DGD: Textiles-Serie blanca 41 (clonografía), 2016 |
miércoles, 26 de octubre de 2016
La luz sonora (12 y final)
4a
En el inicio de su quest, Atreyu (protagonista
de La historia interminable de
Michael Ende) trepa a un alto árbol para “ver” la Nada:
Las copas de los otros árboles que estaban muy cerca
eran verdes, pero el follaje de los árboles que había detrás parecía haber
perdido ese color, porque era gris. Y un poco más lejos se hacía extrañamente
transparente, nebuloso o, mejor dicho, cada vez más irreal. Y detrás no había
nada, absolutamente nada. No era un lugar pelado, una zona oscura, ni tampoco
una clara; era algo insoportable para los ojos y que producía la sensación de
haberse quedado uno ciego. Porque no hay ojos que aguanten el contemplar una
nada total. Atreyu se tapó la cara con una mano y estuvo a punto de caerse de
la rama. Se sujetó con fuerza y descendió tan de prisa como pudo. Ya había
visto bastante. Sólo entonces comprendió el horror que se extendía por
Fantasia.
Los hombres de gris, voceros de la mudez,
imagineros de la ceguera, impositores de la total ausencia de sonidos (que no
del silencio fecundo), detentan el poder precisamente porque éste no puede ser
visto, oído, pronunciado. Pero no es imposible ver la Nada y señalar sus
predaciones.
En
el fondo se trata de lo que implica la sentencia de Marx colocada por los
surrealistas al pie de un fotograma de La edad de oro de Luis Buñuel:
“La crítica del cielo se transforma en crítica de la tierra, la crítica de la
religión en crítica del derecho, la crítica de la teología en crítica de la
política”. Una paráfrasis podría agregar: “La crítica del lenguaje del poder se
convierte en crítica del poder del lenguaje”. La esencia de los aparatos
dominantes ya radica en aquella frase de Epicteto que Laurence Sterne coloca
como epígrafe a Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy (1760):
“No son las cosas en sí lo que perturba a los hombres, sino las opiniones sobre
las cosas”.
Es
precisamente la más honda relación entre palabra y deseo, entre las opiniones y
las cosas, la que centra un relato de Ende, “La meta de un largo viaje”
—incluido en el volumen La prisión de la libertad (1992)—; a partir de
la sentencia Busquen y encontrarán leída a fondo, un personaje revela:
Dios creó el paraíso y creó al hombre. Como luego
quitó el paraíso al hombre, éste creó el mundo para vivir en él. Y todavía está
creándolo. [...] ¿Creen que fue Troya lo que [Schliemann] descubrió? ¿Por qué
era Troya? Porque la buscó ahí [...]. De este modo los hombres encuentran todo:
los huesos de monstruos prehistóricos y de animales-hombre. ¿Por qué? Porque
buscan. Y así han creado al mundo, pieza por pieza, y dicen que ha sido Dios.
Pero miren qué mundo han hecho, lleno de espejismos y contradicciones, de
crueldad y violencia, de avaricia y sufrimiento, sin sentido en lo grande y en
lo pequeño. Y díganme: ¿cómo Dios, ese al que llaman justo y santo, va a haber
creado tanta imperfección? El hombre es el creador de todo y no lo sabe. No
quiere saberlo porque tiene miedo de sí mismo, y con razón. Tampoco Colón,
cuando descubrió el Nuevo Mundo, quería creer que lo había creado él a través
de su búsqueda, porque pensaba en buscar otra cosa.
Este personaje advierte a su interlocutor:
“Deberían darse prisa si quieren encontrar lo que buscan. Pronto ya no habrá sitio,
pronto todo estará completado y terminado”. Fascinante relectura de la
serendibilidad (el hallazgo inesperado cuando se buscaba otra cosa, fenómeno
del que se da precisamente como máximo ejemplo el descubrimiento de América) e
imagen gemela de aquellos hrönir que Borges imagina en “Tlön, Uqbar,
Orbis Tertius” (objetos reales creados por la expectativa de unos reos a los
que se promete la libertad si encuentran tesoros en un terreno en donde
inicialmente no había nada). El mundo es creado minuto a minuto por el deseo
del hombre, del mismo modo en que Bastian va creando a Fantasia sin saber
desear. El deseo es poder y ambos se enuncian, son lenguaje: quien domina a las
palabras y a sus significados, domina no sólo al mundo sino a la forma de
crearlo a cada instante.
*
Referencias
Jorge Luis Borges: “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, en Ficciones, Sur, Buenos Aires, 1944.
Michael Ende: Die Unendliche Geschichte, Thienemanns Verlag,
Stuttgart, 1979. [La historia
interminable,
Alfaguara, Madrid, 1983; trad. de Miguel Sáenz.]
Michael Ende: Das
Gefängnis der Freiheit, Thienemanns Verlag, Stuttgart/Viena, 1992. [La prisión de la
libertad, Alfaguara, Madrid, 1993. Trad.: Genoveva
Dieterich.]
Laurence Sterne: Life and Opinions of Tristram Shandy,
Gentleman (1759-1767), Penguin, Londres, 1985. [Cátedra,
Letras Universales 640, Madrid, 2005; trad.: José Antonio López de Letona; ed.:
Fernando Toda.]
*
sábado, 15 de octubre de 2016
La luz sonora (11)
DGD: Textil 146 (clonografía), 2016 |
4
La metafísica del deseo es recogida muy
raramente por el arte narrativo occidental. Sin embargo, ¿no es el deseo un
invariable resorte de las historias de Occidente? Lo es más bien el conflicto
entre un deseo convencional y una realidad igualmente convencional; por tanto,
no se trata de una metafísica sino de una ideología del deseo; ésta, que
depara casi la totalidad del arte occidental de contar, es aquella que
convierte al acto de desear en ambicionar. Sin embargo, muy de vez en
cuando una obra, pese a estar empapada en esa ideología global, incluye por una
u otra razón a la metafísica del deseo. En tal caso ambos registros se
inmovilizan mutuamente. Esto sucede en las versiones cinematográficas de La
historia interminable y de ahí la honda traición que practican al texto original.
Las tres películas, que tienen como referente a Hollywood —el modélico narrador
de historias en Occidente—, aspiran a ser reconocidas por la “fábrica de
sueños” y se adaptan a los términos de su ideología: si tales cintas contienen
también la metafísica del deseo es porque ésta empapa el texto en el que se
basan. No obstante, a la vez que ella inmoviliza a las definiciones ideológicas
en estas tres películas, la ideología detiene a la metafísica. El resultado es
cero.
Otra
conjunción excepcional se da en un melodrama realista surgido en Hollywood el
significativo año 1945: Our Vines Have Tender Grapes. En esta película
dirigida por Roy Rowland, Edward G. Robinson interpreta a un modesto granjero
de origen noruego y radicado con su esposa e hija en una zona rural de
Wisconsin. El sueño de este hombre es tener un moderno establo para criar
ganado de primera calidad: tal deseo ocupa su tiempo y sus años de minucioso,
arduo ahorro. Cuando está a punto de conseguir la cantidad necesaria, de pronto
cambia de parecer y anuncia a su esposa que usará ese dinero en otras
necesidades de la familia. De este modo explica su decisión: “Te tengo a ti y
tengo a nuestra hija. Si tuviera el establo lo tendría todo y ya no desearía
más. Creo que el hombre debe desear, ambicionar lo que no puede tener. Así
mantiene el interés y aprecia las cosas que ya tiene”.
El
deseo-motor de este personaje se cubre de ideología (es decir, en mensaje y en
propaganda). Con ese diálogo capital el granjero plantea la gran constante de las
historias occidentales, el conflicto entre deseo y realidad, a través de una
curiosa definición: a punto de cumplir su máximo sueño, renuncia al establo
para tener siempre algo que desear. (Le sucede lo mismo que a aquella dama de
la conocida fábula que no quería vender todas sus naranjas de un solo golpe
porque ello implicaría quedarse sin nada que pregonar y comerciar: los actos
que daban sentido a su vida.)
La
metafísica del deseo está presente en Our Vines Have Tender Grapes: ser
es desear; un hombre que no desea ha dejado de considerar al mundo deseable.
Sin embargo, en la afirmación del personaje interviene también una ideología del deseo: ser es ambicionar
y, específicamente, es ambicionar “siempre más”. Con objeto de apreciar lo que
tiene y “mantener el interés”, el hombre debe poner límites a su mundo y
definirlo no sólo como deseable sino como inalcanzable (debe conformarse
con lo que tiene y convertir lo que no tiene en un “incentivo” para apreciar lo
que tiene). La imposibilidad convencional (el granjero podría tener su
establo, pero voluntariamente renuncia a él) es un motor para la vida, puesto
que convierte a lo imposible en una convención utilitaria.
Lo
que hay de metafísica en el acto de este personaje es luminoso (contiene un eco
de la Gaya Ciencia de los trovadores, quienes convertían al amor imposible en
una vía de conocimiento y acceso a lo sagrado); no así lo que hay de esa
ideología que a través de los eufemismos, re-presentaciones y circunloquios
verbales transforma al deseo, acorde esencial de lo humano, en avaricia, usura
y sed de posesión.
La
ideología del deseo se marca claramente en Our Vines Have Tender Grapes:
el que tiene poco puede superar la imperiosa necesidad de tener más y esa
superación se da a través del acto de “plantarse”; el personaje de esta
película, al usar el establo como “tope del deseo” (decide no tenerlo, elige
considerarlo un imposible para
apreciar lo poco que tiene), mantiene el interés por el mundo pero se resigna a
su rol social. Por su parte, el que tiene mucho puede superar la insaciable ambición
de tener más e igualmente “plantarse”; como “tope del deseo” podría usar por
ejemplo al universo (“decide” no tenerlo, “elige” considerarlo un imposible
para apreciar lo mucho que posee):
así mantiene el interés —término muy conocido en la usura—, vence al
desgarrador sufrimiento que le produce no poseerlo todo y se “resigna” a
su rol social.
Para
el poder sólo es deseable eliminar el verdadero deseo de los individuos; así,
cuando el hombre desee al universo (no poseerlo sino serlo), estará
“ambicionando lo que no puede tener”. Sin embargo, hay otra ideología
del deseo: justamente aquella que emprende una lectura de lo “sobreentendido”,
la que busca saber lo que se dice y decir lo que se sabe. Es ésta
la que alimenta a La historia interminable de Michael Ende. Cuando esta
novela reúne la metafísica del deseo con esa móvil ideología del deseo, no sólo
ambas no se inmovilizan mutuamente sino que se transfiguran hasta revelar a ese
territorio humano sin nombre que puede investigar el origen de todo nombre.
Durante toda la segunda mitad de la novela, el protagonista, Bastian, desea el
poder e incluso identifica a estos dos conceptos; su fragorosa revelación final
lo hace invertir los términos: gana el poder del deseo, el más desafiante
puesto que sólo se tiene cuando no se usa.
*
Referencias
Michael Ende: Die Unendliche Geschichte, Thienemanns Verlag,
Stuttgart, 1979. [La historia
interminable,
Alfaguara, Madrid, 1983; trad. de Miguel Sáenz.]
*
[Leer La luz sonora (12 y final).]
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