jueves, 26 de diciembre de 2024

Lao-Tsé: la paradoja flexible

 

DGD: Postales, 2020-2024.

 

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Lao-Tsé: la paradoja flexible

 

 

[La deducción más realista de los historiadores acerca del origen del Tao Te King (o Daodejing, Libro de la Vía y de la Virtud) es a la vez la más imaginativa: hacia el año 300 a.C. un sabio chino lo habría compilado y divulgado atribuyendo su autoría al ya entonces legendario Lao-Tsé. Anonimato y leyenda se funden en ese libro sagrado y a la vez legendario —características no siempre simultáneas— que, como todos los textos fundamentales, no tiene origen y parece haber sido escrito desde y para siempre. El Tao Te King tuvo una considerable influencia en el pensamiento y la cultura orientales; no fue menor, sin embargo, la influencia que ejerció en Occidente. Acaso no se equivoca quien sugiere que el Tao Te King introdujo en la cultura occidental el verdadero uso profundo de la paradoja. Pese a las señeras aportaciones de los presocráticos, de Zenón de Elea, de los estoicos, de Hesíodo, Occidente asume a la paradoja como una mera manifestación de la dialéctica, es decir, de la confrontación de opuestos, la guerra de polos diametralmente separados que combaten eternamente con el único fin de destruirse uno al otro: la mentalidad occidental sólo puede reconocer a lo alto si lo compara con lo bajo; al fuego con el agua; a lo negro con lo blanco. En cambio, en el Tao Te King el paradigma no es la guerra sino la revelación: lo alto se remonta aún más en lo bajo; el fuego quema porque es agua; el negro aprende lo oscuro en el blanco.

   De cuando en cuando el hombre occidental intuye que la razón y la lógica distan de ser herramientas suficientes para entender el mundo; su experiencia individual sabe, por ejemplo, lo que le dicen los poetas respecto al tiempo: que los años son cortos pero las horas largas. La ciencia le explica esto aduciendo al tiempo subjetivo, pero ello no basta para tranquilizarlo: ¿cómo es posible —se pregunta— que existan verdades como esa, que él comprueba a cada instante y que contradicen al aparato racional en el que todo descansa? Su respuesta personal es evitar la paradoja, y cuando no le queda otro remedio que enfrentarla, hacerlo de modo marginal, un tanto estupefacto y en todo caso como un hecho “curioso”, sin ir más allá. El ir más allá exigiría una flexibilidad que es lo primero que Occidente extirpa del individuo. Uno de los grandes poetas del séptimo arte, Andrei Tarkovski, apreciaba profundamente unas líneas del Tao Te King: “La dureza y la fuerza son compañeras de la muerte. La flexibilidad y la suavidad son la encarnación de la vida”. Flexible es acaso el adjetivo preciso para hablar de este libro y su forma de percepción.

   Ejemplo magno de la paradoja flexible es el wu wei de Lao-Tsé, traducido como “no hacer nada”, o “hacer en el no-hacer”, o “hacer no haciendo”, y que se contiene de modo transparente en el modo en que define sin definir al Tao (Dao), el Camino, la Vía (en una de las sentencias más profundas y admirables que ha emitido la sabiduría humana): “El Tao, sin hacer nada, no deja nada sin hacer”. Aquí la paradoja se contiene en sí misma como una serie de muñecas rusas: la nada hace, el sabio hace la nada, el camino anda más rápidamente que el caminante porque no se mueve y al no moverse no deja nada sin mover.

   Nadie como Antonio Porchia ha sabido asumir esa postura: “Sí, el hacer hace. Lo hecho es obra del hacer. Pero lo hecho hace, es el mismo hacer. El hacer no hace nada”. O bien: “Quien hace lo que hace como sabiendo hacer lo que hace, no hace consigo lo que hace, y no es suyo lo que hace”. Y sobre todo: “Como me hice, no volvería a hacerme. Tal vez volvería a hacerme como me deshago”.

   Las leyendas y mitos posteriores integraron a Lao-Tsé en la religión china, convertido en una deidad principal del taoísmo que revelaba los textos sagrados a la humanidad; algunas versiones sostienen incluso que tras salir de China, Lao-Tsé se convirtió en Buda. Negarlo —o incluso dudar de ello— sería faltar a la flexibilidad de este insigne maestro de la paradoja. (DGD)]

 


 


 


 


 


 


 

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lunes, 16 de diciembre de 2024

Reunión (13). El escenario

 

DGD: Postales, 2023-2024.

 

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Reunión (13). El escenario

D.G.D.

 

Existe algo esencial acerca de los actores que nunca termina de decirse o comprenderse del todo. Para entreverlo basta considerar algo que parece un lugar común: el actor, que es un ser humano, representa al ser humano. A continuación basta plantear un razonamiento que se desprende de aquél y que también posee toda la apariencia de obviedad: cualquier ser humano tendría que poder representar a cualquier ser humano, al menos dentro de sus propios parámetros (género, raza, edad, cultura de origen, educación...).

               Que esto dista de ser así suele explicarse por la inmensa artificialidad que representa el medio en el que se inserta la representación: el propio escenario implica una cantidad tal de artificios que extermina a toda espontaneidad, a toda naturalidad, y, para algunos, a toda apariencia de realidad. Así nace la máxima paradoja: sólo unos cuantos seres humanos son capaces de representar al ser humano, y esto depende de un oficio tan complejo como demandante, que para colmo ninguno de sus practicantes y teóricos termina por definir de un modo específico. En otras palabras; sólo unos cuantos aprenden a tomar la espontaneidad de la vida, hacerla atravesar un interminable laberinto hecho de niveles de artificialidad y hacerla brotar de nuevo en el centro mismo de ese laberinto, como un loto en el pantano.

               Pero ¿a qué tipo de ser humano representan los actores? O en otras palabras: ¿qué definición de lo humano podría derivarse de la suma total del trabajo de los actores, en una época determinada y en todas ellas, dado el excepcional punto de partida consistente en que los actores (y en general los demás artistas que pisan un escenario, o su equivalente) renuncian de entrada a definir, no sólo a aquello a lo que representan sino al modo (el “método”) según el cual se lleva a cabo esa representación?

               Este misterio es indesligable de un enigma paralelo: la transformación del actor, su volverse otro, sucede en un espacio y un tiempo que también se vuelven otros. Si un actor comienza a actuar en plena calle (esto lo intuyen plenamente los performers callejeros), el sitio en donde pisa, que segundos antes era un lugar tan banal como cualquier otro, se convierte en el marco de una forma de ceremonia o ritual, es decir, en escenario. Lo mismo sucede con el tiempo, puesto que el lapso que va del principio al final de la representación abandona el tiempo cotidiano y aborda una forma superior de conteo. En ambos casos puede hablarse muy bien de un tiempo y un espacio sagrados. (Lo sagrado es lo que se aparta. La catedral es la casa de lo divino a mitad de lo profano. Sólo ella es sagrada.)

               Sin embargo, esta propuesta desencadena signos de interrogación: ¿existe realmente un lugar “banal”?, ¿hay un tiempo “cotidiano”? ¿Qué tal si en vez de una tajante dicotomía (sagrado-profano, presencia-ausencia) debe hablarse de una escala de grises? En otras palabras: ¿qué pasa si el escenario no es la transformación total de un espacio banal en un espacio sagrado (de negro a blanco) sino el grado extremo de una condición permanente (la escala de grises)? En este caso sólo puede concluirse que esa calle en donde el actor actúa ya era sagrada en un sentido latente, y el actor-oficiante sólo lo ha despertado, lo ha hecho manifestar su carácter profundo. (Lo sagrado no sería, entonces, lo que se aparta, sino lo que se revela. La catedral es el recinto más alto o sublime de la casa de lo divino, que es el mundo entero. Todo es sagrado.)

               Puede trasladarse esto a otro nivel: en un cierto sentido podría decirse que sólo unos cuantos seres humanos son capaces de representar al ser humano (el actor es sagrado, el público es profano). Sin embargo, hay otra forma de verlo: todos los seres humanos son actores, pero sólo unos cuantos llevan esta esencia al nivel del arte y el oficio. De ahí la complejidad de la relación entre el actor y su audiencia: no sería la de un entendido respecto a legos, sino la de colegas en diversos grados de internamiento consciente.

               Hay más, por supuesto. De modo célebre, Shakespeare, el actor/dramaturgo por excelencia, exclama que “El mundo es un escenario y todos los hombres y mujeres no más que actores”. No más, no menos. El hombre es, dice Witold Gombrowicz, “un eterno actor, sin duda, pero un actor natural, porque su artificio le resulta congénito, y es incluso uno de los caracteres de su estado de hombre... Ser hombre quiere decir ser actor, ser hombre es simular al hombre, comportarse como un hombre sin serlo en profundidad, interpretar a la humanidad... No se trata de aconsejar al hombre que se despoje de su máscara (cuando detrás de ésta no hay ninguna cara); lo que se le puede pedir es que tome conciencia del artificio de su estado y que lo confiese”. Toda acción humana, ya sea en un escenario o en la vida “cotidiana”, tiene mucho de esa necesidad de confesión.

 


 


 


 


 


 

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