DGD: Textil 66 (clonografía), 2009 |
miércoles, 24 de julio de 2013
Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XXIII: Fluidez y estancamiento)
(XXIII) Fluidez y
estancamiento
En la hipercomercial y opulenta película Guerra mundial Z, un supuesto científico
dice el lema central de toda esta película-negocio: “La madre naturaleza es una
asesina serial. No hay nadie mejor, ni más creativo. Pero como todo asesino
serial, tiene el terrible deseo de ser descubierta. ¿Para qué cometer crímenes
tan brillantes si nadie se lleva el crédito? Así que deja migajas. Lo más
difícil, lo que te mantiene una década en la escuela, es reconocer las migajas
como los indicios que son. Y a veces, lo que creíste que era el aspecto más
cruel y brutal del virus, es la gran debilidad en su armadura. Y le encanta
disfrazar las debilidades como fortalezas”.
El discurso
de la conveniencia se forma con este tipo de gotas de un torrente dictatorial y
permanente. El darwinismo social gobierna a todas las ideas difundidas por
Hollywood. Una vez aceptado que “la madre naturaleza es una asesina serial”,
entonces sí conviene reconocer las raíces naturales del hombre, quien por tanto
es también un asesino serial, por “herencia”, o, para usar la gran coartada, por naturaleza.
*
En biología se utiliza el término palingénesis para aludir a
la reproducción exacta de los aspectos ancestrales de la herencia; el opuesto
es la cetogénesis, en donde el medio ambiente modifica a las características
heredadas. Es este un binomio correspondiente a nature/nurture. Pero el
discurso de la conveniencia nunca aceptará el factor educación (la influencia
del medio ambiente), puesto que éste implica el libre albedrío, la capacidad de
elección, el acto individual de negarse a recibir determinada educación por
falsa o perniciosa.
*
Oponerse al discurso ideológico de Guerra mundial Z (y de los millares de filmes y series de
televisión semejantes) es, por tanto, “antinatural”. La crítica y toda
actividad lúcida alternativa se vuelven prácticamente actos “contra-natura”.
*
Nurture (la
cetogénesis) queda fuera del juego para que reine Nature, que no es en absoluto “la naturaleza”, sino ese específico
simulacro (tradición manipulada) que el poder requiere para afirmarse como
fatal e inevitable: no hay opciones, no hay libre albedrío: sólo hay
palingénesis: el hombre es un asesino serial y punto.
*
El propio discurso hollywoodense, entusiasmado por su “evidencia
avasallante”, descuida la metáfora. De Hollywood (y de todo el discurso de la
conveniencia) puede decirse lo mismo: “Pero como todo asesino serial, tiene el
terrible deseo de ser descubierto”. Y aún más: “A veces, lo que creíste que era
el aspecto más cruel y brutal del virus, es la gran debilidad en su armadura. Y
le encanta disfrazar las debilidades como fortalezas”.
* * *
No puede decirse propiamente que la tradición “tienda a
estancarse”: la historia humana prueba que la tradición es un estancamiento; de ahí que la ruptura no resulte “a veces”
necesaria, sino incesantemente indispensable. En el terreno de la filosofía,
Borges estipula que Macedonio Fernández “no formuló ideas nuevas —acaso no las
hay—, [pero] redescubrió y repensó las ideas eternas”.
*
El estancamiento en ningún modo es exclusivo de la
literatura, pero parece especialmente notable en ella. En una página citada por
Borges, T.S. Eliot denunciaba uno de tantos agotamientos, el de la novela
policiaca, que —observa Eliot— “se repite peligrosamente: en el primer capítulo
el consabido mayordomo descubre el consabido crimen; en el último, el criminal
es descubierto por el consabido detective, después de haberlo ya descubierto el
consabido lector”. Muy diversos tipos de ruptura intentan salvar el peligro de
las repeticiones, pero a la vez el público las acepta y hasta las demanda: es
el reconocimiento a las “convenciones de género” que hacen reconocible, en este
caso, a la novela policial.
*
Los autores buscan, pues, rupturas “moderadas”:
suficientemente “renovadoras del género” pero nunca tan definitivas que
pudieran escapar por completo al reconocimiento (y menos aún que pudieran
contribuir a la desaparición de ese género o subgénero). El público aplaude una
“variante novedosa” que le muestra nuevas facetas de las mismas “leyes” pero
rechazaría con indignación una ruptura absoluta de esas leyes.
Los géneros
viven, pues, no de sus leyes sino de la graduación (siempre subjetiva, siempre
graduada) de las variaciones practicadas sobre ellas. Existe un límite más allá
del cual las rupturas dejan de ser moderadas, graduadas y calibradas, y se
vuelven definitivas: esa zona off limits
es muy temida porque su nombre es caos o, en otros niveles, revolución.
Pero las
revoluciones, cuando surgen, y sobre todo cuando no pueden ser sofocadas a
tiempo, son entonces prontamente devueltas al territorio conocido: se
institucionalizan, se vuelven tradición, es decir, estancamiento. Y el péndulo
comienza de nuevo a moverse. O a la apariencia de moverse, puesto que el péndulo
ha sido congelado en su extremo: el de la extrema derecha.
*
Borges aporta un matiz a esta discusión eterna y
aparentemente irresoluble: “los géneros no son otra cosa que comodidades o
rótulos y ni siquiera sabemos con certidumbre si el universo es un espécimen de
literatura fantástica o de realismo”. Acaso esta oración puede parafrasearse
por medio de sustituir los sustantivos: tradición y ruptura no son otra cosa
que comodidades o rótulos y ni siquiera sabemos con certidumbre si el universo
es una tradición o una ruptura, o en qué niveles podría considerarse esto o
aquello.
Evidentemente
no es ni una cosa ni la otra; tradición y ruptura son formas humanas de mirar (modos
de adjudicar niveles a posteriori), y
por lo general es
el discurso de la conveniencia el que determina que el universo sea visto como tradición o
como ruptura (o como tradición de la ruptura, o como traición de la tradición).
* * *
Twice Told Tales (Cuentos dos veces contados) es el título
de una colección de cuentos en dos volúmenes de Nathaniel Hawthorne publicada
en la primavera de 1837. Ese título estaba inspirado en un fragmento de The Life and Death of King John (acto 3,
escena 4) de William Shakespeare: Life is
as tedious as a twice-told tale / Vexing the dull ear of a drowsy man (“La
vida es tan aburrida como un cuento contado dos veces / Que fatiga el oído
sordo de un hombre somnoliento”).
La repetición
mata a la novedad y no hay como repetir un suceso insólito para volverlo
tradición y con ello devolverlo a lo tedioso.
Escribe
Sergio Pitol que, sin la existencia de la literatura, “el lenguaje sería gris,
plano, reiterativo. Es la literatura la que lo alimenta, lo transforma, lo
castiga a veces, pero le otorga una luminosidad que sólo ella es capaz de
crear”. En este párrafo podría sustituirse “lenguaje” por “tradición” y
“literatura” por “ruptura”.
* * *
La vida es una tradición que depende, para perdurar, de sus
rupturas incesantes (si no se producen se las inventa), impredecibles (aunque
no sólo se las predice sino se las provoca) y totalmente novedosas (aunque los
elementos que barajan son tradicionales y aun las combinatorias más afortunadas
se volverán rápidamente tradición).
*
Uno de los niveles más curiosos de este fenómeno es la
juventud, que es tradicionalmente
definida como ruptura en sí misma. Sin embargo, el culto generalizado hacia
ella la infiere como sólida tradición. La edad madura del ser humano, que
tendría que ser lo tradicional respecto a lo cual la juventud es ruptura, se
vuelve, por tanto, ruptura de la tradición que es la juventud. El anciano que
realiza obras o demuestra vitalidad se vuelve anómalo, y, como ruptura, se
cubre de los atributos de lo heterodoxo: la culpabilidad (por no ser joven), la
envidia (a quienes son físicamente jóvenes), la sed de expiación (no por haber
vivido sino por haber sido joven una vez).
*
“Cuando fracasan”, dice Dostoievski en Crimen y castigo, “incluso los mejores proyectos parecen estúpidos.”
En la mentalidad capitalista el fracaso es la tradición: está por todas partes
y es el más probable de los resultados en todo esfuerzo individual por “destacar”;
por tanto, el triunfo es la ruptura. Pero qué curiosa ruptura, cuando todos
tienden a ella y, sobre todo cuando, al conseguirla, ella se convierte en parte
de una tradición secreta, la de los triunfadores, los reguladores y líderes de
la comunidad. Los peores proyectos parecen magníficos si triunfan, mientras que
los mejores resultan estúpidos si fracasan. El carácter particular de cada
proyecto importa mucho menos que su inserción en la contradictoria categoría de
“tradición” (el fracaso que espera a todos, el triunfo designado para unos
cuantos) o de “ruptura” (el triunfo que vuelve glorioso a lo que toca, el
fracaso que vuelve vil a lo que no puede separarse de él).
* * *
Uno de los personajes de Paradiso
de Lezama Lima “siente el tiempo como un castigo”. El devenir temporal es visto
a veces como tradición, cuya ruptura es paradójicamente la eternidad (como los
instantes sagrados que experimentan Proust y Borges), y a veces como ruptura de
una tradición que es la eternidad.
lunes, 15 de julio de 2013
Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XXII: Cerebro y sexo / Culpabilidad e inocencia)
DGD: Serie de la piel 66 (clonografía), 2009 |
(XXII) Cerebro y sexo
/ Culpabilidad e inocencia
El ser humano está tradicionalmente dividido en tres áreas:
cerebro, corazón y sexo. Las dos últimas suelen considerarse como una sola, de
tal manera que la dicotomía queda entre cerebro y sexo, la razón y el instinto,
y en términos del sobreentendido, tradición y ruptura. El instinto es la
ruptura de la razón. De ahí el miedo que el racionalismo siente hacia lo “irracional”,
y de ahí que las principales vanguardias se hayan situado decididamente en los
territorios “oscuros”: erotismo, sueño, locura. Porque la tradición es vista
casi siempre como luz y la ruptura como oscuridad. La razón es “luz” de la
inteligencia; el instinto equivale a las tinieblas de lo primitivo. La sexualidad
es obsesivamente racionalizada, ordenada, regulada, puesto que ella equivale a la
ruptura; pero al mismo tiempo es una tradición, cuyo nombre es
heterosexualidad, que a su vez tiene rupturas: las así llamadas sexualidades
alternativas.
*
En este juego de espejos, las sexualidades alternativas son rupturas
que se mantienen obsesivamente como tales sin permitir el menor ordenamiento que
las amenace con ser englobadas por la tradición. Cuando se legalizó el
matrimonio gay en México, ciertos sectores de la propia comunidad homosexual
masculina fueron los primeros en oponerse, rechazando de bloque la “regulación”.
Algunos voceros de esos sectores dieron la clave cuando mencionaron que una de
las características fundamentales de las sexualidades alternativas es
precisamente la clandestinidad, condición que se les retiraría si comenzaran a
ser contempladas con la misma mirada rutinaria que recibe el matrimonio
heterosexual.
Todos los
deseos secretos, las parafilias, las perversiones, e incluso las adicciones,
son rupturas cuya fascinación casi desaparecería por completo si fueran de
pronto vistas como partes de una tradición. Una vez más, la repetición y la perdurabilidad
de lo clandestino lo convierten en una cierta tradición, pero una que depende
de estar siempre contrapuesta a la tradición mayor. Lo clandestino (el sabor
del peligro) da sabor a la ruptura, y por ello se la mantiene como tal, aunque
es, de hecho, una tradición.
En un poema publicado en 1896, Emily Dickinson murmura:
*
En un poema publicado en 1896, Emily Dickinson murmura:
Forbidden fruit a flavor has
That lawful orchards mocks;
How luscious lies the pea within
The pod that Duty locks!
[La fruta prohibida tiene un sabor
Que el huerto legal escarnece;
¡Con qué dulzura reposa el guisante
Dentro de la vaina que el Deber confina!]
*
Pregunta nada impertinente: ¿es el especialísimo sabor de
esa fruta el que genera la prohibición (lectura bíblica, es decir de la
tradición), o es precisamente la prohibición la que la vuelve especialísima
(lectura heterodoxa, es decir de la ruptura), y si no estuviera vedada sería
tan común y corriente como las demás frutas del huerto legal?
*
“Yo aseguro”, escribe el poeta Elías Nandino en su
autobiografía (Juntando mis pasos, 2000),
“que los hombres más felices no han tenido las noches de amor que yo tuve,
porque ellos las han gozado normalmente y yo las gocé con lo prohibido.”
Y si hay en
esas líneas una clave, ella se complementa con la que habita en estas otras: “Nadie
puede comprender el goce tan tremendo del amor contranatura y tener, al mismo
tiempo, el remordimiento como una punzada adentro de la conciencia”.
La expiación,
pero también la incertidumbre: “Nadie puede imaginar lo que es un placer así,
con deseo y con miedo, sin saber cuál será el resultado final”. Y: “No imaginan
qué grande fue para mí el goce cercado por el miedo”. Nandino practica un leve
cambio en la carga metafórica: “El amor no es eterno, pero el tiempo que es
amor, es cielo e infierno a la vez, es decir, un martirio gozoso”.
*
Pero no hay cielo (tradición) e infierno (ruptura), sino dos
infiernos que cumplen uno aquella tarea y el otro ésta: “El amor verdadero
[...] sólo se goza cuando los dos infiernos confunden sus llamas”.
Todos los
niveles son vasos comunicantes. No hay exceso en intuir que existe un regusto
de clandestinidad en la ruptura que la hace deliciosa, lo mismo que un matiz de
culpabilidad (por trastocar, por desafiar, por abusar, por traicionar).
*
A la sociedad no importa realmente que una persona sea
heterosexual; lo que sí le importa (y en grado superlativo) es que así lo declare. El machismo no es otra cosa que una permanente declaración de heterosexualidad: es
“propaganda ambulante”, y aún más que eso, puesto que la propaganda tiende a persuadir de forma esporádica mientras que el machismo tiende a advertir y hasta amenazar de modo constante e ininterrumpido. Esta es la verdadera educación del varón en sociedad, y el carácter de esta educación es agresivo y misógino. Bien observa Tomás Segovia que “a veces es difícil distinguir el lenguaje de nuestra moral erótica y el de las conversaciones de cantina, en las que parece que el asco y el repudio de la mujer es la única prueba de la heterosexualidad” (Cuaderno inoportuno, 1987).
Sucede con toda evidencia con las películas hollywoodenses que tocan temáticamente a las sexualidades alternativas: no sólo los críticos que hablan de ellas sino los propios directores, guionistas y actores se apresuran a declarar, en una inmensa mayoría de los casos, que son felices y satisfechos representantes de la heterosexualidad oficial. Si han hecho tal película es por el “desafío artístico” que ella contenía, etcétera; con este tipo de declaraciones se libran del estigma, aunque precisamente la película en cuestión tenga por tema denunciar ese estigma, criticar el repudio a lo heterodoxo en materias de orientación sexual e incluso exponer los crímenes de intolerancia perpetrados contra estas personas. Quien se declara heterosexual paga su tributo a una férrea tradición que no admite sino pequeñas rupturas convencionales que le permitan presumir de “respeto a la diversidad”.
La
declaración perpetua del machismo tiende, en efecto, a repudiar a la mujer, pero
ante todo a fomentar y mantener un sobreentendido básico: aquel según el cual
la heterosexualidad y la masculinidad son sinónimos. De esta forma, toda
actitud erótica alternativa es convertida en una declaración complementaria,
impuesta desde afuera a sus detentadores: “yo no soy heterosexual”, se les hace decir, que tiene un colofón
inferido: “y me atengo a las consecuencias”, que suelen ser graves.
Aun en
contextos sociales “permisivos”, el acento en esa frase cae en yo no soy, lo que implica una negación
del ser (no se entiende como “yo no soy heterosexual” sino como “yo no soy
hombre”, y en última instancia, literalmente, yo no soy). La primera consecuencia, en todo caso, es que las sexualidades alternativas son de entrada incluidas en (mejor dicho, excluidas hacia) el temido rubro de los otros, de lo otro: es la misma otredad que el machismo teme en la mujer. De ahí que la orientación
alternativa en cualquier varón sea vista en bloque como afeminamiento. (Y el rubro de lo otro es, tradicionalmente, el de los que no son.)
*
Sucede con toda evidencia con las películas hollywoodenses que tocan temáticamente a las sexualidades alternativas: no sólo los críticos que hablan de ellas sino los propios directores, guionistas y actores se apresuran a declarar, en una inmensa mayoría de los casos, que son felices y satisfechos representantes de la heterosexualidad oficial. Si han hecho tal película es por el “desafío artístico” que ella contenía, etcétera; con este tipo de declaraciones se libran del estigma, aunque precisamente la película en cuestión tenga por tema denunciar ese estigma, criticar el repudio a lo heterodoxo en materias de orientación sexual e incluso exponer los crímenes de intolerancia perpetrados contra estas personas. Quien se declara heterosexual paga su tributo a una férrea tradición que no admite sino pequeñas rupturas convencionales que le permitan presumir de “respeto a la diversidad”.
*
Un artista que en una obra denunciara la discriminación de
los zurdos, ¿sentiría a la vez la necesidad de declararse “orgullosamente
diestro”? ¿Se esforzaría en especificar que si le interesa lo zurdo es por
“interés humano”, y llegaría a reclamar que no es necesario ser zurdo para
entender las áreas y conflictos más íntimos de la “zurdidad”?
*
La ruptura, pues, conlleva un subtexto de traición, y la
traición implica a la culpabilidad. Es un asunto peliagudo. Del mismo modo en
que aquel que blasfema, cree (aún en la más atea de las blasfemias hay una
parte que confía en ser oída
precisamente por aquello contra lo que blasfema), las vanguardias de finales
del siglo XX —que fue cuando comenzó a hablarse de la “tradición de la ruptura”—
llevan al extremo, en su comportamiento y propuestas, el cinismo, la insolencia
y la provocación, acaso para compensar una soterrada culpabilidad (por la
“traición de la ruptura”). Nótese que culpabilidad no es lo mismo que
arrepentimiento; sin embargo, en este caso se usan como sinónimos.
*
El mismo trasfondo de culpabilidad y arrepentimiento a priori suele existir en las travesuras
de niños y adolescentes, así como en el cine hollywoodense de rebeldes. Desde
el origen de este subgénero con Rebelde
sin causa, la rebeldía es tratada como resultado de un hogar “disfuncional”
y el rebelde es visto como un muchacho extraviado que sólo quiere una
restauración del orden familiar a través de una serie de destrucciones y venganzas
que no son sino formas de llamar la atención.
La familia,
máxima tradición occidental, tiene a lo disfuncional como ruptura; en la muy
simple psicología de los media, el
rebelde se siente culpable (aunque no necesariamente arrepentido) de los males
que causa en su venganza contra la sociedad (ésta nunca se define como disfuncional
en sí misma sino como un orden cuyas falencias, y sólo ellas, son
disfuncionales).
Si la
historia del arte y la crítica son comparadas con lo anterior, se comprende por
qué historiadores y críticos, de una u otra manera, tratan al artista de vanguardia
a través del mismo sobreentendido: si el vanguardista llama la atención es debido
a una ulterior necesidad de orden. A mayor violencia de su propuesta personal,
mayor culpabilidad se le atribuye en ella.
*
Después de milenios de patriarcado, lo masculino es
sobreentendido como la tradición y lo femenino como la ruptura. Las muestras
abundan, y se hallan enraizadas en el mito fundamental: basta ver el modo en
que Eva rompió la tradicional placidez del paraíso y cómo su propia presencia
ya en sí fue una ruptura de tal magnitud, que San Agustín llegó a decir, sin
pizca de ironía ni de autocrítica, en su comentario del Génesis: “Si era compañía y buena
conversación lo que Adán necesitaba, habría sido mucho mejor arreglo el que
hubiera dos hombres juntos, como amigos, [y] no un hombre y una mujer”.
*
Evidentemente,
este mito actúa como ruptura y manipulación de otro anterior. Cuando se
identifica a lo femenino con la vida, atribuyéndole lo generador, lo estable (la
tradición), no automáticamente se está identificando a lo masculino con la
muerte. La manipulación consiste en dar a lo masculino una parte de la vida: la
activa, y a la femenina la “otra parte”: lo pasivo. Una manifestación más del
discurso de la conveniencia.
*
Los niveles no sólo actúan como vasos comunicantes, sino que
cada uno es la ruptura del que lo precede. Volvamos al ejemplo en el cual la
heterosexualidad es la tradición y las sexualidades alternativas son su
ruptura. Aún cuando, en cualquiera de las artes narrativas, en una historia se
ventilan formas alternativas dentro de la heterosexualidad (infidelidades, parafilias,
psicopatías), de todas maneras quedan dentro de la tradición (son a la vez
rupturas y partes de la tradición). Es por ello que no hay historias alternativas
dentro de lo alternativo y si las hay, automáticamente se convierten en
parodias (como las historias de “matrimonios” homosexuales en Staircase o La cage aux folles, o el intento de “humanizar” a personajes queer como en The Adventures of Priscilla, Queen of the Desert). Una ruptura
dentro de otra es vista como vuelta a lo tradicional, puesto que una de las dos
es negada; gran ejemplo es Brokeback Mountain, en donde los dos protagonistas declaran “I’m no queer”, con lo que el acento se coloca, por tanto, no en la excepción que pretendía la autora del relato original (Annie Proulx) sino en la culpabilidad y la auto-expiación (esa frase se reduce a “I’m no [one]”, “soy nadie”, “soy nada”, “no existo”). Esto en el interior de la película, pero en el exterior de ella la misma declaración de heterosexualidad han hecho incansablemente el director (Ang Lee) y los dos actores protagónicos (Jake Gyllenhaal y Heath Ledger). Y no porque importe su orientación sexual —hay que reiterarlo— sino porque lo esencial es declarar una sola orientación (pagar el tributo) para conjurar todo estigma que podría marcar indeleblemente sus carreras e incluso condenarlos a la inexistencia.
La tradición es una afirmación (“yo soy”), dicha de manera agresiva y amenazante, que requiere a una antagonista (la ruptura) a la que obliga a declarar lo contrario (“no soy”), aunque ella se desgañite gritando que es, e incluso que su ser equivale a demostrar formas alternativas del ser. Esos gritos no serán escuchados, sencillamente porque el territorio asignado a la ruptura es la oscuridad (el clóset) y el silencio (la clandestinidad), todo ello con objeto de que la tradición se apropie de la luz y de la voz.
*
La tradición es una afirmación (“yo soy”), dicha de manera agresiva y amenazante, que requiere a una antagonista (la ruptura) a la que obliga a declarar lo contrario (“no soy”), aunque ella se desgañite gritando que es, e incluso que su ser equivale a demostrar formas alternativas del ser. Esos gritos no serán escuchados, sencillamente porque el territorio asignado a la ruptura es la oscuridad (el clóset) y el silencio (la clandestinidad), todo ello con objeto de que la tradición se apropie de la luz y de la voz.
*
El mismo sobreentendido, de muy diversas maneras, cubre a
todo lo alternativo y lo heterodoxo: desde la medicina alternativa hasta las
religiones alternativas, desde el pensamiento “seudocientífico” hasta el
políticamente contestatario. Resulta innegable que todas estas corrientes, cada
una a su manera, conservan deliberadamente una forma de la clandestinidad: es
ella la que precisamente les da identidad, al contraponerlas con una vaga y
general tradición ortodoxa.
*
“Humanizar” a los personajes de Priscilla, Queen of the Desert no resulta tan tolerante o altruista
como parece. Hay en ello, al menos en parte, un decir “también estos personajes
tienen su tradición, y por tanto no son tan diferentes de nosotros”. Lo que no
se dice (pero se sobreentiende) en este mensaje subliminal, es que esa
“tradición irruptora” es vista desde fuera (es decir desde la “tradición
tradicional”, si es que existe) como anomalía, caso clínico, cuando no como
acto circense. Humanizarlos es hacerlos confesar que también ellos necesitan un
“tronco firme” en qué apoyarse (tradición), que también ellos se contradicen a
cada paso y que manipulan las cargas semánticas para que ellas signifiquen lo
que ellos quieren dependiendo de si desean defenderse de otros o atacarse entre
sí.
Humanizar de este modo a los heterodoxos
es usarlos como apoyo del discurso de la conveniencia; es, pues, afirmar la
tradición por medio de esa ruptura. El desgarramiento inherente a toda
heterodoxia, a toda minoría, a toda corriente alternativa, estriba en que se ve
necesitada de reivindicarse en lo marginal e incluso en lo clandestino, áreas
que sólo existen si están en contraposición con el orden, y que terminan así
por confirmar y reforzar a la regulación y la ortodoxia.
viernes, 5 de julio de 2013
Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XXI: Infancia y madurez)
DGD: Redes 71 (clonografía), 2009 |
(XXI) Infancia y madurez
Un niño podría preguntarse por qué es necesaria la
tradición, y por qué ésta es indesligable de su ruptura. Y es que los niños
hacen preguntas fundamentales sin la retórica y la lógica adultas.
En este
sentido el niño es la ruptura de la tradición adulta. Y acaso ello explica por
qué la sociedad insiste en ver al niño como adulto en potencia, es decir como
una mera promesa cuyo cumplimiento corre a cargo —muy significativamente— no
del niño sino del adulto mismo.
Curioso nivel
éste en el que la ruptura no es definida sino como “promesa de tradición”.
*
En uno de los textos de Territorios,
Julio Cortázar registra con admiración la forma en que un niño inglés explicaba
su método para dibujar: “Primero pienso y luego trazo una línea alrededor de mi
pensamiento”. Esa es la forma en que actúa la tradición: hay un “pensamiento”
(que nadie en particular ha pensado) alrededor del cual se trazan las líneas de
la cultura. Las rupturas son aquellas líneas que se alejan del contorno o que
rompen las reglas de la simetría.
Existen dos
modos de contemplar este proceso: el heterodoxo (alejarse es buscar otros
contornos posibles) y el tradicional (las líneas de ruptura terminan por
confirmar y preservar el contorno general del “pensamiento”). Es esta última
interpretación la que termina por imponerse. La tradición es la forma
tradicional de contemplar a la ruptura.
*
He aquí otro misterio en la carga semántica que se da a las
palabras de la dicotomía: la tradición es el “pensamiento” y la ruptura lo que
no se piensa, lo impensado, y a veces lo impensable. Aquel niño de la anécdota piensa;
luego traza una línea en el contorno de lo que ha pensado. La línea es fiel a
su pensamiento (otra dicotomía: fidelidad-infidelidad) y por tanto es
tradicional. Pero si la línea se aleja de lo pensado, si no le es fiel, resulta
una ruptura. La ruptura es la infidelidad a la tradición: equivale (como indica
la terminología amorosa) a engañarla, a abusar de ella, a lastimarla.
Dicho de otro
modo: si este niño piensa, si puede
pensar, es porque pertenece a una tradición. De entrada, pues, su pensamiento debe
ser fiel a esa tradición que le permite pensar. Si no es fiel, si traiciona a
esa tradición (en efecto, cuán sospechosamente cercanas, en español, son las palabras tradición y traición, sólo separadas por una “d”), si la rompe, está de una u
otra manera renunciando a su pertenencia a esa tradición.
Pero —podrían
exclamar los defensores de la vanguardia— existen numerosos matices en la
ruptura, desde el puro arrebato pueril hasta una legítima actitud de búsqueda. El niño de la anécdota
cortazariana traza las líneas apoyándolas fielmente en el contorno de lo
pensado y así obtiene su dibujo irrepetible, pero muy bien podría alejarse de
su pensamiento (trazar líneas fuera del contorno pensado) para comprobar hasta
qué punto ese pensamiento es suyo, y
no parte de la “tradición de pensar” (o de aquella magnitud que le permite
pensar).
Qué dentro cae esa anécdota en la historia
del arte, pero no sólo en ella, puesto que esa búsqueda que hace un individuo
de lo que es realmente suyo corresponde a una forma de buscar quién es y en
dónde está situado.
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