sábado, 22 de mayo de 2010

Alteroscopio (sexta parte, concluye)

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Desde el título, la película El hombre con ojos de rayos X nos introduce en el reino de las películas “clase B”, a las que de entrada no se toma en serio. Sin embargo, ese es en realidad el subtítulo impuesto por una necesidad publicitaria; el título en pantalla es simplemente X: a la vez la inicial del apellido del protagonista, el nombre de la fórmula que se aplica en los ojos y el signo que alude a lo incógnito. En un momento como el actual, en que toda discusión en torno al cine es técnica o no es, el espectador de esta cinta puede detenerse en las deficiencias, desde el guión hasta la propia puesta en escena, desde la edición hasta los “efectos especiales” (se ha hablado incluso de un remake por parte de la compañía Dreamworks cuya “sana” intención es rescatar la “idea” a través de una técnica “adecuada”). Sin embargo, quien decide ir más lejos encuentra una metáfora de vastas implicaciones.
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Por dar un ejemplo, quienes objetan lo inverosímil de ciertos sucesos en el filme pierden de vista verdaderos hallazgos, como el cruce sobre la cerca de púas o aquel momento en que Diane Fairfax reencuentra a James Xavier en el sitio en donde él se dedica a mirar a los enfermos y decirles cuál es su padecimiento: este hombre, que ve cada vez más lejos y más hondo en el universo, resulta incapaz de reconocer a Diane pese a que ésta se encuentra sentada frente a él. Sin necesidad de recurrir al efecto especial (es decir, instalarnos en el punto de vista del personaje), Corman nos hace tangible la suprema extrañeza en que Xavier se interna más y más.
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Imposible no recordar aquí la ley observada por Giovanni Papini en “El prisionero de sí mismo”: “Cada uno de nosotros vive y ‘es mirado’ por alguien, y casi en todos los momentos es ‘actor’ para alguien: es entrevisto, visto, observado, espiado”. En cuanto Xavier comienza a mirar a los otros de otro modo, sentimos en carne propia el hecho de que este personaje ya no mira lo que todas las personas ven unas de otras para reconocerse (lo cual significa entreverse, observarse, espiarse), sino que percibe interioridades corporales sumergidas en (e inseparables de) una vasta interioridad cósmica.
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La paulatina e irrefrenable apertura de conciencia de Xavier le representa un supremo conflicto, bien descrito por el crítico Glenn Erickson: “A cada uno de sus avances en la ‘visión’, Xavier se vuelve más y más ciego al mundo que lo rodea. Sólo ve a la gente como ‘disecciones vivas que respiran’ —dice—, y a los edificios como esqueletos de acero ‘disueltos en el ácido de la luz’. Cuando las personas ya no tienen rostros, es difícil relacionarse con ellas. Cuando ves el centro del universo, ¿cómo concentrarte en las mezquinas obligaciones y preocupaciones de tu realidad inmediata?”.
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Sólo una escena falta en el filme (y su ausencia es ya en sí plenamente significativa): la de Xavier mirándose en un espejo, esto es, viendo su propio cuerpo como ve a los demás: ya no una superficie opaca sino una entraña, y además una que no está separada del mundo. Ante un espejo, Xavier sería transfigurado por la percepción de que todo es interior, y de que su cuerpo es parte integral de un universo en donde no existe el concepto de “lo exterior”. Con la ausencia de esta escena, así como con el muy restringido uso que hace Corman de la “cámara subjetiva” (la ilustración en imágenes de lo que Xavier ve), se nos obliga menos a ver que a imaginar, y menos a imaginar que a sentir; de esta manera, se nos provoca un estado de ánimo casi sin antecedentes en el cine (y ya no sólo el norteamericano).
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El conflicto esencial del protagonista de Reflejos (Pedro Armendáriz) estriba en que desea algo tan intensa como nebulosamente: no sabe qué es, cómo lograrlo y qué podría obtener de ello, lo cual no hace sino intensificar su anhelo —y su angustia—: una y otra vez observa a través del alteroscopio en una actitud de espera que no se diluye, sino se duplica, ante la ausencia de respuestas. Lo acosa una obsesión sin punto focal, un deseo sin objeto. En principio, James Xavier desarrolla un medio, el suero que se aplica en los ojos, para conseguir lo que desea: ampliar la gama de la visión humana. A medida que avanza su doloroso viaje como conejillo de Indias de sí mismo, se da cuenta de que ampliar la visión es acercarse al conocimiento de los dioses.
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Xavier parece remitirse (y remitirnos) a una pregunta fundamental: ¿qué es ver? Cuando los seres humanos deciden ignorar el noventa por ciento que no ven del universo (es decir, cuando repudian a lo invisible), se afirman en la superchería de que ven todo lo que existe. No hay mejor descripción del deseo de Xavier que estas líneas de Jorge Luis Borges (precisamente Borges) en “There are more things”: “Para ver una cosa hay que comprenderla. El sillón presupone el cuerpo humano, sus articulaciones y partes; las tijeras, el acto de cortar. ¿Qué decir de una lámpara o de un vehículo? El salvaje no puede percibir la biblia del misionero; el pasajero no ve el mismo cordaje que los hombres de a bordo. Si viéramos realmente el universo, tal vez lo entenderíamos”.
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El efecto de la fórmula de Xavier es acumulativo y, así, a medida que ve más, desea más, pese a que también aumentan la incertidumbre, el aislamiento y el terror. “El filme está obviamente concentrado en los sentidos y en el acto de ver”, escribe Erickson, “pero no se trata de un ensayo sobre el voyerismo como Peeping Tom (1960) de Michael Powell. El viaje del doctor Xavier es el que el héroe surrealista emprende hacia lo desconocido, y él avanza sin tener idea de a dónde lo llevará su obsesión.”
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La excelente interpretación de Milland (del mismo modo en que la “X” está en el nombre del protagonista, el nombre propio de Ray Milland forma parte del subtítulo del filme y de su resorte metafórico esencial: X-Ray) introduce asimismo otro elemento: la obstinación iracunda, como si Xavier hubiera establecido un duelo directo con la divinidad en el que no puede apoyarse en nada y en el que nadie puede asistirlo y ni siquiera comprenderlo (esto es precisamente lo que da a este personaje connotaciones arquetípicas tan profundas). Esta mezcla irrepetible se debe ante todo a la intuición de estar abandonando cada vez más el reino de lo humano; sin embargo, ello no hace sino incrementar su ansia, puesto que a la vez intuye que aquello de lo que se aleja es, en realidad, el territorio de lo humano permitido.
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Xavier se apoya inicialmente en la ciencia, pero a medida que avanza su intenso periplo existencial, deja atrás todo paradigma —y ya no sólo el científico. Sus colegas explican su comportamiento aduciendo que la droga que se administra en los ojos ha afectado a su cerebro y que lo que dice mirar no es sino una suma de alucinaciones, pero Xavier no sólo sabe que lo que contempla es real, sino que se halla solo en un camino sin paradigmas ni fáciles explicaciones.
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El momento climático de la cinta, cuando el protagonista cumple su deseo, suscita dos posibles lecturas: la primera de ellas consiste en que ha sido devastado por lo que mira y retrocede horrorizado y arrepentido en cuanto obedece a la sentencia de Mateo (“Si tu ojo derecho te arrastra a la caída...”). Esta es la interpretación más extendida entre el público y la crítica, bien sintetizada por un comentarista anónimo en Internet: “La metáfora es muy clara y elemental: quien quiere verlo todo termina viendo nada. Toda la luz equivale a ninguna”. Sin embargo, hubo quienes opinaron que ese final contradecía a la lógica interna del personaje: a lo largo del filme Xavier persigue su meta con una sed tan intensa como insobornable, pese a una creciente avalancha de horrores y sufrimientos (e incluso de advertencias concretas como lo sucedido al mono del primer experimento)... ¿sólo para arrepentirse en el último instante y obedecer a la sentencia del predicador? Éste le pregunta si lo que quiere es salvarse y Xavier responde, tajante: “No. He venido para decirles lo que veo”. Si después de decir lo que ve se arranca los ojos —afirman los descontentos con ese final—, no es en todo caso para provocarse la ceguera sino en un acto de suprema decepción cuando “ve” la ceguera de quienes lo rodean.
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Entre los inconformes con la versión de un arrepentimiento ulterior circuló una especie de leyenda, recogida y divulgada por Stephen King en su libro Danse Macabre (1981). Según este rumor, había más en ese final: luego de que Xavier se arrancaba los ojos, la imagen se diluía en negro; entonces se veían de nuevo sus ojos (o las cavidades “vacías-llenas”) brillando en la oscuridad y se escuchaba su voz exclamando: “¡Aún puedo ver!” (I can still see!). La leyenda agrega que los ejecutivos de AIP (o en otra versión los temibles burócratas de la MPAA, oficina de censura) impusieron el súbito congelamiento en un instante en que, en efecto, el personaje parece a punto de gritar algo. Corman fue más tarde interrogado al respecto y afirmó que ese desenlace alternativo fue discutido pero nunca filmado. Sin embargo, en otra edición en DVD de la misma película (la perteneciente a la serie Midnite Movies de MGM, lanzada en 2001), el propio director da otra versión: aquí recuerda haber añadido esa frase de modo improvisado en el set; no obstante, cuando editó el final se sintió insatisfecho con el resultado y decidió regresar al desenlace previsto en el guión.
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Se aduce que la razón para eliminar la frase “¡Aún puedo ver!” fue acortar el filme para ajustarlo a las usuales longitudes televisivas. Esta explicación es precaria, puesto que la parte eliminada no podía durar más de diez segundos, mientras que en el transcurso anterior del filme había segmentos que habían sido dilatados precisamente para alargar la longitud hasta la de un largometraje, como la huida de Xavier en auto perseguido por un helicóptero de la policía en el desierto de Nevada. En partes como esa era posible “aligerar la duración” sin alterar el significado de la historia: resulta evidente que modificar de ese modo el desenlace del filme tenía otras razones; la más probable es que la famosa frase perturbaba a la audiencia, ante todo por sus connotaciones religiosas. Quien eliminó esa frase quería que Xavier cumpliera la sentencia bíblica, es decir que se sometiera a la máxima autoridad por medio del arrepentimiento y la sumisión; que no fuera un rebelde en confrontación directa con la divinidad y que pagara por su hybris (esto es, que el autocastigo de Xavier fuera como el de Edipo: el de alguien que peca sin quererlo mientras piensa que está haciendo el bien); que, en fin, se sumara al cúmulo de películas de ciencia-ficción y horror reunidas bajo el lema “no se debe buscar tres pies al gato”, o “existe un severo castigo para quien se arriesga al terreno de lo desconocido”.
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Sea como sea, la frase “¡Aún puedo ver!” (tan similar a la célebre Eppur si mouve) habría acentuado la otra posible lectura del desenlace: el conocimiento que Xavier tanto deseó, ha dejado de ser científico, filosófico o incluso metafísico para convertirse en sabiduría, y entonces lo que Xavier se arranca es la ceguera anterior (simbolizada por los ojos negros): se ha transfigurado y ya no necesita a los ojos para ver: percibe con todo lo que es, y ahora Xavier es visión, sin límites, sin obstáculos, sin pérdidas. Esta segunda interpretación puede sintetizarse en una frase: contemplar es ser contemplado.
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Curioso que existiera una admonición bíblica aun para un caso tan excepcional; evidentemente el predicador se enfrenta a un caso único (¿cuántos de sus feligreses podrían acercársele para decirle lo que están viendo en el centro del universo?) y, sin embargo, de modo automático y con total seguridad responde con una admonición bíblica que sanciona a la soberbia de todo aquel que traspasa la metafórica cerca de púas. La excepción que encarna Xavier tiene, pues, más antecedentes en la experiencia humana de lo que podría suponerse. Con ello Corman sugiere una regla oculta: ver el cosmos y verse visto por el cosmos resulta en sí la esencia de la experiencia humana: de ahí la contundente represión que se le adjudica.
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En la novela El hombre invisible (1897) de H.G. Wells, así como en el protagonista de esta novela, Griffin, se ha leído la usual “moraleja” según la cual la ciencia es pecado (“hay cosas en que los hombres no deben meterse”). La misma lectura ha recaído sobre Xavier en esta obra maestra de Roger Corman. Y sin embargo, no resulta improcedente relacionar a Griffin con Xavier en un punto anterior al establecimiento de pecados y virtudes. Tanto en la novela de Wells como en la clásica película de James Whale basada en esta novela (The Invisible Man, 1933), conocemos a Griffin cuando éste ya se encuentra “enloquecido” por la droga que utilizara para invisibilizarse; un proceso análogo ocurre a Xavier luego de que, como el mono, es arrebatado por lo que contempla. Mas no resulta improcedente imaginar a estos dos individuos igualmente sedientos de respuestas antes de “perder el control”. Los párpados transparentes, heridos por la luz, hermanan a ambos personajes: la inicial hybris de Xavier se traduce en el deseo de ver más allá de lo visible; el dislocamiento final de Griffin consiste en encarnar a lo invisible.
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El hecho de que en la película de Corman el mono sucumbe aparentemente debido al pánico, ha sugerido a críticos norteamericanos (siempre necesitados de respuestas, de definiciones del misterio) que el animal vio algo espantoso, una especie de monstruo lovecraftiano que acecha en los umbrales de la visión humana. Pero ¿por qué limitar la lectura a las convenciones genéricas y así renunciar a conectarla con sus evidentes hilos arquetípicos? ¿Por qué no ir hacia atrás por esos hilos, del mismo modo en que Xavier se remonta más allá de lo aparente hasta contemplar la fuente misma del universo? Lo que el mono y Xavier vieron —y el espectador está a punto de ver— podría más bien llamarse lo inconmensurable, como atestiguan los místicos que se han acercado a la visión total. La correspondiente analogía metafísica no es la del hombre que se arranca el ojo que lo arrastra a la caída, sino la de aquel que atestigua la teofanía, la manifestación divina representada en las escrituras sagradas de todas las culturas. En todo caso, aquellos críticos ignoran deliberadamente la explicación que da el propio Xavier: el mono sucumbe ante la falta de comprensión sobre lo que percibe. No lo mata lo que ve, sino el no comprender lo que reciben sus ojos.
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En la Biblia, la teofanía es descrita como algo inimaginable, pavoroso, fulminante; por eso Jacob afirma: “he visto a Dios cara a cara, y no obstante ha quedado a salvo mi vida” (Génesis 32:31), y Moisés, que apacentaba un rebaño en la montaña, ve una zarza ardiente de la que se desprende la voz divina y se cubre el rostro, “porque temía fijar su mirada en Dios” (Éxodo 3:6). Más tarde, cuando Moisés regresa con el pueblo elegido a la misma montaña, la divinidad le advierte: “intima al pueblo que no traspase el límite hacia Yavhéh para ver, no sea que perezcan muchos de ellos” (Éxodo 19:21).
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El misticismo judío llama a la zarza ardiente sené: de ella proviene el nombre que se dio a la montaña en donde la divinidad se reveló a Moisés, Sinaí. En la Torá (3:2-4) puede leerse: “Se le apareció el Enviado de Dios a él, en la llama de un fuego, en medio de la zarza. Vio él y he aquí que la zarza ardía en fuego, pero la zarza no se consumía. Dijo Moshé: Me desviaré ahora y veré esta gran visión, ¿por qué no consume la zarza? Vio Dios que él se desvió para ver, lo llamó a él Elohim desde el medio de la zarza y dijo: Moshé, Moshé. Dijo él: Aquí estoy”. Moisés avanza por el camino conocido y de pronto ve un prodigio que lo hace detenerse: una zarza que arde sin consumirse, símbolo de lo infinito. Entonces se aparta de la senda de todos y entra en lo sagrado: de inmediato aquel camino que recorría queda definido, por comparación, como profano, prosaico, vulgar. Lo que para Moisés era antes “el mundo”, una totalidad, se revela como la parte mínima de un todo; esta verdadera totalidad habría permanecido invisible si él no se hubiera separado de lo que creía “su” camino.
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También el islamismo recoge esa imagen primigenia; en esta versión, Moisés se halla con su familia en la montaña y ve un fuego a lo lejos; pide a sus parientes que lo esperen y agrega: “Tal vez os traeré un tizón, o bien podré con ayuda del fuego dirigirme por el camino” (esto sugiere que era de noche). Cuando se acerca, una inimaginable voz lo llama por su nombre desde las llamas, y a continuación le ordena: “Quítate las sandalias, estás en el valle santo de Thuwa” (Corán 20:9-12). Moisés, el elegido, se ha alejado de su clan y con ayuda del fuego ha descubierto su verdadero camino a mitad de las tinieblas; está, por tanto, pisando tierra santa: lo sagrado es sinónimo de apartamiento, separación. Un único carácter sagrado cubre a todos los seres humanos que —tanto en el mito como en la dramaturgia— se desvían para ver.
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En este caso, Moisés fue prácticamente arrebatado de su lineal cotidianidad para atender a una señal por demás estentórea, pero ¿qué sucede con aquellos que no son elegidos ni reciben llamadas directas, y a quienes incluso se advierte de mil estrictos modos que no busquen tres pies al gato? Un profundo sentido trágico baña a los individuos que, pese a todas las severas advertencias y a riesgo de su propia vida, traspasan el límite hacia Yavhéh para ver. Xavier y Griffin son dos de esas figuras movidas por la urgente, íntima, insobornable necesidad de la visión total.
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Sin duda es esa misma necesidad la que alimenta al protagonista de Reflejos, aunque de un modo más intuitivo, incierto y tentaleante. Éste busca un instrumento que incremente su sentido de la vista (no sólo quiere ver más a través del alteroscopio sino comprender ese surplus que sus ojos miran), mientras que Griffin se convierte en un instrumento que intensifica a la visión de los demás (buscando rastrearlo, sus perseguidores se ven obligados a fijarse más en las imágenes del mundo). Es Xavier quien llega al clímax de esa línea: se convierte a sí mismo en un alteroscopio y se ofrece para que sus semejantes miren a través de él.
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El inmenso valor simbólico de X, El hombre con ojos de rayos X es precisamente ese, la intuición de un más allá de los límites de la percepción (lo humano permitido), que se sintetiza en un cuestionamiento: si somos lo que vemos, ¿en qué se convierte Xavier? La tragedia que Corman dibuja en este personaje radica en que —otra vez como el mono del experimento— no puede dejar de ver. El sustento trágico que Whale sugiere en Griffin estriba en que el hombre invisible, pese a todos los dislocamientos, propios y ajenos, hipotéticos y reales, no puede dejar de convertirse en la demostración de que los límites —no sólo los de la percepción sino todas las cercas de púas que demarcan lo que se supone que es el territorio de lo humano en todos los niveles— son falsos.
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En los estadios finales de su experiencia, Xavier manifiesta una actitud que ha sido mayoritariamente entendida como egolatría, soberbia o signo de locura: insiste en declararse capaz de ver, dice lo que mira y advierte a otros de peligros, trampas y acechanzas, cuando lo previsible para alguien dotado con tal poder sería que se callara y explotara sus capacidades en provecho propio. Como tantos otros personajes se cubre con todo tipo de anteojos pero, por una vez, no se trata del símbolo del ocultamiento: lo hace para mitigar la luz que le impide dormir pero también para no espantar a sus semejantes con el aspecto de sus globos oculares. En otras palabras: su intenso viaje no lo encierra en sí mismo y nunca deja de pensar en los demás: es sólo por ello que, pese a todas las venganzas y represalias que le caen encima, Xavier dice lo que ve.
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Xavier y Griffin aprenden de Moisés la mayor definición del héroe trágico: desviarse para ver. Sin embargo, una iluminación personal no basta, y Xavier enuncia la indispensable continuación de ese subversivo desvío individual. Si uno se ilumina, es de inmediato condenado a que se arranque los ojos, pero el sentido de este castigo es “proteger” a los demás, es decir, evitar que aquél incendie con su mirada los ojos de sus semejantes, que comunique el misterio, que lo extienda por medio de los vasos comunicantes. Xavier se juega el todo por el todo porque sabe, como Moisés, que una iluminación personal, por más trascendente que sea, sigue siendo falsa mientras no sea de todos sin excepción. El protagonista de X no es un profeta ni un iluminado, pero profiere la frase más alta de los profetas e iluminados: He venido para decirles lo que veo. Sin embargo, se libra de toda esoteria, de toda secta, de todo aislacionismo porque no hubo zarza ardiente que lo llamara y porque sólo lo mueve un deseo prometeico de comunicar. Así, su frase climática significa He traspuesto la cerca de púas, he visto y he regresado no sólo para decirles lo que veo sino para ayudarlos a ver.
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[En esta sexta parte de Alteroscopio he utilizado fragmentos de Otras visiones del hombre invisible, Ediciones Sin Nombre, col. Los Libros del Arquero, México, 2007.]

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[Leer la séptima parte.]

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1 comentario:

Belacqua dijo...

Daniel... como te contacto...?
un abrazo
Roberto sosa Martínez