DGD: Textiles-Serie roja 34 (clonografía), 2012 |
jueves, 26 de febrero de 2015
Prometeo y Satán
Otra lectura insólita del mal se encuentra en la novela La transmigración de Timothy Archer (1982) de Philip K. Dick:
Veo la leyenda de Satán de una forma
nueva. Él deseaba conocer a Dios tan completamente como fuera posible. El
conocimiento más pleno llegaría si se convertía en Dios, si él mismo era Dios.
Luchó para eso y lo consiguió, sabiendo que el castigo sería el exilio
permanente de Dios. Pero lo hizo de todos modos, porque la memoria de haber
conocido a Dios, de conocerlo como nadie más lo habría conocido ni podría
hacerlo, justificaba para él su eterno castigo. Ahora bien, ¿quién dirían ustedes
que amaba verdaderamente a Dios, entre todas las personas que han existido?
Satán aceptó voluntariamente el eterno exilio y el castigo sólo para conocer a
Dios (para ser Dios) por un instante.
Sin duda el centro de este razonamiento está en “por un
instante”, puesto que ello implica que la Caída —y no la Creación misma— dio
origen al tiempo. Pero no es hacia ese rumbo que se dirige la singularísima
visión del personaje llamado Timothy Archer:
Se me ocurre, además, que Satán conocía
verdaderamente a Dios; pero que quizá Dios no conocía o comprendía a Satán; si
lo hubiera comprendido, no lo habría castigado. Por eso se ha dicho que Satán
se rebeló; esto significa que Satán estaba fuera del control y del dominio de
Dios, como en otro universo. Pero Satán, pienso, aceptó con regocijo su
castigo, porque era su prueba, ante sí mismo, de que había conocido y amado a
Dios. De otra manera, podría haber hecho lo que hizo por alguna recompensa, si
es que existía una. “Mejor es gobernar en el infierno que servir en el cielo”
es un aspecto; pero no el verdadero, que es la última meta del ser y el
conocimiento, porque en comparación con conocer plena y realmente a Dios, todo
lo demás es en verdad muy poco.
Es por este
encadenamiento de ideas que Archer llega al fondo de su hipótesis explosiva:
Tal como yo lo veo, se podría
decir que Satán robó, no el fuego sino el conocimiento de Dios. Pero no lo dio
al hombre, como hizo Prometeo con el fuego. Quizás el verdadero pecado de Satán
haya sido que, al adquirir ese conocimiento, lo guardara para sí; que no lo
compartiera con la humanidad. Es interesante..., con esa línea de razonamiento
se podría pensar que es posible adquirir conocimiento de Dios por intermedio de
Satán. Jamás he oído proponer esta teoría. [...] El hombre debe asaltar a Satán
y apoderarse de ese conocimiento, arrancárselo. Satán no quiere cederlo. Ha
sido castigado por ocultarlo, no por adquirirlo antes que nadie. Entonces, en
cierto sentido, los seres humanos podrían redimir a Satán combatiendo contra él
para arrebatárselo.
Son incalculables las
implicaciones de esa “línea de razonamiento”. De entrada, una curiosa inversión: ya no
tomar el cielo por asalto (que era la definición última del Mal según Arthur
Machen), sino asaltar el infierno en busca del cielo, con lo que de paso Satán
quedaría “redimido”. (La sabiduría popular parece respaldar esta idea a través del refrán “Ladrón que roba a ladrón...”; Archer parece plantear que el perdón alcanzado por el segundo ladrón también cubriría al primero.)
El problema supremo del
mal, para Dick, no es teológico sino ontológico: “Es
realmente un asunto de gran importancia conocer a Dios, discernir la Esencia
Absoluta, como la llama Heidegger. Sein
es la expresión que usa: Ser”. Satán
paga el precio más inaudito por el conocimiento absoluto, pero no es castigado
por esta ambición sino por guardarlo para sí. (¿Dios quería que le fuera robado
para que el ladrón lo otorgara a los seres humanos? ¿Era incapaz la divinidad
de darlo por sí misma? ¿Acaso no lo concedía “directamente” por temor a que los
hombres pudieran llegar a rechazarlo?)
En todo caso, he aquí la
imagen del mal como un negarse a compartir, como un conocimiento que se guarda
celosamente y por tanto se pudre, generando la mayor degradación concebible y
la mayor tortura; la única “compensación” de este castigo es la frase “sólo yo
conozco”, es decir, el acto de fundar el yo en la exclusión, lo cual significa
en la negación. ¿Resulta excesivo localizar ahí el origen del decadentismo, la
fascinación por la belleza de “los lirios venenosos de las ciénagas” (en frase
de Carson McCullers)? Cuando Dick coloca el acento en la importancia
de conocer a Dios, de discernir la Esencia Absoluta, coincide acaso con esta exclamación de Baudelaire:
“Sumergirnos en el fondo del abismo, Infierno o Cielo, ¿qué importa? / ¡Hasta
el fondo de lo Desconocido, para encontrar lo nuevo!”.
Si se continúan las
líneas que Archer sólo deja sugeridas, el bien podría definirse como la
sabiduría abiertamente ofrecida, sin esperar nada en reciprocidad. ¿Es por ello
que Oriente (y el misticismo occidental) afirma, desde hace milenios, que el
hombre sólo tiene lo que da, en el sentido de que lo que doy a mis semejantes me
lo doy a mí mismo y lo que no les doy me lo arranco a mi propio ser? (Satán se
niega a otorgar el máximo don posible; así pues, se despoja a sí mismo hasta llegar
al mínimo imaginable: acaso de ahí que las viejas tradiciones lo llamen Nemo, Nadie.) Al menos en este nivel,
¿puede decirse que la diferencia entre el bien y el mal equivale a la que
existe entre la sabiduría (que lo pide todo) y la compasión (que no exige nada)?
Prometeo roba al
poseedor para dar al desposeído (ese es el cariz arquetípico de los antihéroes
a lo Robin Hood), y su castigo es visto como sacrificio, casi como pasión. Satán toma algo y ese acto no
puede llamarse robo sino hasta que quiere conservar el botín en exclusiva;
además, lo roba a una divinidad que sólo puede ser considerada “poseedora” a
partir del momento en que Satán ambiciona aquello de lo que carece (o cree que carece: esa es otra cuestión).
Dick asigna a las
palabras el significado preciso que conviene a la teoría que quiere demostrar,
pero ¿no hace lo mismo todo teórico, ya no sólo en los terrenos de la teología?
Para este autor, conocer a Dios equivale a ser Dios, y aunque añade “por un instante”,
evade las innumerables implicaciones
de la frase ser Dios por un instante, con excepción de su sospecha de que “Satán estaba fuera del control y
del dominio de Dios, como en otro universo”. La implicación más “literaria” es ésta: Satán roba el conocimiento de
Dios y éste lo castiga arrojándolo al infierno, que es “otro” universo en el
que Satán rige, sólo confortado en su punición por la idea de que es el único
que posee el conocimiento de Dios...
hasta que su ángel favorito o una parte de sí mismo le roba ese conocimiento divino
y es sancionado enviándolo a otro
universo... y así un círculo se cierra y se establece un ciclo genésico
infinito (en el que el Dios originario —si lo hay— se aleja cada vez más).
Acaso la palabra clave
es posesión. Y tal vez no sea
gratuito recordar aquel cuento de Rosa Chacel en el que describe así a uno de los
personajes: “Ella no podía poseer
nada, porque se había prestado a sí misma voluntariamente, pues sólo a ese
precio se logra concebir la forma en que el pecado se redime; sólo al precio de
la abnegación, al precio del martirio se logra hacer florecer las formas
salvadas”.
Dios no poseía nada,
pero en el instante en que Satán le arrebata
algo y quiere conservarlo en exclusiva, convierte al Creador en desposeído y,
por tanto, retroactivamente, en poseedor (sólo hay posesión si existe,
comparativamente, desposesión). Es por ello que el acto de Satán, a la inversa
del de Prometeo, nunca es visto como sacrificio, sino como castigo a la mayor
ambición imaginable. Prometeo es un mártir; Satán, un déspota. El mal es
negación; el bien, abnegación.
En el momento en que
Dick sueña con un Satán que quiere ser el dueño único de lo que ha sustraído, brotan
algunas derivaciones lógicas que este escritor parece rehuir en su propio
sistema de pensamiento. La primera y más explosiva es que el conocimiento
robado y no compartido se vuelve poder.
Así, el mal estaría en todo lo que se basa en el poder exclusivo y sometedor,
es decir, en lo que se concentra en unidad para acaparar (monopolizar), saquear
(colonizar) y dominar (imponer un orden a la fuerza). Los ejemplos centrales
serían no sólo el Estado (que es unificador y totalitarista) sino el
capitalismo (basado en la avaricia, el lucro y la exclusión), así como el
imperialismo, la monarquía y toda forma de aristocracia. Nociones
correspondientes serían, a nivel religioso, el monoteísmo, y a nivel social, la
monogamia. (Cf. “La sociedad contra el Estado” de Pierre
Clastres.)
Una implicación global: si todas las palabras
con los prefijos mono-, homo- o uni- resultan sospechosas, la primera sería precisamente universo. Acaso de ahí que
intuitivamente Dick prefiere hablar siempre de universos paralelos —o en la
terminología cuántica, de multiverso.
Otra cuestión
relacionada con esto, y extremadamente peliaguda en sí misma, es revelada por
la propia carrera literaria de Philip
K. Dick. Éste fue un autor contestatario y muy crítico de la sociedad estadounidense
a la que pertenecía, y a pesar de que trató de compartir incesante y hasta
obsesivamente la revelación que —según su propio relato— tuvo en 1974, se le
sigue recordando mayoritariamente como autor de textos en que se basaron
películas muy taquilleras (la principal es Blade
Runner) o, lo que es peor aún, como “precursor del cyberpunk”.
Prometeo parece haber otorgado el fuego de tal manera que los hombres pensaran que ellos mismos lo habían descubierto o aun inventado (pese a toda evidencia, por ejemplo convirtiendo a Prometeo en un mito); era acaso la única manera de que aceptaran el don sin sentir herida su susceptibilidad; la única forma de que recibieran el fuego sin verlo como una limosna degradante. Lo peliagudo es que el acto de recibir parece un arte aún más
complejo que el de dar; no son pocos los autores que aseveran que no hay
realmente ninguna verdad codificada, ninguna doctrina liberadora mantenida en secreto,
ninguna revelación trascendente convertida en tesoro de sectas o hermandades:
todas ellas circulan ampliamente; sólo que nadie quiere escucharlas. O bien
sucede que todos las escuchan y hablan de ellas sueltamente, pero ya nadie las
entiende porque han sido escondidas a la vista de todos por medio de confundirlas con el
ruido circundante en la modernidad.
*
Bibliografía
Rosa Chacel: “En la ciudad de las grandes
pruebas”, de Sobre el piélago, 1952; incluido
por Rodolfo Walsh en Antología del cuento extraño, Edicial, Buenos
Aires, 1976.
Pierre Clastres: “La Société contre l’État” (“La
sociedad contra el Estado”), Éditions de Minuit, París, 1974.
Philip K. Dick: La
transmigración de Timothy Archer (1982),
Edhasa, Nebulae, Barcelona, 1984; trad. de Carlos Peralta.
*
[De Libro de Nadie 3. Leer el siguiente capítulo.]
domingo, 15 de febrero de 2015
Jodorowsky en 1972: Ben-Sara reflexiona sobre el mal
Acaso una de las más memorables reflexiones que
se han hecho acerca del mal se encuentra en una de las Fábulas pánicas
escritas y dibujadas por Alejandro Jodorowsky en México, publicada el 24 de septiembre
de 1972.
En estas planas semanales de cómic, divulgadas
por el suplemento cultural de un diario de gran circulación entre 1967 y 1974,
el autor transmitió contenidos esotéricos y míticos situándose plenamente en el
terreno de la fábula, un medio narrativo abierto, por tradición, a las
simplificaciones y generalizaciones, es decir, al regreso a las esencias. No
obstante, en este caso no bastan a Jodorowsky las características de la fábula,
sino que además hace que el protagonista sea un “idiota infinitamente bueno”.
Esta característica del personaje, llamado
Ben-Sara, no es gratuita: Jodorowsky crea a un ser más cercano a la visión de
los niños que a la de los maestros adultos, porque sólo alguien de esta
naturaleza “doblemente simple”, y a la vez “doblemente pura”, es capaz no sólo
de ofrecer una enseñanza, sino de plantear, excepcionalmente, algo situado antes
de toda moraleja (es decir, antes de la razón). El carácter inocente de
Ben-Sara lo coloca antes de las posibles contradicciones (o “límites
absolutos”) de los maestros.
Es esto lo que singulariza a este personaje
marginal, y aún más a esta Fábula pánica en particular, en la que
Ben-Sara reflexiona de este modo:
El demonio no hace nada a Dios porque
Dios es infinitamente poderoso. El mal es un acto. Si el demonio no puede hacer
nada a Dios, no es malo, sólo quiere ser malo. El diablo se cree malo
pero nunca ha podido comprobarlo: es un fracaso continuo. Un ser infinitamente
bueno no hace mal a nadie. Para el diablo es un mal no poder ser malo. Dios
quiere, por su bondad, dar al diablo la oportunidad de ser malo para que no
sufra. Como Dios es infinitamente poderoso, debe volver débil una parte de sí
mismo para que el diablo se realice. Esta parte débil es la raza humana. La
raza humana, parte débil de Dios, existe para que, haciendo el mal, el demonio
se realice.
Más allá de cuestionar el origen del mal, una
pregunta resulta más imperiosa: ¿por qué el poder sirve a una idea del mal
absoluto y la reafirma a cada instante, mientras que en la balanza dialéctica
simplemente no puede hablarse de un bien absoluto? Incluso parece a la inversa
de la fábula jodorowskiana: el mal ha vuelto débil una parte suya para que el
bien se realice pero no como magnitud contrapuesta, sino como coartada del mal,
es decir como pretexto para que el mal siga existiendo (casi diríase para que
el mal sea la existencia misma).
*
Bibliografía
Alejandro Jodorowsky: Fábulas pánicas,
Grijalbo, México, 2003, p. 250. Edición de D.G.D., en colaboración con Claudia Peña y Richard Chartier.
*
*
[De Libro de Nadie 3. Leer el siguiente capítulo.]
jueves, 5 de febrero de 2015
Pecado filosófico y pecado teológico
DGD: Redes 152 (clonografía), 2012 |
Los pensadores que han intentado construir un
sistema moral independiente de Dios, colaboran a la maraña con una nueva clase
de pecado: el “filosófico”, un acto moralmente malvado que viola el orden
natural de la razón. En contraposición se erige el pecado “teológico”, que es
una trasgresión a la ley divina. Los que niegan la existencia de Dios
encuentran menos ardua la solución del problema que quienes mantienen que la
divinidad existe pero no ejecuta providencia alguna en relación a los actos
humanos; estos pensadores aceptan la existencia de actos moralmente malvados
que violan el orden de la razón pero no ofenden a Dios en tanto que el pecador
puede ser ignorante de la existencia de la divinidad o no pensar realmente en
ella cuando actúa. Sin el conocimiento de Dios es imposible ofenderlo. Muy
condenada por la Iglesia fue esta sentencia que registra Heinrich Joseph
Dominicus Denzinger en el Enchiridion Symbolorum (1854):
El pecado filosófico o moral es un acto humano en
desacuerdo con la naturaleza racional y la recta razón; el pecado teológico y
mortal es una trasgresión libre a la ley divina. Por muy doloroso que parezca
el pecado filosófico en alguien, ya sea ignorante de Dios o que no está
pensando en Dios, es un pecado sin duda penoso, pero no una ofensa a Dios, y
tampoco un pecado mortal que disuelve la amistad con Dios, ni tampoco merecedor
del castigo eterno.
Fértil territorio para la herejía. En el siglo
cuarto, Jovino adujo que todo pecado era igual en culpa y merecedor de algún
castigo. Pelagio afirmó que cualquier acto pecador priva al hombre de justicia
y, por lo tanto, es mortal. Baio va más lejos: “No hay pecado venial por
naturaleza y todo pecado merece castigo eterno”. John Wyclif (1330-1384), el
iracundo clérigo que criticó a la corrupción de la Iglesia, exclamó que las
Escrituras no marcan una verdadera diferencia entre pecado mortal y venial, y
que la gravedad del pecado no depende de la calidad de la acción sino del grado
de predestinación, de manera que el peor de los crímenes del predestinado es
infinitamente menor que la más leve falta del reprobado.
(Wyclif sostuvo la teoría del “dominio fundado
en la gracia” que, a diferencia del dominio basado en el poder, habría sido
concedido por Dios. De ahí que un hombre en pecado mortal era indigno de
funcionar como oficial de la Iglesia o del Estado, ni podía poseer riquezas.
Este clérigo y traductor exclamó que la Iglesia entera había caído en pecado y
por lo tanto era indispensable que entregara todas sus propiedades; agregó que
el clero debía vivir en extrema pobreza. Wyclif fue declarado hereje post
mortem y sus restos retirados de tierra consagrada.)
Un discípulo de Wyclif, John Hus, condenado y
quemado vivo como hereje en 1415, argumentó que todas las acciones de los viciosos
son pecados mortales mientras que todos los actos del virtuoso son buenos y
justos. Por su parte, Lutero concluyó que todos los pecados de los no creyentes
son mortales y todos los pecados del regenerado, con excepción de la
infidelidad, son veniales. Calvino, al igual que Wyclif, basa la diferencia
entre pecado mortal y venial en la predestinación, pero agrega que un pecado es
venial por la fe del pecador. En tiempos más recientes, Johann Baptist von
Hirscher (1788-1865) enseñó que todos los pecados completamente deliberados son
mortales.
En última instancia, Baio aseveraba que si el
hombre no es libre, los preceptos no tienen ningún sentido. Sin embargo, la
modernidad presupone lo contrario: puesto que existe una libertad, se habla de
“obligaciones morales”; ello implica que el ser humano, libre en sí mismo, no
es “moral” por naturaleza y que debe ser forzado a tender al bien; de ahí que
numerosos filósofos afirmen que la moral no funcionaría si no fuera por la
amenaza de sanciones (civiles o sobrenaturales). Mas la libertad que tanto
reconoce y celebra la modernidad en el individuo es más relativa que nunca: el
ciudadano sólo es libre para cumplir las obligaciones que le impone la
sociedad.
La teología católica se aplica a exculpar a
Dios; éste no puede ser el causante de ninguna de las tres categorías del mal.
Sin embargo, a la vez las fuentes católicas dicen: “Considerado como procedente
de Dios, el mal físico es bueno, y es infligido como castigo del pecado de
acuerdo con los decretos de la justicia divina, compensando así la violación
del orden por el pecado. Es malo sólo para el sujeto afectado por él”. Lo mismo
sucede en cuanto al mal metafísico: si éste es la negación de un bien mayor,
Dios mismo lo causa, en tanto ha creado a los seres con formas limitadas: la
negación es privación. Sólo una categoría del mal queda realmente exculpada: el
Concilio de Trento dice que Dios no es la causa del mal moral, ni directa ni
indirectamente: el pecado es una violación del orden, y Dios ordena a todas las
cosas hacia Él como fin último; consecuentemente, Dios no puede ser la causa
directa del pecado, puesto que no está obligado a impedirlo.
¿En qué sentido, entonces, se lee en las
Escrituras y en los Padres de la Iglesia que Dios inclina a los hombres a pecar?
La ortodoxia ofrece tres argumentos explicativos: 1) Dios permite a los hombres
caer en el pecado por una “licencia punitiva”, para luego ejercer su justo
juicio y castigar el pecado; 2) la divinidad directamente causa no el pecado
sino ciertas obras externas, buenas en sí mismas, que son “abusadas” por las
voluntades malvadas de los hombres; 3) en última instancia, Dios da poder a los
seres humanos para lograr los malos designios de éstos. Tales argumentos son
precarios; el primero pinta la figura de una divinidad que funda un privado
coto de caza; el segundo y el tercero se apoyan uno en otro: Dios otorga a su
criatura limitada una libre voluntad y los medios para realizarse. Esto implica
que habría dos clases de límites: los “naturales” (absolutos) que posee la
criatura en cuanto tal, y otros “adventicios” (relativos) que puede vencer con
objeto de realizarse. No parece un gran deal: aunque la criatura se
depure o libere a un grado máximo, a fin de cuentas sigue siendo limitada. Ya
sea que opte por el bien o por el mal, Dios debe darle poder para que se
produzca esa realización. Pero esto último debe aplicarse a todas sus
criaturas, comenzando por la primera que se rebeló: Luzbel, que no era humano y
por tanto no tenía límites (al menos los límites humanos). ¿Es este, pues, el
verdadero origen del mal? Cuando Luzbel hizo uso de su libre albedrío y optó
por el mal, ¿Dios debió darle los medios para que se realizara en tanto
criatura ilimitada?
*
Bibliografía
Heinrich Joseph
Dominicus Denzinger: Enchiridion symbolorum, 10a ed.,
Freiburg, 1908. Ed.: Clemens
Bannwart.
*
[De Libro de Nadie 3. Leer el siguiente capítulo.]
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