fulgor, su herida de costado, por la que se ve y penetra”. Ahí mismo dirá: “La poesía es el único hecho o categoría de la sensibilidad en donde no es posible la antítesis”. Y en otra parte: “Apesadumbrado fantasma de nadas conjeturales, el nacido dentro de la poesía siente el peso de su irreal, su otra realidad, continuo. Su testimonio del no ser, su testigo del acto inocente de nacer, va saltando de la barca a una concepción del mundo como imagen. La imagen como un absoluto, la imagen que se sabe imagen, la imagen como la última de las historias posibles” (“Las imágenes posibles”, en Imagen y posibilidad).
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Sin duda en la antítesis se basa la economía del rostro, que por algo divide la visión en dos ojos y separa a ambos de acuerdo con la proporción dorada que sostiene al mundo; de ahí que romper tal simetría sagrada, acrecentar la distancia y alejar la visión de un ojo respecto del otro, es un hecho de arte: arrastrarlos a donde únicamente la poesía permite no sólo que se extinga la antítesis entre el ojo derecho y el izquierdo, sino que ya no sea posible separar y contraponer. En vez de inmovilizarse uno al otro, los ojos separados vuelven por fin a la imagen primera: “en la hipóstasis”, dice Lezama, “los sentidos se transfiguran, necesario esplendor para la irrupción de la gracia”.
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¿Recuperación de la gracia? ¿Necesidad de recobrar aquella mirada sin antítesis que se poseía en la infancia? “La niñez, con su simultaneidad y su desdén innato de la causalidad”, dice Lezama en aquella entrevista, y sobre todo: “Me fue concedido saber que la niñez era un estado repetible por instantes, por eso decidía prolongarla, hacer poesía. Más viejo significa más sabio; más sabios que somos, más niños. Viejo sabio niño era el nombre de Lao Tse”.
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La mirada sin antítesis que se poseía en la infancia es poesía. El método es claro a través de la aliteración (aquí entendida como anagramación). Y la aliteración es alteración. El alteroscopio es también un aliteroscopio.
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La alteración que aguarda al final de la metáfora del alteroscopio se encuentra magníficamente expresada en un poema de Novalis que concuerda de manera profunda con la imago concurrente de Lezama y que Michael Ende —otro entrañable Viejo sabio niño— cita en su declaración de principios (“Reflexiones de un salvaje”, incluido en Carpeta de apuntes, 1996):
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Cuando cifras y figuras
ya no sean la clave exacta de todas las criaturas,
cuando aquellos que cantan y besan
sepan más que los sabios de honda ciencia,
cuando el mundo regrese al mundo
y otra vez, dentro de él, la vida vibre,
cuando se unan luz y sombra
en verdadera claridad,
y en cuentos de hadas y poemas se descubra
la verdadera Historia del mundo,
entonces, al sonar la voz secreta,
volando se irá todo el ser alterado.

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[Leer la sexta parte.]
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viernes, 26 de marzo de 2010

Una entrevista sobre Rosa Blanda

DGD: Serie Rosaceae 6, 2009
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[Esta entrevista fue publicada en el suplemento cultural de la revista Siempre!, n. 2962, México, marzo 21 de 2010. Puesto que la versión online de la revista ha sido retirada, recupero aquí el texto, reintegrando además los fragmentos que quedaron fuera por requerimientos de espacio. DGD]
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La bruja y el alquimista
Entrevista con Daniel González Dueñas
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Mary Carmen Sánchez Ambriz
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Al revisar la escritura de Daniel González Dueñas, el lector podrá darse cuenta de que es un autor a quien no interesa contar una historia de forma lineal sino grabar imágenes a destiempo. Lo mismo en el ensayo que en el poema, el teatro o la narrativa, González Dueñas ha demostrado que lo suyo es disponer del lenguaje, de una voz metamórfica que se sustenta en una mirada integradora. En el caso de Rosa Blanda, publicada originalmente en el libro colectivo Atanor (1985), no se trata de una novela convencional; acepta que se le describa como un ensayo sobre la memoria o, también, como un prosemario. El proyecto que hace 24 años vislumbró González Dueñas resulta atemporal y enriquecedor en esta nueva versión que circula en Ediciones Sin Nombre. He aquí la historia de cómo nacieron dos personajes tan diferentes y a la vez complementarios, el archivista (materia) y la bruja (esencia).
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¿Qué representa Rosa Blanda para ti?
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—Fue mi primera publicación en libro (si exceptuamos alguna experiencia previa que decidí olvidar) y le tengo un enorme cariño por eso. Apareció en 1985 en Atanor, un volumen colectivo de la serie Punto de Partida de la UNAM, serie que entonces dirigía Marco Antonio Campos. Ahora que acaba de aparecer en libro individual por Ediciones Sin Nombre, de algún modo engloba 24 años de carrera y 16 libros individuales. En esta última cifra, Rosa Blanda ocupa a la vez el 0 y el 16, lo cual marca una especie de ciclo interno.
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¿Cómo fue el proceso inicial de escritura?
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—Cuando Campos me ofreció publicar ahí, revisé en mis cuadernos y encontré algo que había escrito unos años atrás; era un esbozo para un cuento llamado “Hoy, las brujas”. Comencé a desarrollarlo y en un periodo bastante corto lo entregué a Punto de Partida. Me sorprendió la rapidez y relativa facilidad con que aquella semilla de un par de cuartillas creció hasta la longitud de una novela corta. Quizá se debió al entusiasmo de la posibilidad concreta de una publicación; quizás fue que de pronto tuve la estructura propicia para hablar de una serie de cosas que había vivido, pero sólo ha vuelto a suceder en contadas ocasiones. Por lo general la lucha con los textos implica para mí largas temporadas.
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¿Cuál es la búsqueda esencial de Rosa Blanda?
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—Me interesaba ante todo la enorme metáfora de la blandura, opuesta a la dureza. El paradigma científico imperante se basa en definir a la realidad como sinónimo de la materia: lo que no es material resulta “irreal”. Lo explica bien Tomás Segovia: “Para nosotros el rasgo más inmediato de lo real es su resistencia. Por eso lo que la palabra ‘real’ evoca en primer término en casi todos los espíritus es la realidad de los objetos. Real y material llegan a ser sinónimos en el habla vulgar. La materia de la física tradicional es resistencia pura, opacidad impenetrable”. El poder, en cualquiera de sus formas, está siempre defendido: nos parece fatal e inexorable sencillamente porque no nos permite entrar en él. Lo mismo sucede con los individuos: el que es impenetrable y opaco nos parece real como un objeto y le atribuimos “autoridad”, mientras que el que se transparenta y expone nos parece débil, sospechoso, traicionero, y lo “desautorizamos”.
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El mundo del archivista (el personaje narrador de Rosa Blanda) es así precisamente: monolítico, compacto, seco, ya “resuelto” por la ciencia y la razón, sin misterio alguno, hasta que es roto desde sus raíces por la llegada de la bruja. Ella no le enseña la “irrealidad” sino sencillamente otra forma más legítima, más primigenia de lo real: la blandura, que puede incluir, si así lo quiere, a la dureza, pero sólo como una de las infinitas densidades posibles de la materia (en el concepto “materia” la bruja de mi texto incluye todo, desde el sueño hasta el pensamiento).
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Mucho se ha especulado sobre si es una novela, un ensayo o un libro de prosa poética. ¿Con cuál género te quedarías y por qué?
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—Me gusta pensarlo como un prosemario con estructura de novela, pero siempre teniendo claro que esta categorización es funcional: sirve para “situar” genéricamente, pero no es sino eso: algo operativo. En realidad no pertenece a ningún género específico, lo que se nota en la divergencia de opiniones entre los críticos y lectores que ha tenido. El experimento consistió en usar la prosa, que es esencialmente sucesivista, para abordar el territorio de la poesía, que es simultaneidad.
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Christopher Domínguez ha calificado a Rosa Blanda como una paráfrasis borgesiana y también ha dicho que es la crítica de un cuento de hadas. ¿Compartes su opinión? ¿Qué tanto de crítica a un cuento de hadas puede haber en Rosa Blanda?
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—Esa frase se debe a una asociación elemental: brujas-cuento de hadas. Según esta lectura, como se habla de brujas, y como eso se hace con una cierta malicia, es decir con una necesidad de tocar ese tema de un modo desacostumbrado, resulta una “crítica”. Si definimos a la crítica como un esfuerzo consciente de analizar, re-categorizar y hasta deconstruir un género o una vertiente literaria, hay crítica en Rosa Blanda, pero no se refiere al cuento de hadas. O, en todo caso, no únicamente a este territorio genérico.
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Por otro lado, llamar a ese texto una “paráfrasis borgesiana” no es decir demasiado: todos los textos, si somos honestos, son paráfrasis borgesianas. Borges nos inventó a todos en cuanto lectores: lectores, ante todo, de lo real. Su influencia es definitiva en Hispanoamérica (por reducir el territorio al de su idioma originario), incluso en los autores que niegan esa influencia, y sobre todo en los que nunca han leído a Borges. (Es incluso una influencia retroactiva: Borges creó a sus precursores, como él mismo lo atribuyó a Kafka: modificó el pasado.) En ese sentido, por supuesto que Rosa Blanda puede verse como una paráfrasis borgesiana; sin embargo, Christopher lo señala a manera de defecto, como si se tratara de una “influencia mal digerida” (“digerir” significaría saber ocultar las deudas que todos tenemos con Borges). Es otra asociación demasiado categórica: si se habla de conjuntos universales (como la búsqueda de las brujas, que van de elemento en elemento de lo real en busca de un cierto conjuro) y de libros y catálogos (como el Gran Registro), se estaría abordando el terreno de Borges sin disimular ese abordaje.
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En su texto de presentación del libro, la investigadora académica Ana Alonzo afirma que Rosa Blanda es un homenaje a la ambigüedad. ¿Estás de acuerdo con esto?
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—Generalmente se define a la ambigüedad en el sentido de que cada elemento de una obra puede significar cualquier cosa de manera arbitraria. Creo que Ana Alonzo se refería más bien a que el enigma es siempre más fructífero que la certeza. La frase “homenaje a la ambigüedad” funciona siempre y cuando no sea “ambigua” en sí misma; en los mejores casos en que esto se ha presentado en la historia del arte, la arbitrariedad es aparente: existe una estructura, sólo que no coincide con los duros andamiajes de la razón y la lógica. Es eso lo que hace tan fascinantes a obras como la de Luis Buñuel: su insobornable respeto al misterio.
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Durante el proceso de la escritura de Rosa Blanda (en el más o menos breve periodo en que “germinó” aquella semilla inicial), era para mí un texto perfectamente unívoco, sin ambivalencias. Desde luego que esto debe ser explicado, y es bastante difícil hacerlo, porque a la vez sabía que cada elemento y cada acción que se mencionan eran, como en todo discurso literario, susceptibles de una pluralidad de lecturas. Digamos que para ser fiel a aquella intuición originaria, debía desentenderme de toda ambigüedad: sólo así ésta permanecería en el texto y sería fecunda.
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En todo mi trabajo hay una absoluta desconfianza hacia las definiciones unívocas y excluyentes, que son las seguridades en las que se basa todo el edificio de la civilización. En una novela fundamental, La mano izquierda de la oscuridad de Ursula K. Le Guin, un personaje dice: “Lo desconocido, lo imprevisto, lo indemostrable, eso es el fundamento de la vida. La ignorancia es la base del pensamiento. Lo indemostrable es la base de la acción. Si se demostrara que no hay Dios, desaparecerían las religiones. Pero si se demostrara que hay Dios, también desaparecerían”. A su manera, Rosa Blanda podría verse como un homenaje, sí, pero menos a la ambigüedad que al misterio.
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Al adentrarse en las páginas de Rosa Blanda, el lector podrá entender que el nombre surge de un epígrafe que incluyes, y que proviene de un poema de Alberto Blanco. Sin embargo, comentabas que lo que Blanco hace es tomar el término de Altazor, de Vicente Huidobro. ¿Podrías ampliar esta observación? ¿Por qué no citaste directamente a Huidobro?
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—El nombre, si somos rigurosos, precede al propio Huidobro: rosa blanda es un término botánico para referirse a un tipo de rosa sin espinas (en inglés se le llama smooth-rose o early wild rose), lo cual, por cierto, me entusiasma a la hora de relacionarlo a posteriori con la última frase del texto: “a mi bruja blanca el lado oscuro la tenía perfectamente sin cuidado”.
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Ya era, pues, un término establecido cuando Huidobro lo usó en el prefacio a Altazor: “Las llamas de mi poesía secaron los cabellos de la Virgen, / que me dijo gracias y se alejó, sentada sobre su rosa blanda”. El tono festivo de Huidobro en este prefacio incluye por ejemplo el hecho de que la rosa blanda se transforma en un paracaídas. (De hecho, en el canto IV Huidobro sugiere el origen del propio nombre de su poemario inmortal, alt-azor: “Rosa al revés rosa otra vez y rosa y rosa”. Altazor es la alta rosa.)
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Cuando Blanco recoge esa referencia en el que para mí es el mejor de sus libros (y que además fue el primero), El largo camino hacia Ti, lo hace en un tono menos críptico y coloca a la rosa de Huidobro junto a otras igualmente significativas, y además en esas líneas que coloqué a posteriori como epígrafe hay varias asombrosas coincidencias con Rosa Blanda. Por ejemplo, menciona ciertos elementos que son esenciales en el texto, como los insectos (“Sentada en su rosa blanda, la abeja reina deleita nuestra mirada”) e incluso parecería referirse a las propias brujas (“Hijas del mar, claves de la distancia”) y al Registro mismo (“Un rumor de conversaciones sostiene a las islas al borde de la evaporación”).
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Los hijos que tuvieron el archivista y la bruja quedan un poco olvidados al final de la historia. Por la forma en que aparecen mencionados se tiene la impresión de que al final el autor decidió restarles jerarquía, porque ya no hay ninguna referencia a ellos. ¿Qué opinas al respecto?
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—Esto se debió en principio a la restricción de espacio: el texto ya era bastante más largo de lo que se esperaba para un libro colectivo de la serie Punto de Partida. Pero había también una necesidad de la propia estructura narrativa. Ya ante la posibilidad de una re-edición individual no había limitaciones de espacio; podría haber seguido la historia del primer hijo, su infancia y adolescencia, la llegada de sus hermanos, los caminos de cada uno... Sin embargo, todo esto, que podría haber sumado bastantes páginas, implicaba un doble peligro: primero, el de lo repetitivo; luego, el de la riesgosa asociación con las usuales sagas de “familias sui generis”; con eso se habría roto el difícil equilibrio y habría imperado el territorio de la narrativa. Es por esto que toda esa parte sigue resolviéndose como en la primera edición, con una frase escueta: “Así vinieron los hijos y los años”. Era imprescindible centrarse en la historia de los dos protagonistas, y como en ese punto la bruja está ya ausente, entonces colocar el acento en la experiencia personal del archivista a partir de la amnesia y del gradual recuerdo de lo sucedido.
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¿Existe alguna relación entre Rosa Blanda y tu libro más reciente, Contra el amor, publicado por el Consejo para la Cultura y las Artes de Nuevo León?
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—La relación sería, en principio, sólo temática. Contra el amor es un “fragmentario” que mezcla el ensayo, la crónica, el relato, la prosa y hasta la entrevista en un intento de desarmar el paradigma erótico de Occidente, que está basado (quién puede negarlo) en la rapiña y la inter-devastación. Hay incluso una especie de antología de citas en un esfuerzo de hacer un tapiz de voces, de testimonios provenientes de todos los sexos, géneros y preferencias, cuyo objeto es recontar (así sea de modo muy sintético y meramente representativo) las pesadillas e infiernos amorosos en que todos estamos tan versados. Contra el amor es el primer título de una trilogía a la que he llamado “Historia secreta del deseo”, dedicada a la erótica, la sexología y la teoría de género.
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¿No habla más bien ese libro, entonces, del desamor?
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—Es muy oportuna esa pregunta. Solemos definir “desamor” como la ausencia de amor, o como la insatisfacción del deseo, o como el amor cuando se transforma en odio. Pero es en realidad a esto último a lo que la sociedad alude cuando dice “amor”. Esta palabra reaparece en los discursos políticos, narrativos y mediáticos con la misma frecuencia con que la usan los propios amantes, pero tal como se la emplea significa odio. La práctica erótica social, el fenómeno amoroso en conjunto, el paradigma sentimental promovido por todos los media y presente en los monólogos interiores de todos nosotros, es precisamente lo opuesto a lo que dicen las definiciones oficiales del “amor”. (No es una búsqueda del éxtasis sino la capacitación que se da a los miembros de la pareja para que cada uno elija al otro como el verdugo que ha de aniquilarlo.) Es en contra de ese “amor” entre comillas que va este libro, de una manera arriesgada y tentaleante pero no menos violenta que la propia manera en que ese “amor” ha establecido su imperio.
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Rosa Blanda, Ediciones Sin Nombre, Col. Los Libros de la Oruga, México, 2009.
Distribuidor: Casa Juan Pablos. ventas@casajuanpablos.com. //
Ana María Jaramillo. anajarami@hotmail.com. Ventas en línea.
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jueves, 18 de marzo de 2010

Un texto de Dolores Castro sobre La invención de sí mismo de Marco Antonio Millán

DGD: Textil 20, 2001
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Daniel González Dueñas y Alejandro Toledo hicieron una serie de entrevistas al poeta Marco Antonio Millán y a partir de ellas armaron un libro, La invención de sí mismo, presentado en primera persona y en el que las preguntas fueron eliminadas para dar mayor fluidez a la voz narradora. Luego de las adiciones y correcciones que hizo el mismo Marco Antonio, este libro obtuvo el Premio Nacional de Biografía convocado por el Instituto Nacional de Bellas Artes y la Universidad Autónoma del Estado de Colima en el año de 1987.
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Ante las interesantes páginas de La invención de sí mismo, fruto de una rica experiencia vital, está no sólo la historia personal del poeta, sino las raíces del movimiento social inmediato a la revolución cultural de la época vasconcelista, en el que desde muy joven se incorporó activamente Marco Antonio, acompañado por grandes artistas y luchadores sociales.
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También despierta nuestra admiración no sólo en su primera juventud, sino como el niño mexicano sobreviviente de la orfandad, la pobreza y el desamparo, para destacarse después como luchador social, como muy buen poeta e iniciador de proyectos culturales, entre otros la creación de América, revista antológica de la Secretaría de Educación Pública.
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Yo tuve la fortuna de conocer a Marco Antonio hacia el final de los años cuarenta. Me enorgullezco de haber sido colaboradora de su revista, pero sobre todo de la amistad que me brindó. Lo revivo poderosamente al encontrarme con su biografía, La invención de sí mismo, tan fiel a mi recuerdo que en su lectura me parece encontrarlo resucitado y presente, ante mí hoy.
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Lo recuerdo alto, y como todas las personas de esa estatura, un poco encorvado, pero en él esta actitud era como de acercamiento y amabilidad: la cabeza inclinada hacia la derecha, próxima al hombro, grandes brazos, abiertos, manos muy expresivas, conversación siempre apasionante.
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Rosario Castellanos y yo conocimos a Marco Antonio y a su inseparable Efrén Hernández, ya subdirector de América en esa época, cuando ambos fueron especialmente a visitarnos una tarde de 1948 a la Facultad de Filosofía y Letras, en su edificio de Mascarones, en la calle de San Cosme.
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Quedamos sorprendidas de que nos conocieran y más al saber que solicitaban nuestra colaboración para la revista. ¡Una revista antológica, que publicaba textos inéditos y con gran apertura de selección, sólo con la exigencia de calidad! Precisamente por esta apertura en la selección, y no en el rechazo de los colaboradores, pronto la revista adquirió peso y consistencia.
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Sus críticos llegaron a compararla con un ladrillo por su volumen: ¡un ladrillo con textos de Gorostiza, Pellicer, Torres Bodet, Rubén Salazar Mallén, Salomón de la Selva, y que también por otra parte dio oportunidad a los jóvenes poetas, narradores o dramaturgos como Jaime Sabines, Sergio Galindo, Emilio Carballido, Sergio Magaña y otros, y a mujeres como Margarita Michelena, Margarita Paz Paredes, Emma Godoy, Guadalupe Dueñas, Guadalupe Amor, Rosario Castellanos, en aquella época en que esto no era frecuente!
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Esta biografía ha completado para mí lo que ignoraba aún sobre el origen y la niñez que sufrió Marco Antonio, los trabajos que pasó, siempre cerca de su madre, y luego, muy joven aún, su traslado a la ciudad de México. Ahí, con habitantes de la misma vecindad en donde se alojaron, se inicia su estudio del marxismo, y también sus intervenciones ya como alumno marxista convencido, que lo condujeron a conocer violentas luchas, cárceles, humillaciones y toda suerte de experiencias dolorosas, pero también a convivir con grandes personajes de la política, del arte, tanto en la ciudad de México como en Morelia, a donde se trasladó después.
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De Morelia a la ciudad de México, y de nuevo a la capital de Michoacán es el constante peregrinaje de Marco, y luego el navegar en las agitadas aguas del callismo al cardenismo, en el que sufre cambios, problemas económicos y graves peligros al defender su integridad física o su vida.
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Finalmente Roberto Guzmán Araujo le envía un telegrama invitándolo a reintegrarse desde Michoacán a la ciudad de México, y es en esta parte del libro en donde se puede encontrar el origen de la revista América; al principio con el aporte de los españoles refugiados en nuestro país, más los intelectuales de izquierda, y de contenido político. Posteriormente América se convierte en revista antológica de la SEP bajo el cuidado y la dirección del poeta Marco Antonio, desde el número 13 hasta el número 80.
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El interés de esta biografía se multiplica en su segunda parte, cuando Marco Antonio se refiere a sus amigos: Pablo Neruda, Porfirio Barba-Jacob, Efrén Hernández, Salomón de la Selva, presentes siempre en sus recuerdos; destaca en ellos su inicial encuentro con Efrén Hernández, a quien él conocía como poeta y por tanto apreciaba de antemano.
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Volviendo al ingreso de Rosario y mío, así como el de nuestros compañeros de la época, quiero citar directamente a Marco Antonio:
Por ese tiempo se nos acercaron dos huarachuditas; las llamo así porque ambas llevaban zapatos muy bajos que contrastaban con su ropa de elegante sobriedad. Eran Rosario Castellanos y Dolores Castro, que daban clases en una escuela religiosa. Nos enseñaron sus poemas, y los publicamos. A la vez se refirieron a ciertos amigos suyos que comenzaban a escribir y cuyos textos quizá nos interesaran para América: Sergio Magaña, Emilio Carballido, Jaime Sabines... Comenzamos a hacer reuniones semanales en un café de chinos que convertimos en nuestra sala de redacción. Fue una época muy agradable.
Cuando muy pronto Rosario y yo empezamos a tener confianza en los directores de la revista, asistíamos puntualmente a las reuniones semanales en un café de chinos de la calle de Dolores, al que concurrían también escritores de provincia con sus textos publicables. Ahí se discutía a veces acaloradamente, y hasta había la posibilidad de confundir una taza de café con un pozuelo de salsa de soya, y beberla en medio de exclamaciones; o escuchar cómo Pita Amor discutía, peleaba, amenazaba a una persona muy sorprendida ante lo absurdo del comportamiento aquel. O bien Salazar Mallén escandalizaba con alguno de sus comentarios. En fin, todos esperábamos con entusiasmo estas reuniones con discusiones, opiniones interesantes.
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Además creo que fue ahí en donde aprendimos, con la publicación de nuestros textos, pero sobre todo con la amistad de Marco Antonio y Efrén, en las reuniones semanales, o en la oficina en el edificio de la SEP, o en las celebraciones del Parque Lira, en el Tampico Club, o en restaurantes, a los que concurrieron más tarde José Gorostiza, Salomón de la Selva y otros grandes artistas, continuadores de una tradición auténtica y de calidad, y con extraordinaria experiencia.
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Especialmente para nosotras las mujeres, fue además el reconocimiento de una vocación que no se ahogaría en medio del rechazo sin más razón que la de pertenecer al género femenino.
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En la segunda parte de La invención de sí mismo, el poeta recuerda a cada uno de los grandes escritores a quienes trató y también se refiere a sus obras: Porfirio Barba-Jacob, Efrén Hernández, José Revueltas y Salomón de la Selva, poeta nicaragüense que se incorporó al grupo de escritores en la Secretaria de Educación Pública, en la época de José Vasconcelos, y que también colaboraría con la revista más tarde, a su regreso a México en la época del presidente Miguel Alemán.
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Época inolvidable aquella en que, a veces sólo con escuchar a los grandes personajes, poetas, narradores, políticos a veces, podíamos, desde nuestra estatura de apenas un dedal, crecer sólo por escuchar conversaciones de los grandes, y sobre todo en la lectura de sus libros. Escuchar anécdotas divertidísimas, y proyectos, proyectos...
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Marco Antonio Millán, tal como aparece en el testimonio de esta biografía, conoció a grandes hombres, como al inolvidable escritor José Revueltas. Con Pablo Neruda compartió el pan, la sal y el vino. Discutió con él y con muchos, pero supo conquistar amistades, y nunca olvidó a sus amigos. Su autobiografía da fe de ello.
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La amistad con Marco Antonio Millán, revitalizada ahora con este libro, me remite a una importante etapa de formación, tan importante no sólo para que Rosario Castellanos y yo empezáramos a publicar, sino para recibir, mediante su amistad, un caudal de experiencias artísticas y humanas, tanto de su propia obra como de la de quienes lo antecedieron: poetas, narradores, pintores, luchadores sociales, y particularmente de su propia experiencia.
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Doy gracias por ello a Marco Antonio desde aquí y en donde él se encuentre, además de vivir en este hermoso libro, La invención de sí mismo.
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Doy también públicamente las gracias a Daniel González Dueñas y Alejandro Toledo por la oportunidad que me dieron de encontrar aquí, en su biografía, vivo y actuante, a mi amigo inolvidable.
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[Texto leído por la autora en la presentación del libro La invención de sí mismo. Memorias del editor de la Revista América, de Marco Antonio Millán, XXXI Feria Internacional del Libro, Palacio de Minería, febrero 26 de 2010.]
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[Una semblanza de la maestra Dolores Castro puede leerse aquí.]
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[Un fragmento del libro comentado puede leerse aquí.]
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Marco Antonio Millán: La invención de sí mismo.
Memorias del editor de la revista América,
Conaculta, col. Memorias Mexicanas, México, 2009.
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domingo, 7 de marzo de 2010

Un recuerdo de Josefina Vicens (y una digresión sobre los medios)

DGD: Paisajes-Serie ártica 3, 2009
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1. Consignas
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En 1985, Alejandro Toledo y yo hicimos a Josefina Vicens (1911-1988) una entrevista larga que luego incluiríamos en el libro Josefina Vicens: la inminencia de la primera palabra. El 23 de noviembre de 1986, fecha del onomástico número 75 de la autora de El libro vacío y Los años falsos, iba a hacérsele un homenaje en la Feria del Libro del Palacio de Minería; Toledo y yo la acompañamos. Al entrar en el populoso y laberíntico Palacio, alguien se acercó para decirle que ciertos reporteros querían grabar en video una entrevista con ella, que sería transmitida por televisión; para esto, en un salón adjunto se había dispuesto un set improvisado con un par de sillas y algunas luces (en lugar de ir con el equipo técnico a los diversos auditorios del Palacio de Minería en donde estaban los escritores en distintas presentaciones y mesas redondas, estas personas cómoda y rutinariamente los hacían ir uno a uno a ese set). Josefina se dejó guiar hasta ahí, fue ubicada ante los reflectores y un técnico le colocó en una solapa un micrófono de “clip”. Sin mayor preámbulo, la cámara comenzó a grabar; entonces se sentó frente a ella una entrevistadora y con toda naturalidad, casi con displicencia, le hizo esta pregunta: “¿Y usted cómo se llama y a qué se dedica?”.
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En el reino del ego en que vivimos, no pocos escritores —y en este caso habría que darles la razón— se habrían levantado en plena indignación para abandonar sin más tal “entrevista”. En cambio, La Peque (era el sobrenombre cariñoso que había recibido desde la adolescencia y que gustaba de oír en su círculo de amigos) no se inmutó y, con su proverbial humildad, con el inmenso calor humano que la caracterizaba, respondió: “Me llamo Josefina Vicens y he escrito un par de libros”.
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Una apabullante vergüenza ajena debe haberme impedido oír la segunda pregunta (muy probablemente “¿y cuáles son esos libros y de qué tratan?”); pensé entonces, con tristeza, que la sencillez de Josefina no daría una lección de humanidad y profesionalismo a esa reportera, sino que no haría sino incrementar su pereza y reafirmar su soberbia (que es la del medio al que esta muchacha, a fin de cuentas “bien intencionada”, representaba en ese momento): confirmaría su certeza de que todo mundo se rinde de antemano a la gran importancia de los medios; de que los artistas aspiran a ser exhibidos; de que toda exhibición es equivalente y por eso ni siquiera es necesario saber los nombres u oficios. Pensé también que un escándalo iracundo o una respuesta fría y sangrientamente satírica tampoco habrían dado a esta entrevistadora la lección opuesta: simplemente habría llamado al siguiente de la lista para cumplir su cuota y llenar los insaciables vacíos mediáticos de ese día.
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Alejandro Toledo ofrece una posible justificación de la entrevistadora: “Ella no hizo sino acatar una exigencia técnica que le habían hecho sus jefes: los personajes a los que entrevistara debían decir su nombre y oficio ante la cámara para que quedara de esa forma registrado en los archivos videográficos”. Es sin duda un sólido argumento para entender lo sucedido; sin embargo, creo que en ese caso la reportera debió haber comenzado con una advertencia a la entrevistada, algo que podría haber sido tan sencillo como esto: “Mire usted: nosotros tenemos una consigna, y nos piden que de entrada cada autor diga ante la cámara su nombre y a qué se dedica; por eso le voy a hacer una pregunta que podría sonar ingenua y hasta insultante, porque parecería que no tengo la menor idea de a quién estoy entrevistando”. Mi memoria no registró ninguna advertencia previa; si yo hubiera escuchado algo así, este recuerdo no habría sido tan doloroso. El hecho es que la entrevistadora comenzó con la pregunta que he citado, y no con la explicación necesaria.
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2. La norma y la modalidad
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Aquí se requiere una digresión técnica, puesto que no debe confundirse la “norma” con la “modalidad”. Desde el principio de la magnetofonía en la radio se estableció una “norma” (o costumbre, o utilidad práctica): la de identificar verbalmente la cinta de sonido. Lo mismo sucede en cuanto al uso del video en la televisión: es generalmente el locutor o entrevistador quien identifica a la cinta con su propia voz en un segmento que luego es eliminado al editarse pero que permanece unido a la cinta cuando ésta es archivada. La identificación técnica, pues, es una “norma”, una antigua costumbre de la radio, heredada a la televisión, y más que una costumbre es una necesidad: la de saber qué hay en cada cinta (eso sin contar que en los archivos, que suelen ser grandes y caóticos, alguien identifica a la cinta por escrito sobre la caja, y si existe una mínima organización, en el catálogo o reporte general).
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Otra cosa muy distinta es la “modalidad” de que sea el propio entrevistado quien diga su nombre y oficio ante el micrófono y/o la cámara. Esto ya no responde a aquella necesidad técnica, sino a la invención de algún “creativo” (o de algún funcionario con veleidades de “innovación”) a quien se le ocurrió que sería “original” que el propio entrevistado se identificara. Fue el “rasgo propio” de alguna serie en particular, el identificarla o singularizarla de ese modo. Puede haber sucedido que otros programas o series culturales hayan copiado esa “modalidad” (o que algún despistado la confundiera con la “norma”), pero siempre considerada como tal porque, independientemente de que el entrevistado se presentara a sí mismo o no, de todas maneras el entrevistador o un técnico habría identificado la cinta verbalmente del modo acostumbrado según la “norma”.
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En suma: el que sea el entrevistado quien dice su nombre y oficio es una “idea creativa”, seguramente inventada por alguien que quería comenzar así cada programa o entrevista (para singularizar a la serie), o bien hacer un montaje de entrevistados, todos diciendo su nombre y oficio: algo bastante mecánico que, como toda “modalidad”, habrá tenido poco tiempo de vigencia.
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Por otro lado, esta “modalidad” no es tan noble como parece, puesto que no equivale sino a otra comodidad del medio para clasificar, e incluso para jerarquizar. Si Octavio Paz aparece en pantalla y dice su nombre y oficio, esto será comprendido como una elegante concesión de este autor a los media, casi una coquetería; no obstante, en muchos otros casos será el registro de una triste imposición, de una oprobiosa autopresentación que nunca habría hecho el entrevistado por propia iniciativa —al menos no en el solemne mausoleo de los medios. Muchos consentirían en hacerlo si el sentido fuera lúdico, pero todos en el fondo intuyen que la función de esa “modalidad” no estriba en colocar a los artistas en el nivel whitmaniano de afirmación metafísica de la personalidad (“Yo, Fulano de Tal, un cosmos, de Tal-Parte-del-Mundo el hijo”...), sino simple y llanamente en el nivel de “Mamá, soy Paquito; no haré travesuras” (es decir: “Yo me llamo ‘X’ y he hecho ‘Y’, pero el mero estar aquí diciendo esto implica que coloco mi fe en el poder de los medios y que doy mi anuencia a lo que ellos hacen del arte día con día”, y sobre todo: “Puesto que el medio me salva del horrendo vacío del anonimato, yo lo correspondo con el acto de colocar mi yo dentro de los férreos límites de la definición mediática de la identidad: la carrera de obstáculos, la ascensión en la pirámide del poder, la personalidad como el aullido de un náufrago en el océano del olvido”).
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Podría también hacerse el intento de justificar al inventor de esta “modalidad”: en caso de que una televisora cultural quisiera hacer un programa sobre tal o cual artista a partir de material de archivo, esa presentación ante la cámara podría resultar interesante... una vez. Ya en la segunda vez en que fuera utilizado, este recurso abandonaría todo interés y revelaría lo que es: una parte más de la burocratización de la cultura. (La modalidad es una forma de diferenciarse de la norma, un método para singularizarse; sin embargo, la norma se construye precisamente a partir de los esfuerzos individuales de diferenciación: tarde o temprano la modalidad —ruptura— es incorporada a la norma —tradición—; en todo caso, qué sospechosa es la facilidad con que puede confundirse a una con la otra.)
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José María Espinasa me informa de que por la época de la anécdota vicensiana —e incluso después— era común someter a los artistas a la “consigna” televisiva de presentarse ellos mismos ante la sociedad. Cuando le llegó su turno de ser sometido a esta humillación institucionalizada, Espinasa dijo seriamente ante la cámara que su nombre era Saint-John Perse. Evidentemente, hizo más que burlarse de la indiferencia mecánica con que todos acatamos las “normas”: su respuesta equivalía a subvertir lúdicamente la monstruosa solemnidad que reviste a esas “modalidades” por medio de las cuales el poder se refresca a cada tanto. En este caso había elementos para que quien más tarde encontrara en un archivo la cinta con la entrevista a “Saint-John Perse” levantara una ceja dubitativa, pero nadie habría dudado si Espinasa hubiera elegido el nombre de uno de sus contemporáneos/coetáneos.
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Si este juego se extendiera, la “modalidad” podría convertirse en actitud, esto es, en respuesta de los artistas a la burocracia cultural. Podría llegarse el caso de un anchor man del futuro que apareciera en pantalla para anunciar lo siguiente: “Con toda honestidad, los realizadores del programa que ustedes están a punto de ver —parte de una serie dedicada a escritores mexicanos del siglo XXI— confesamos ignorar si está dedicado a Ernesto Lumbreras, Sandro Cohen o Víctor Manuel Mendiola”.
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3. La transparencia
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Aquí es en donde todo esto se liga con la inexplicable falta de una explicación inicial a Josefina Vicens en aquella entrevista. Si la tónica de que el entrevistado se identifique hubiera sido la “norma”, es decir lo esencial en el medio, ello explicaría que la entrevistadora no haya hecho ninguna advertencia previa. Pero no fue de ninguna manera la consigna técnica fundamental: era una “modalidad”, y por tanto era necesario explicarla a la entrevistada. Es muy posible imaginar que, como esta reportera tenía que entrevistar a numerosos escritores cada día, sólo haya explicado la “modalidad” a los primeros. Luego le dio pereza con el avance de la rutina.
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(Rutina es la palabra clave, puesto que otro creativo podría muy bien salir con una idea aún más cómoda: que el artista se entreviste a sí mismo; ¿quién sino él conoce mejor el “material” de base?, ¿quién podría formular las preguntas más incisivas, enteradas y oportunas? El medio se cansa de tener que fingir una importancia capital en todo lo que presenta: ¿qué mejor “modalidad” que la de enfrentar al artista con su propia imagen? Esta idea acaso terminaría por volverse subversiva: en una de esas los entrevistados, cansados de fingir, acabarían por enseñar al medio un fin que no fuera el medio mismo.)
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Sea como sea, la reportera en cuestión estaba, como todos, educada por los media, y si Josefina Vicens hubiera montado en cólera (como no es difícil imaginar en otros escritores no advertidos de la “modalidad”), esa entrevistadora habría tomado tal arrebato según uno de los millones de sobreentendidos que nos “ayudan” a clasificarlo todo. Por ejemplo: “hay artistas que no saben agradecer la dádiva de difusión que se les ofrece”, o incluso “qué bien que haya hecho escándalo: la extravagancia vende”. El torrente icónico impide detenerse: de una protesta iracunda no habría quedado sino una “anécdota” pronto digerida y olvidada. Aún más rápidamente se habrá borrado aquel terso “Me llamo Josefina Vicens y he escrito un par de libros”.
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Pero la autora de El libro vacío no reaccionó como lo hizo por alguna finalidad utilitaria. Simplemente respondió a su temple, a su transparencia. Es acaso porque los verdaderos maestros no dan lecciones: son en sí una apertura. Ya de cada quien depende qué hace con esa apertura, con esa transparencia.
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Josefina Vicens: la inminencia de la primera palabra
Daniel González Dueñas y Alejandro Toledo
Ediciones Sin Nombre (col. Los libros del arquero)/
Universidad del Claustro de Sor Juana
Editora: Ana María Jaramillo anajarami@hotmail.com
Distribuidor: Casa Juan Pablos Tel. 56590252
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viernes, 26 de febrero de 2010

Sobre solipsismo (Homenaje a Ambrose Bierce)

DGD: Textil 108, 2010
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Qué resonante, qué imborrable ajuste de cuentas practica Ambrose Bierce a toda la racionalidad cartesiana, que es la demencia de los tiempos “nuevos”. En el Diccionario del diablo (1906), Bierce incluye la entrada “Cartesiano”, palabra a la que desglosa de esta manera:
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Cartesiano, adj. Relativo a Descartes, famoso filósofo, autor de la célebre sentencia Cogito, ergo sum, con la que pretende demostrar la realidad de la existencia humana. Esa máxima podría ser perfeccionada en la siguiente forma: Cogito cogito, ergo cogito sum (“Pienso que pienso, luego pienso que existo”), con lo que se estaría más cerca de la verdad que ningún filósofo hasta ahora.
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En esa línea, y en franco homenaje a Bierce, podría imaginarse otra entrada del Diccionario del diablo, dedicada a la palabra “Solipsismo”, en los siguientes términos:
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Solipsismo, s. En tanto teoría filosófica, se basa en la idea de que lo único real es el yo, mientras que todo lo demás equivale a un teatro creado para que ese yo se desarrolle. En un momento dado, Descartes, el racionalista por antonomasia, llega a la conclusión de que existe como ser pensante, pero duda de la existencia de los demás cuerpos y mentes. Para evadir la intolerable soledad resultante, intenta demostrar que, además de él, existe Dios. Con la palabra “además”, la razón cae en su propia trampa: si Dios existe además del yo, por lo tanto existe todo aquello de lo que duda el filósofo. Y si la divinidad no existe, su no-existencia se vuelve paradójica, puesto que de todas formas actúa como una existencia; así, el no-existente Dios equivale a la parte más luminosa del solipsismo de Descartes. Y si existe, es el Creador del filósofo, por lo que la existencia de éste actúa de todos modos como una no-existencia y, así, Descartes corresponde a la parte más oscura del solipsismo de Dios.
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martes, 16 de febrero de 2010

Vuelta del unicornio

DGD: Textil 57, 2005

a Ducel

“¿Para qué preguntar si no sabes de antemano la respuesta?”, afirma aquella enigmática pregunta que es en sí una respuesta. Sabemos que el unicornio no existe, pero también sabemos que, puesto que no existe, no sabríamos reconocerlo si nos topamos con uno. Por eso preguntamos “¿qué es un unicornio?”. En el fondo sabemos que existe, e incluso qué y cómo es, pero queremos que se nos den los elementos necesarios para reconocerlo (es decir, para reconocer que, con los elementos suficientes, seríamos capaces de reconocerlo). No nos importa que la posibilidad de encontrar a un unicornio sea baja o alta, del mismo modo en que, en el fondo, no nos importan en absoluto todas esas pruebas y condiciones, todo ese cálculo de probabilidades que nos permiten afirmar, o negar, que algo existe. Sabemos la respuesta a cualquier pregunta, pero necesitamos saber que la sabemos; nos resulta imprescindible que los demás nos recuerden nuestra más elemental capacidad, la de conocer íntimamente al unicornio y, en general, la de reconocer la existencia de todo lo que no existe, la infinita posibilidad de lo imposible.
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