DGD: Morfograma 78, 2019. |
miércoles, 25 de diciembre de 2019
El misterio de los cien monos (XXVII)
La Gran Biblioteca
La
influencia sobre lo similar
Una de las principales preguntas que Rupert Sheldrake
se plantea es ¿cómo se forma un organismo a partir de una semilla o de un embrión?
Escribe: “Sabemos lo que hace el DNA: codifica la secuencia de aminoácidos que
forma a las proteínas. Sin embargo, existe una gran diferencia entre codificar
la estructura de una proteína —un constituyente químico del organismo— y
programar el desarrollo del organismo entero. Es la diferencia entre hacer
ladrillos y construir una casa con ellos. Los ladrillos son necesarios para
construir la casa. Si tenemos ladrillos defectuosos, la casa tendrá defectos.
Pero el plano de la casa no está contenido en los ladrillos, o en los alambres,
o en el cemento”.
Las
células formativas de los brazos y las piernas de un individuo son idénticas:
ellas no determinan la forma tan distinta que cobran una u otra extremidades.
El DNA no explica la morfología del cuerpo humano, ni lo hace el neo-darwinismo
según el cual el DNA es el resultado de millones de años de evolución. Ciertas
áreas científicas comienzan a aceptar que los virus, los productos químicos y
los rayos cósmicos reprograman constantemente el DNA humano. La ciencia sólo
puede detenerse en este punto de incertidumbre, esperando que algún día
aparezca una teoría suficientemente “global” que lo explique. Mas ello no
congela a la intuición analógica (vertical, simultánea), para la cual esa
reprogramación podría ser parte de un orden orgánico universal.
Sheldrake
especula: “A través de los campos, por medio de un proceso llamado resonancia
mórfica —la influencia sobre lo similar—, existe una conexión entre campos
análogos. Eso implica que la estructura de los campos tiene una memoria
acumulativa basada en lo que ha sucedido a la especie en el pasado. Esa idea no
sólo se aplica a organismos vivientes sino también a moléculas, cristales e
incluso a los átomos”. Puesto que la biología sólo se preocupa de lo que sucede
dentro de los organismos, Sheldrake usa la analogía de un hombre del siglo
XVIII que de pronto tuviera frente a sí un aparato televisor: este sujeto sería
incapaz de comprender que las imágenes que ve en la pantalla provienen de
vibraciones invisibles generadas fuera del aparato y sólo sintonizadas
por él.
La
ciencia ortodoxa asume como un “hecho dado” el que las características físicas
de los organismos están contenidas en los genes; mas ¿qué sucede si el DNA
fuera análogo a los transistores y circuitos del aparato televisor,
sintonizados con las frecuencias adecuadas para traducir información invisible
en forma visible? “El desarrollo de la forma”, afirma Sheldrake, “es el
resultado tanto de la organización interna del organismo como de la interacción
de los campos mórficos a los que está sintonizado.” Lo que se conoce como
mutaciones genéticas sería sólo un cambio de sintonía con otro campo mórfico
distinto al que usualmente estaba conectado ese organismo.
Repercusión
a larga distancia / Auto-resonancia
A través de la resonancia mórfica, tanto los
monos de la fábula como los pájaros llamados bluetit aprendieron nuevos
comportamientos. Esta repercusión a larga distancia es capaz de afectar
incluso la forma que un organismo puede adoptar al desarrollarse, formas que
pueden serle heredadas por otros organismos aun cuando aquél no descienda
directamente de ellos. Esta insólita definición de la herencia lleva a una
novedosa forma de concebir evolución y memoria. La medida de la influencia es
la de la similitud. Un organismo es ante todo similar a sus propios estados en
el pretérito, y esta auto-resonancia —que lo mantiene estable aun cuando
los constituyentes químicos de sus células están cambiando sin cesar— equivale
a una especie de memoria corporal. Si tradicionalmente se ubica a la memoria en
el cerebro, Sheldrake se arriesga a considerar a éste más como un sintonizador
que como un archivo.
El
cerebro de cada individuo no equivaldría a una pequeña biblioteca particular,
fundamentalmente aislada de las demás, sino al respectivo sintonizador a una
única Gran Biblioteca.[1] ¿Por qué entonces
no disponemos de los recuerdos personales de otros individuos? Sheldrake, en
eco de Jung, responde que esa “consulta” no es imposible y que, de hecho, todo
el tiempo se afectan entre sí las respectivas memorias de distintos grupos
humanos. Y no sólo humanos: mientras que Jung delimitaba el inconsciente
colectivo a la humanidad, Sheldrake lo propone extendido a todo el universo. La
Gran Biblioteca que entrevé no podría ser más borgesianamente vasta, y tampoco
podría contar con un antecesor menos ilustre: el Registro Akáshico, del que
Oriente ha hablado desde la más remota antigüedad.
*
Nota
[1] Con esta visión coincide Israel Rosenfield en The
Invention of Memory (Basic Books, Nueva York, 1988).
Libro citado
Sheldrake, Rupert: The
Presence of the Past: Morphic Resonance and the Habits of Nature, Random
House, Nueva York, 1988.
domingo, 15 de diciembre de 2019
El misterio de los cien monos (XXVI)
DGD: Morfograma 77, 2019. |
Todo
está escribiéndose
Puesto que toda la filosofía práctica
occidental es el resultado de una angustia suprema, de una oposición ciega a
las formas de muerte representadas por los cambios, resulta “lógico” ver en la
naturaleza una brutal rapiña y reflejarse en ese espejo para justificar la
permanencia del poder y el sojuzgamiento en el reino humano. Mas es obvio que
el hombre moderno no se refleja en la naturaleza sino en lo que su “lógica” le
dicta que vea en ella.[1] En principio, la
noción “naturaleza”, en tanto concepto global y totalitario, tiende a ocultar
sus múltiples niveles. Lo muestra el poeta mexicano Raúl Bañuelos en tres
versos de irónica simplicidad:
En el desierto
el agua
es sobrenatural.
[Cantar de
forastero, 1988.]
La “naturaleza”, tal como la concibe la
modernidad, es la máxima convención. Desde la sensibilidad femenina, esa
convención queda plenamente denunciada por la poeta Emily Dickinson:
Naturaleza es lo que vemos,
la colina, el poniente,
la ardilla, el eclipse, el abejorro...
No, naturaleza es el cielo.
Naturaleza es lo que oímos,
el bobolink, el mar,
el trueno, el grillo...
No, naturaleza es la armonía.
Naturaleza es lo que sabemos
pero no tenemos arte para decirlo,
tan impotente es nuestra sabiduría
para tanta simplicidad.
[“Nature” is
what we see, 1924.]
A tal grado ha sido reducida la noción “naturaleza” para resaltar, por comparación, el mundo “civilizado”, que el acto de dejar el mundo como está termina por equipararse a optar por el mal menor. A esto se le llama “realismo”. Bien lo dice el refrán “Más vale malo por conocido que bueno por conocer”. La historia misma es la “prueba” de que lo nuevo equivale a catástrofe. Ello no contradice, sino confirma, la estrategia central del paradigma instituido en Occidente: fomentar lo nuevo, asimilarlo y apropiarse de ello con avidez para que todo continúe como está.
En
un mundo así resulta incluso ridículo el anarquismo de Kropotkin basado en la
cooperación. Mas éste es virtuosamente explicado por Ursula K. Le Guin: “No es
la cosa de la bomba-en-el-bolsillo, lo cual es terrorismo, no importa el nombre
con que trate de dignificarse; tampoco es el ‘neoliberalismo’ económico del
darwinismo social usado por la extrema derecha. Es el anarquismo prefigurado en
el más temprano pensamiento taoísta [...]; su principal tema moral-práctico es
la cooperación, la solidaridad, la ayuda mutua” (The Wind’s Twelve Quarters, 1975).
Para
la teoría de Rupert Sheldrake, los campos mórficos, desde el micro hasta el
macrocosmos, comparten una resistencia al cambio, tanto más poderosa cuanto más
compleja sea su estructura. Sin embargo, este teórico no pone el acento en la
palabra “resistencia”, sino en la palabra cambio. Apoyado en los conceptos
jungianos de arquetipo e inconsciente colectivo, Sheldrake intenta romper el
mecanicismo cartesiano que aún hoy es el principal paradigma en la vida
occidental, y abrir las perspectivas de la ciencia hacia una revisión de sus
principios: “La alternativa es la de que el universo es más como un organismo
que como una máquina. [...] Con esta alternativa orgánica, cobra sentido el
pensar en las leyes de la naturaleza más como hábitos. Acaso las leyes
naturales son costumbres del universo, y acaso el universo tiene una memoria
inherente”.[2]
Sheldrake
estudia la resistencia al cambio en los campos mórficos no como un hecho, sino
a partir de la certeza de que los cambios no sólo son posibles sino
representan el lenguaje mismo del cosmos, que es esencialmente creativo (“la
Creación en marcha”, dice el Zohar). Ese lenguaje está contenido en la
memoria inherente del universo, pero no en el sentido de que sea tal memoria la
que determina los cambios (lo que equivale al determinismo evolucionista
enunciable en la frase “todo está escrito”), sino en el sentido de que recordar
es cambiar (es la antigua enseñanza de la magia: “todo está
escribiéndose”). Una vez más, la teoría de los campos mórficos se conecta con
la metáfora de los cien monos, y ésta se revela diametralmente opuesta a
aquella otra imagen primatológica, la del “mono desnudo”.
La
física cuántica ha añadido un tercer elemento a las clásicas dicotomías; así,
algo puede ser cierto, falso... o incierto, es decir sin respuesta.[3] Una vez más, saber es recordar: el principio
de incertidumbre de Heisenberg se da la mano con la docta ignorantia de
Nicolás de Cusa. Durante largo tiempo la ideología de ultraderecha se ha
sentido apoyada en la “irrefutable” idea de que toda creación se basa en una
destrucción: se tira el árbol para construir la casa. Sin embargo, en el mundo
del espíritu (que no es detención sino danza), es decir en el dominio
simultáneo de lo incierto, la creación no depende de la destrucción. La
lógica no es absoluta, y sólo funciona en los campos provisionales que se crean
para contextos determinados; no es una ley sino un hábito, una convención para
definir experimental y perentoriamente lo que es falso o verdadero en un
específico subsistema. La destrucción sólo puede devastar lo ya creado. La
creación en sí no tiene límites.
*
Notas
[1] Cf. Neil Evernden: The
Social Creation of Nature, Johns
Hopkins University Press, Baltimore, 1992.
[2] Rupert Sheldrake:
“Mind, Memory, and Archetype. Morphic Resonance and the Collective Unconscious”
en Psychological Perspectives, C.G.
Jung Institute, Los Ángeles, 1987.
[3] Cf. Henri Atlan: Tout,
non, peut-être, Éditions du Seuil, París, 1991; Ilya Prigogine: La fin
des certitudes, Éditions Odile Jacob, París, 1996. [The End of Certainty, Free Press, Nueva York, 1997.]
Textos citados
Bañuelos,
Raúl: Cantar de forastero, Centro de Estudios Literarios, Universidad de
Guadalajara, 1988.
Dickinson,
Emily: “‘Nature’ is what we see”, en Complete Poems, Little Brown &
Company, Nueva York, 1924, 1976.
Le
Guin, Ursula K.: The Wind’s Twelve
Quarters: Seventeen Stories of Fantastic Adventure, Harper & Row, Nueva
York, 1975. [Las doce moradas del viento,
Edhasa-Nebulae, Barcelona, 1985.]
Zohar:
The Book of Splendor: Basic Readings from the Kabbalah (Ed.: Gershom Scholem),
Schocken Books, Nueva York, 1995. [Zohar. El libro del esplendor (5
tomos), Editorial Sigal, Barcelona, 1980.]
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