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DGD:
Redes 62 (clonografía), 2009 |
12. Enciclopedismo. La idea de una conversación
crítica registrada en papel es casi la definición del género epistolar, y de
ahí que las Cartas a Lucilio de
Séneca y los Moralia de Plutarco
hayan sido vistos como colecciones de ensayos. En el Siglo de Oro español se
llamaba “poeta entreverado” al que “escribe poemas en donde mezcla cosas
diversas”. Esta línea
conversacional, ya no entre dos corresponsales sino entre el autor y sus
lectores, y ya no supeditada a un tema sino a la personalidad de quien escribe
y su ánimo de pensamiento (prosa entreverada), se conserva en los
tratados o summas en la Edad Media, y
brotan aquí los nombres de Erasmo y Rabelais, de Goethe y Voltaire, de Rousseau
y Papini, de Shakespeare y Cervantes, de Quevedo y Swift, de Italo Calvino y
Lezama Lima, todos ellos “poetas entreverados” que tenían ese espíritu al que
más tarde se llamaría universalismo crítico, o también, en términos generales,
humanismo enciclopédico (y que bien podría llamarse cosmovisión).
En los
trabajos de estos grandes charlistas puede vislumbrarse esta otra aura del
ensayo: el enciclopedismo. No, claro está, a la voluminosa manera de Plinio,
Linneo o Buffon, sino de la forma en que lo heredaron Voltaire y Flaubert, es
decir ya no como empresa sino como actitud.
Ésta se ejemplifica bien en Borges, que prefería suponer que la enciclopedia ya
estaba publicada y citaba una sola entrada de esa magna obra imaginaria. Pero
la parte hace suponer al todo: aun en un ensayo de diez páginas, Borges (gran
lector de enciclopedias, y sobre todo de la Británica)
hace sentir la presencia (la sombra, el eco, el ansia) de todo el conocimiento
humano. En Borges, Voltaire, Flaubert, Robert Burton, Tomás Moro, lo mismo que
en Montaigne, Cicerón, Erasmo, Plinio o Platón resulta notoria una gana de anotar el mundo, en el sentido erudito,
pero también lúdico, con que los escoliastas anotan volúmenes antiguos.
Sin
duda puede hablarse de un linaje de “ilustres bibliófagos” (denominación usada
por Borges en “La Biblioteca Total”), esos espíritus universales y
enciclopédicos que convirtieron a la erudición en un hedonismo y a la infinita
sed de conocimiento en una biblioteca. Casi arquetípica a este respecto resulta
la biblioteca de Montaigne, situada en el piso tercero de su emblemática torre
circular. Todo gran ensayista crea en torno a sí un mundo de libros, y no
porque su “capacidad permanece encerrada en sus bibliotecas suntuosas”
—según dice Montaigne—, y tampoco por “extraer de otro la sabiduría”, sino
porque “no podemos ser sabios más que con nuestras exclusivas fuerzas y
recursos”, lo cual significa que el yo
es una específica combinatoria de lo que ofrece el mundo (la biblioteca). Sólo
de este modo se entiende el adagio de Cicerón citado por Montaigne: “Porque no
basta alcanzar la sabiduría, es preciso saber usar de ella”. Montaigne deja muy
clara su convicción de que primero hay que saber usar de la biblioteca personal, y así se complace en describir la
suya:
La figura de mi biblioteca es circular, y la
pared no tiene de plano sino el lugar preciso para la mesa; el sitial; al
ondularse, me ofrece de una ojeada todos mis libros, colocados en estantes de
cinco peldaños, todo alrededor. [...] Ahí hojeo unas veces un libro, otras
otro, sin orden ni designio, al desgaire: unas veces fantaseo, otras registro y
otras dicto paseándome los que aquí ven [...]. Ahí está mi residencia; ahí
intento convertirme a mi propia dominación [...]. Si alguien me dice que es
envilecer a las musas servirse solamente de ellas como de juguete y pasatiempo,
es porque no sabe como yo cuánto valen el placer, el juego y la distracción;
casi me atrevería a decir que todo otro fin es ridículo.
Una
cierta aura se desprende de todo esto: aquella según la cual el ensayo es una
búsqueda de originalidad. Sin duda su meta es lo inédito, lo imprevisible, pero
no lo obtiene por medio de buscar estas nociones abstractas por sí mismas. Resulta
proverbial el odio de Montaigne hacia la erudición hueca y la pedantería
libresca sin relación alguna con el sentido profundo de placer, juego y distracción. Por eso rehúsa considerarse
a sí mismo un guía espiritual o un maestro del pensar; afirma que no tiene filosofía
sino búsqueda de la propia identidad a través de la extrañeza (“No he visto nunca tan gran monstruo o milagro como yo
mismo”). No lo mueve el ego sino a la inversa: “El aditamento de toda otra
ciencia es perjudicial a quien no posee la de la bondad”, y nada sino esa bondad debería, para Montaigne, centrar
el afán central del enciclopedista: convertirse
a su propia dominación. Y en ello hay una pizca (o una montaña, según el
caso) de humildad.
La
gran mayoría de los autores que poseen un espíritu enciclopédico, una insaciable
ansia de conocimiento, parten de una convicción: cualquier idea que se les
ocurra, por más novedosa que parezca, ya alguien la expuso en alguna coordenada
del espacio y del tiempo. El enciclopedismo de estos aventureros, que suelen
ser creadores de sendas magníficas bibliotecas (o, si son nómadas y a la manera de los marineros dejan una biblioteca parcial en cada puerto, actúan como asiduos
visitantes de las grandes bibliotecas públicas), tiene ese móvil secreto:
buscar, en el océano de la cultura humana, a ese alguien que ya dijo esto o
aquello: es la búsqueda de ese cómplice secreto, de ese hermano de armas, de
ese cofrade invisible. Existe —exclama Montaigne— una suprema inutilidad en “volver
a decir peor lo que otro ha dicho primero mejor”, no así en dialogar con él, a
veces en tono de franca polémica, a veces en calidad de colaboración para dar
con una idea que no es de uno ni de otro, sino del encuentro. En última instancia, la sed de conocimiento es, también,
de manera misteriosa, una sed de reconocimiento entre seres afines: un diálogo.
Sin duda por eso casi todos ellos comparten el culto por el Quijote, que es la historia —como dice
Borges— “de un hombre modificado por su biblioteca”.
Numerosos
críticos y comentaristas cervantinos hablan de la “biblioteca de don Quijote”;
acaso deberían decir “de Alonso Quijano”, puesto que este es el hombre que,
modificado por sus lecturas, se transforma en don Quijote. (Una modificación que tiene que ver con el
arte y la erudición, pero también con la gnosis
y la alquimia.) En términos cuantitativos, esta biblioteca posee unas
dimensiones considerables para la época: “más de cien cuerpos de libros grandes”
(I, 6), “más de trescientos libros que son el regalo de mi alma y el
entretenimiento de mi vida” (I, 24). En términos cualitativos, esta reunión de volúmenes
puede verse como una muy personal combinatoria,
en este caso a partir de tres géneros principales: libros de caballerías,
novelas pastoriles y poesía heroica. La biblioteca de Cervantes se refleja en
la de Quijano; ambas se reflejan en toda aquella de cualquier época que
contenga un ejemplar del Quijote. La
biblioteca circular de Montaigne no es un “núcleo aparte” sino un vaso
comunicante de todas ellas, desde la de Alejandría hasta la del Vaticano, desde
la Biblioteca Nacional de París hasta la del Congreso norteamericano. Éstas y
todas las demás, pasadas, presentes y futuras, conforman el universo más
fascinante de la literatura, la Biblioteca de Babel, combinatoria de
combinatorias.
En
numerosas ocasiones la biblioteca personal, en tanto combinatoria, bien podría llamarse
la obra maestra del recopilador: un mosaico, una conjunción, una constelación de
volúmenes cuidadosamente seleccionados, acariciados, consultados, estudiados, a
veces anotados en los márgenes y en todo caso signos cada uno que anotan al anotador. (En México este
linaje incluye los nombres de Alfonso Reyes, Julio Torri, José Luis Martínez,
José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis o Ernesto de la Peña.) Borges imaginaba el paraíso bajo la
especie de una biblioteca; sin duda la de cualquiera de estos anotadores del mundo confirma ese aserto,
sobre todo si se las considera no como núcleos aislados sino como un organismo.
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Bibliografía
Borges: “La Biblioteca Total”,
en Sur, Buenos Aires, agosto de 1939.
Inc. en J.L.B.: Ficcionario, Fondo de
Cultura Económica, col. Tierra Firme, México, 1985; edición de Emir Rodríguez
Monegal.
Michel de Montaigne: Essais (1588). [Los ensayos (según la edición de 1595 de Marie de Gournay), El
Acantilado, col. Ensayo 153, Barcelona, 5ª ed., 2007, 2009; prólogo de Antoine
Compagnon; ed. y trad. de J. Bayod Brau.