DGD: Redes 198 (clonografía), 2012 |
sábado, 26 de septiembre de 2015
Desear lo imposible
Este es el enloquecedor núcleo de la cuestión:
Dios crea, es decir, se abre; crea al hombre libre y lo deja ser en-sí,
esto es, lo crea abierto; a continuación Dios se retira en un acto totalmente
incomprensible por la criatura (vuelve a cerrarse), y es este abandono el que
hace posible la existencia del mal (la gran cerrazón). Cuando en la historia
humana se habló de la “muerte de Dios”, este término era irónico y a la vez
desgarrador, puesto que no significaba sino la muerte de las mitologías teístas
o, en términos más “modernos”, la de-construcción de los grandes mitos
religiosos. Pero este “deicidio” sigue sucediendo en la élite de la razón, de
libro a libro de los grandes pensadores, cada cual más abstracto que el
anterior. Mientras tanto, en la imaginación colectiva, en las tradiciones
populares, el problema dista de haberse “superado históricamente”; ni el fin de
la Historia, ni la muerte de Dios, ni la de-construcción posmoderna han logrado
delinear al máximo arquetipo negativo: el de Nadie, el ser humano que hace del
máximo abandono (el mal) la única posible respuesta a su creador (o al
universo, o al destino): desear lo imposible.
Es aquí en donde el arquetipo de Nadie cobra su
máxima investidura. Se trata, pues, del supremo arquetipo negativo, abstracto y
absurdo, como la verdadera respuesta humana al problema de Dios. Si lo que la
divinidad hace es absolutamente incomprensible y absurdo, el hombre sólo
encuentra sentido en los actos que él mismo puede emprender con esas mismas
características. “Nadie” hace lo incomprensible, lo más absurdo: es el único
que en verdad se comporta como su creador y, por tanto, también el único que se
comunica con la divinidad, y no a partir de la pérdida de la identidad, sino
del acto plenamente consciente de asumir todas las pérdidas. Sólo así se
comprende la sentencia del maestro argentino Antonio Porchia: “El daño que tú
me haces no me mata; mas si yo te hiciera daño, me mataría”.
El mayor de todos los despojos es el mal.
“Nadie” lo asume, y no porque el mal sea lo humano, sino porque lo humano es el
acto mismo de asumir, y especialmente de asumir lo incomprensible, lo
absurdo: lo imposible. La supresión del sujeto es la única revelación de lo
absoluto como apertura hacia lo incognoscible. “Nadie” se abandona a sí mismo
tal como lo abandonó su creador. Al volverse Nadie, quita al mal todo lugar de
manifestación. Nadie es el que se abre hasta ser lo propiamente imposible.
Es en este punto que puede comprenderse el “más”
entrevisto por el ensayista Óscar del Barco:
Somos violencia y más que violencia, somos amor y más
que amor. “Somos” un que inaudito que no puede ser conocido porque es lo
otro del logos. Somos violencia, destrucción, sevicia, mansedumbre,
piedad, amor, y más. Este más, este exceso, que a su vez se entrega como
donación, es lo que somos como más-que-ser. Una espera sin esperanza, una
espera de nada y de nadie, la sola espera previa a todas las constituciones
egolátricas, la pasividad sin relaciones. Estas son las condiciones fácticas,
posteriores y previas a cualquier “Dios”, en las que la violencia del mal
pierde su posibilidad de ser.
*
Bibliografía
Antonio
Porchia: Voces reunidas, Pre-Textos,
Valencia, 2006.
Óscar del
Barco: “Consideraciones sobre la violencia”, en Nombres, n. 18, Córdoba
(Argentina), diciembre de 2003.
*
[De Libro de Nadie 3. Leer el capitulo siguiente.]
martes, 15 de septiembre de 2015
Cadenas
DGD: Textiles-Serie blanca 35 (clonografía), 2012 |
En los primeros años de
esta era, el griego Estrabón (Geografía, X, 3, 9) observó que los hombres, “cuando hacen el bien,
o tal vez sería más exacto decir, cuando son felices, imitan intensamente a los
dioses”. A esto apunta Roberto Calasso: “Los dioses, por el contrario, cuando
realizan o sufren el mal, o mejor dicho, cuando son infelices, imitan a los
hombres”. Puesto que los hombres no son mayoritariamente felices, imitan
raramente a los dioses, mientras que éstos tienen abundantes oportunidades para
imitar a los hombres.
Estrabón advierte que el ser humano sólo hace el
bien en los infrecuentes momentos en que está pleno, libre de angustias y
temores; en la balanza dialéctica, debe ser lo opuesto respecto a los dioses, a
los que cabe suponer mayoritariamente felices y autores de abundantes actos de
bondad... pero no dirigidos específicamente a la humanidad, sino al cosmos. Calasso
imagina una curiosa relación de mímesis: el hombre, cuando es feliz, imita a
los dioses felices casi sin darse cuenta; pero como eso sucede muy poco, porque
la infelicidad impera en el mundo humano, imita a los dioses infelices, y esto
sí con toda deliberación, puesto que le parece que los dioses hacen el mal a su
vez copiando al mal humano. Dicho de otra manera: el hombre imita a un numen que
copia al hombre.
Estrabón parte de un supuesto fundamental de la
moral y la ética clásicas, a saber, que el hombre feliz no hace el mal: no
codicia, sino abraza lo que tiene, y se siente completo, es decir en
equilibrio. Así pues, hace el bien porque éste corresponde a un equilibrio (del
hombre con el mundo, con sus semejantes y consigo mismo). El mal, por lo tanto,
es un desequilibrio. Ergo, el bien
sólo aparece en las infrecuentes coordenadas en que el individuo está en
equilibrio. En el resto del tiempo, caracterizado por el desequilibrio, surge
el mal.
Los dioses a los que el hombre imagina son,
pues, representaciones del equilibrio: son felices, hacen el bien. Pero también
los dioses conocen el desequilibrio, y cuando son infelices hacen el mal, y lo
hacen, según Calasso, imitando al hombre.
En otras palabras: cuando los dioses son
felices, resultan incomprensibles para el hombre: andan en su danza cósmica que
es —o parece— ajena al ser humano en su vida social (no así en las liturgias,
cultos y ritos, pero éstos se celebran siempre de manera minoritaria y de
capilla). Los númenes sólo son humanamente comprensibles cuando son infelices,
es decir, cuando reflejan la mayoritaria infelicidad de la vida social humana.
Cuando el hombre es feliz hace el bien pero no
tiene modelo (porque la felicidad numénica es incomprensible): lo hace siempre
de manera provisoria, siempre como si fuera la primera vez, sin experiencia
acumulada.
Cuando el ser humano es infeliz hace el mal y
tiene un modelo (porque la infelicidad de los dioses es la parte de ellos que
sí resulta comprensible): lo hace siempre a partir de una larga experiencia
acumulada.
El mal (la infelicidad, el desequilibrio)
parece, pues, el único punto de contacto entre dioses y hombres.
Calasso basa esa extrañísima maniobra en la
noción de culpa: en las religiones arcanas, escribe, “los hombres repiten los
gestos que los dioses han realizado en imitación de los hombres para liberarse
de una culpa divina. De ahí el vértigo mistérico. Más aún que en la felicidad,
los hombres se acercan a los dioses en la celebración de los gestos que los
dioses han realizado cuando fueron infelices”. Esto explicaría, al menos
operativamente, la base de violencia y devastación (es decir, de mal) del
discurso narrativo de todas las mitologías.
Curiosa mecánica: el hombre parece haber
inventado a los dioses para explicarse la infelicidad humana, y los dioses
parecen haber creado al hombre para que haya un mal al que ellos puedan imitar.
La felicidad de los dioses no interesa a los hombres, porque cuando éstos son
felices lo son como seres humanos y no como dioses; a la vez, sólo la
infelicidad de los hombres interesa a los dioses porque únicamente cuando las
criaturas son infelices se vuelven dignas de imitación.
Resulta inquietante relacionar esta visión con
los que son acaso los versos más memorables de la antiquísima epopeya de
Gilgamesh: “¡Oh! Gilgamesh, ¿a dónde vas? / La vida que buscas, no la
encontrarás. / Cuando los dioses crearon al hombre, / dieron la muerte a la
humanidad; / y guardaron la vida para ellos”.
Pero es acaso más fructífero (aunque no menos
desconcertante) relacionarla con la sospecha de Dante (que es la de Musil y de casi toda la
filosofía occidental): si no hubiera apartamiento de la norma, transgresión,
crimen, pecado, la historia sería la repetición infinita de lo mismo.
En El
tesaracto y la tetractis (2002), Jonuel Brigue describe al bien como una
cadena, y usa un ejemplo indiscutible (porque actos semejantes están en la
memoria de cada individuo):
Recordé al doctor Güido Hauser, mi
profesor de alemán en Barquisimeto allá por los últimos años cuarenta, cuando
yo estudiaba el bachillerato: yo no tenía dinero para pagarle las clases y él
me incorporó gratis a un grupo que sí pagaba. Agradeciéndole el favor, le expuse
la incomodidad que sentía por no corresponder con nada. Me dijo que era
necesario aprender a recibir y a dar sin que hubiera retribución porque el bien
es una cadena y el que da recibe y el que recibe da aunque no sea a la misma
persona. (Pienso ahora que también el mal es una cadena.) Los evangélicos dicen
que Dios ama al dador alegre; también ama, según el doctor Hauser, al receptor
alegre.
En efecto, si el bien es
una cadena (“cadena de favores” es el nombre de un movimiento que no hace mucho
fue popular en Estados Unidos), el mal lo es con mayor evidencia, y tanto así,
que podría decirse que el bien es una ruptura de la cadena del mal, y el mal
una ruptura de la cadena del bien. No hace falta decir cuál es la que encadena
a la modernidad occidental, ni cuál ruptura es la menos frecuente.
Brigue apunta: “Algunos
piensan que el que no sabe recibir se siente humillado por el favor y lo
resiente hasta el punto de pagar mal por bien. El que da es más fuerte y
produce envidia, la mano que da está por encima de la mano que recibe, por eso
quizás decía San Francisco, il
povereto, ‘que no quiera yo
recibir sino dar, que no quiera yo ser amado sino amar’”.
*
Bibliografía
Estrabón: Geografía, 6 vols.,
Gredos, Madrid, 1998.
Roberto Calasso: Las bodas de
Cadmo y Harmonía (1988), Anagrama, Barcelona, 1990; traducción de Joaquín
Jordá.
Jonuel Brigue (José Manuel Briceño Guerrero): El tesaracto y la tetractis, Óscar Todtmann Editores, Caracas,
2002.
*
[De Libro de Nadie 3. Leer el capítulo siguiente.]
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