DGD: Morfograma 27, 2018. |
jueves, 26 de julio de 2018
El misterio de los actores y de la actuación (XXVII)
El sentimiento
Dustin Hoffman comenta en la emisión que le dedica Inside the Actors Studio:
El Método es tu propio método. A veces lleva años
encontrarlo. Yo sigo encontrándolo y no hay final para eso. Si yo enseñara,
enseñaría cosas que he descubierto por mí mismo. Por ejemplo, esta tontería de
sentirlo todo. No puedes, sencillamente no puedes. Es sorprendente que puedas
seguir la dirección del director y la intención del autor con sólo hacerlo. ¡No
sabes lo que estás haciendo! No hay actuación, no hay sentimiento ahí. El guión
pide que yo diga a alguien “¡Estás lleno de mierda! ¡Vete de aquí! ¡Ahora!”.
Muy bien, ya lo dije: no sentí nada en absoluto. Me lleva a algún lado, alguien
me responde, eso me relaja: ¡no fue difícil! [XII-14, 18-6-2006.]
Casi todas las voces que se ocupan de la actuación (y casi
todas surgidas de los actores que hablan de su oficio) colocan el acento en el
sentimiento. Resulta curiosa la mención que hace el realizador Jean-Jacques
Annaud cuando habla del trabajo protagónico de Sean Connery en El nombre de la rosa (The Name of the Rose, 1986): “Trabajar
con Sean era una delicia: es un actor muy preciso; él ha sido entrenado en el
sentido inglés, que no consiste en que el actor sienta sino en que haga sentir
a los espectadores. Y poner todo su talento hasta asegurarse de que está todo
en la pantalla. En un sentido es un gran actor y a la vez un gran técnico”.
Muchos
espectadores se preguntarán entonces: ¿cómo puede el actor hacer sentir si no
se preocupa primero por sentir él mismo? O bien: ¿cómo puede lograrse el hacer
sentir al espectador sin que el actor sienta? ¿Se trata entonces de una especie
de canalizador a través del cual pasa un determinado sentimiento cuya fuerza es
mayor en la medida en que él mismo no se vea afectado por esa fuerza?
Si el actor
se basa en una técnica para hacer sentir sin que él mismo considere
indispensable experimentar en carne propia lo que va a hacer sentir a los
espectadores, ¿qué los hace sentir, un verdadero sentimiento o la técnica, una
técnica que consiste en manipular a la audiencia de cierta forma para que ella
misma cree la emoción y el actor, por tanto, quede “emocionalmente protegido”?
¿Es esta forma manipulante de la actuación contra la que se volvieron teóricos
como Stanislavsky u hombres de teatro como Grotowski y Artaud?
El poder emocional
La esencial importancia de las emociones en el arte del
actor es puesta en términos claros por Christopher Walken: “Lo mejor que un
actor puede tener es lo que se llama ‘poder emocional’. Es sin duda lo más
valioso que la actuación puede tener. El teatro comenzó como una experiencia
religiosa cuyo sentido era una epifanía, algo que te transfiguraba, de tal modo
que al irte fueras diferente de cuando entraste. Es por eso que en el teatro la
vida es tan valiosa. En el teatro he visto cosas que me han cambiado” (II-8,
1995).
Es sin duda
por ello que una de las mayores interrogantes en las escuelas de actuación, así
como el hecho fundamental que distingue a unas de otras, es ¿qué hace el actor
con sus emociones? Y en última instancia: ¿qué significa la emoción? La actriz Diane
Lane recuerda el trabajo de su padre, Burton Eugene “Burt” Lane: “Mi padre
organizaba el theater workshop de
[John] Cassavetes, y estaba mucho en el concepto del tercer nivel de la
perspectiva del actor sobre su oficio, que no se basa sólo en las emociones que
experimenta el actor sino en el hecho de cómo esas emociones son escudadas: la
gente no siempre tiene conocimiento de sus emociones; muchas veces si estás
triste, la emoción no sale triste, sino a veces hostil” (X-10, 8-2-2004).
Sylvester
Stallone certifica otro matiz en el trabajo emocional del actor: “La
característica de un buen guión o de una buena actuación es tener dos emociones
al mismo tiempo. Eso es lo que busco en mis películas. Según yo, un actor es
una persona esquizofrénica, capaz de estar calmado por dentro y mostrarse
exaltado en el set y viceversa.
Cuando escribo trato de dar un aspecto doble a un contenido dramático, reír por
fuera y llorar por dentro” (VI-3, 5-12-1999).
La esquizofrenia
controlada
Ambas ideas, la de Burt Lane y Cassavetes acerca de las
“emociones escudadas”, y la de Stallone sobre la actuación como una
“esquizofrenia controlada”, no dejan de ser en sí mismas definiciones inferidas
de lo humano, puesto que a fin de cuentas es lo humano lo que todo actor
representa (y a tal grado que lo humano es para él, al menos en términos
técnicos, no una verdad sino una materia prima). Independientemente del método
de cada actor, de la visión de cada dramaturgo o guionista, o de la ambición de
cada director, todo lo que estos profesionistas hacen se apoya en un intento de
definición de lo humano. Es tal vez por esto que la mayoría de ellos evita las
consideraciones éticas (es general el repudio a ser “moralista”) y más aún las
políticas y filosóficas. Son definiciones sin calificación, con el prurito de
erigirse como entradas de enciclopedia: un “así son las cosas” y no un “podrían
ser de otra manera”.
El ser
humano, pues, queda definido como esquizofrénico, y sus emociones verdaderas
como algo que nace escudado, oculto, soterrado, mientras que son las emociones
“actuadas” las que rigen en la vida social. Puede entreverse así el laberinto
de espejos en que se sumerge todo actor, que —si se concede alguna razón a
estas “definiciones”— debe actuar “conscientemente” (es decir, deliberadamente)
a un ser humano que actúa “inconscientemente” (es decir, movido por corrientes
profundas a las que ignora), y para ello el actor debe comenzar por eliminar a
su conciencia (porque de lo contrario comenzaría a actuar, esto es, a mentir),
mas no su deliberación (porque de lo contrario desaparecería como actor).
Christopher
Walken lleva esa postura al extremo: “Cada buena película crea su propio mundo,
y ese mundo no tiene que referirse a nada que sea real. Lo que sucede está
dentro de ese rectángulo [el encuadre] y si es consistente, entretenido,
interesante, justifica su estar ahí. Nunca confundo lo que pasa en las
películas con la vida real”. En esta visión se establece una escala, en uno de
cuyos extremos está la vida real y en el otro extremo —y en la mayor lejanía
imaginable— el arte.
Sin embargo,
¿qué quiere decir este actor exactamente, que hace una tajante división entre
su vida personal y la profesional, o que no cree en la realidad convencional
del mundo ficticio en el que trabaja (esencialmente Hollywood), y por tanto
tampoco cree en la posibilidad de que este mundo ficticio critique y modifique
a la realidad cotidiana? Quizás lo que está diciendo sea, a fin de cuentas, lo
mismo que Christian Slater enuncia de manera más directa:
Hay mucho misterio alrededor del negocio del cine, y
ciertamente muchas ilusiones. El periodismo juega una parte en crear mucha
fantasía e ideales y en vender todas estas imágenes proyectadas. Tú quieres ser
estos tipos que ves en la pantalla; yo actué así, yo quería ser Indiana Jones,
y tantos otros. Creo que es bueno desnudar las fantasías e ilusiones que tenía
de niño acerca del negocio y recordar que es un trabajo [a job]. Es un trabajo y no lo que realmente soy ni lo que realmente
quiero. Es un trabajo: es a donde voy y lo que hago, y soy lo suficientemente
afortunado porque amo hacerlo, pero no puede ser el fin de todo. Hay muchas
otras cosas mucho más valiosas en mi vida y en el mundo, tantas otras
aventuras. [XIV, 13-10-2008.]
Se trata de una postura tan respetable como cualquiera otra;
Slater no siente, como algunos de sus colegas, que su labor esté cambiando el
mundo, o revelando verdades universales, o ahondando el conocimiento de lo
humano: lo que hace es un trabajo; lo
valora pero no lo coloca encima de su vida personal: no se trata de lo que
realmente es ni de lo que quiere en realidad. Ha desechado, pues, las
ilusiones, fantasías e ideales; es un asalariado que tiene la suerte o el
privilegio de amar lo que hace, pero no lo considera trascendente.
Bien puede
formularse un interrogante: nadie pide a un médico, un piloto de aviación o un
plomero que tengan ilusiones, fantasías e ideales, pero ¿en qué modo trabaja un
actor sin estos tres elementos, cuando no sólo son la base del “medio” sino del
propio arte actoral?
*
domingo, 15 de julio de 2018
El misterio de los actores y de la actuación (XXVI)
DGD: Morfograma 26, 2018. |
¡Cuántas cosas ve y adivina un cómico cuando observa
la actuación de otro! Aprecia cuándo un músculo no acompaña a un gesto; deja a
un lado esas cosas ficticias que se ensayan por separado y a sangre fría
delante del espejo y que no logran fundirse con el conjunto; advierte cuándo el
actor se ve sorprendido en escena por su propio artificio y con su sorpresa
echa a perder el efecto. ¡De qué modo tan distinto ve un pintor al hombre que
se mueve delante de él! Ante todo, ve muchas más cosas de las que existen en
realidad, para poder completar lo que tiene delante y producir el efecto;
ensaya en su memoria diferentes iluminaciones de un mismo objeto; da variedad
al conjunto, con base en añadir a él una oposición. ¡Ojalá tuviéramos los ojos
de ese cómico y de ese pintor para mirar el mundo del alma humana!
Nietzsche: Aurora
La impotencia
Dustin Hoffman desacraliza a la actuación e identifica como
alimento del actor no a la técnica sino a la impotencia. Sobre una célebre escena
de su trabajo en Rain Man (Barry
Levinson, 1988) exclama: “No hay ninguna magia en la actuación, si quieren
saber la verdad. La verdad es que tenía que hacer una escena en la que llegaba
un momento en que debía hacer esa cosa, y yo estaba tan enojado por mi
limitación, por mi inhabilidad de acercarme, que eso fue lo que salió. Ese es
el subtexto, no la escena, eso es lo que salió: ‘¡No puedo hacer esta maldita
escena!’. Eso es lo que pasa a veces: tienes que acercarte no a la escena sino
a tu propio sentido de impotencia artística. Eso es todo lo que hay” (XII-14,
18-6-2006).
Y agrega, ya
aludiendo específicamente al actor de cine: “Siempre he pensado que la toma [the take] es el tiempo del actor para
fracasar o fallar. Todo arte debe tener su fracaso medido [cautioned]”.
El método es
individual e irrepetible
La carrera de Dustin Hoffman se distingue por la angustia y
el rigor que han llevado a este actor a infligirse dietas severas o
descomposición física para encontrar a su personaje. De ahí la famosa anécdota
del rodaje de Maratón de la muerte (Marathon Man, John Schlesinger, 1976) en
la que Hoffman ensaya con su coestelar, Laurence Olivier, y muestra a éste el
intenso deterioro físico que se ha impuesto para lograr a su personaje; según
esta anécdota, Olivier, luego de observar esta suma de esfuerzos desgarradores,
le hace una sugerencia: “¿Por qué no intentas actuar?”.
En una
búsqueda de completa verosimilitud, Hoffman se coloca deliberadamente en la
delgada línea que separa al actor del personaje; casi podría decirse que se
deja invadir por el papel. En los inicios de su carrera, Robert De Niro hará lo
mismo, hasta el grado, por ejemplo, de engordar treinta kilos para su papel en El toro salvaje (Raging Bull, Martin Scorsese, 1980). Uno de los casos extremos es
el de Heath Ledger, que para su papel de Joker
en El caballero de la noche (The Dark Knight, Christopher Nolan, 2008)
se aisló para sumergirse en su propia oscuridad, con la resultante de un
insomnio y una angustia que sólo podían ser combatidas con barbitúricos; el
papel, verdaderamente excepcional en la historia de la actuación, le costó la
vida debido a una sobredosis.
Jack Lemmon,
actor perteneciente a una escuela muy distinta, advierte el peligro y lo
señala:
A veces ciertos personajes te llegan más de cerca que
otros y no es bajo tu control. Es un misterio para mí. [...] Una cosa muy
peligrosa que puede pasar de vez en cuando, y advierto a los actores que sean
cuidadosos con ello, es cuando el personaje comienza a dominarme, en lugar de
ser yo quien controlo al personaje. No es nada bueno. Nunca darán una buena
actuación porque no están en control. Debe haber una cierta luz encendida,
totalmente separada, y debes ser tú el que mira, sin importar cuán
profundamente estás involucrado en la escena y cuánto del personaje tienes en
tu retrato de él. La mejor actuación es cuando tú estás en control, no el
personaje. [IV-10, 25-10-1998.]
Alec Baldwin ofrece otros matices en ese proceso:
Una vez, cuando hice Secretaria ejecutiva [Working
Girl, Mike Nichols, 1988], en la que hacía el personaje de un mujeriego,
Melanie Griffith, que es una persona adorable, me dijo: “Cada papel que haces
es una oportunidad para enterrar esa parte de ti mismo que encuentras
desagradable o que es una cualidad desagradable que tienes”. [...] Y es verdad.
Esa vez pensé, en una especie de manera psicótica, que los papeles que he hecho
habían sido puestos en mi vida por algún ser superior para obligarme a
confrontar mis problemas [issues], y
que yo estaba listo ahora para enfrentar esa parte de mí, que yo era ese hombre
[el mujeriego] que exhibía ese comportamiento y yo necesitaba deshacerme de
eso. [I-2,
10-10-1994.]
Angelina Jolie lo dice de una forma aparentemente inversa:
Cuando estudié con Strasberg tenía una necesidad, como
la hay en todo artista, de comunicar, de saber qué había dentro de mí, esa
parte que uno quiere alcanzar: lanzar emociones con la esperanza de obtener una
respuesta. [...] En cada papel hay algo que es parte de ti y una parte hacia la
que vas a evolucionar, algo que admiras y que es aquello en lo que te vas a
convertir. [XI-19, 5-6-2005.]
Acaso se trata de un mismo proceso: Griffith y Baldwin
contemplan a cada papel como una oportunidad de enterrar una parte negativa en
la personalidad del actor —es decir, un dejar atrás—, mientras que Jolie
concibe cada rol como evolución —es decir, un ir hacia adelante— y casi como
oráculo —un anuncio de aquello en lo que ese actor se va a convertir.
*
jueves, 5 de julio de 2018
El misterio de los actores y de la actuación (XXIV)
DGD: Morfograma 24, 2018. |
La lucidez de la otredad
El actor encarna el deseo esencial: ser otro. El niño juega, se posesiona de un papel, o mejor dicho,
se deja posesionar por él, experimenta el inmenso placer de ser otro sin dejar
de ser él mismo. El actor prolonga ese placer y lo convierte en su modo de vida:
hay desde luego una técnica aplicada a aquello que en el niño es espontáneo,
pero el placer es el mismo.
En El diario de Satanás (1921), Leonid
Andreiev hace al demonio encarnar en un millonario norteamericano cuyo cuerpo
ocupa con objeto no sólo de fingirse humano sino de actuar ese papel
específico, ser hombre, ser otro. Este
Satanás explica su propósito con la suficiente ironía lúdica pero también con
el pertinente hedonismo: “Tú ya sabes lo que es el aburrimiento; también sabes
lo que es mentir, y lo que es una farsa; puedes juzgar por los teatros y sus
artistas célebres. Quizá también tú representas un papel de comedia en el
parlamento, en tu casa o en la iglesia. En este caso, sabes mejor que nadie el
gusto que eso da. Si, por añadidura, conoces un poco la tabla de multiplicar,
multiplica ese placer que experimentas por un coeficiente muy grande, y tendrás
una idea del placer que me produce a mí representar comedias”.
La
comprensible y arquetípica hybris de
Satanás lo hace decir al lector: “En cuanto a ti, amigo terrícola, he oído
decir que eres inteligente, bastante honrado, incrédulo en cierto modo y muy
sensible para las cosas del arte al que tú llamas eterno; pero, además, mientes
y representas tan mal, que aprecias mucho la manera de representar de los
demás, y por eso distribuyes tantos laureles a tus grandes actores”.
Para la
apabullante honestidad de este narrador, la mentira es tan necesaria al ser
humano que éste admira a quienes la transforman en arte y consagra en
definitiva a quienes llevan a ese arte a su máxima depuración. Y quizás, así
como hay infinitos niveles en la mentira, que van desde el burdo fingimiento
hasta la más elaborada representación, del mismo modo los hay en los actores:
mientras algunos optan por la mera impostación, otros apuestan por la más
indefinible trascendencia.
Pero esta
escala también puede verse de modo individual, como la gama que un mismo actor
puede manejar y en la que consiste su arte —es decir, su misterio—: una
capacidad de graduar la creencia en su propio personaje. Bien lo dice, a su
manera, el Satanás de Andreiev: “Para ser un gran embustero no basta con
engañar a los demás: también es necesario saber engañarse a sí mismo, mentir
con tal habilidad que uno acabe por creerse a sí mismo. ¡Ese es el verdadero
arte!”. Evidentemente, un actor no siempre cree de igual modo en la realidad de
los sucesivos personajes a los que desempeña: esta escala va desde lo que puede
considerarse una mera convivencia risueña, hasta el otro extremo en el que
podría darse la compenetración más radical.
El actor es
sagrado desde la más remota antigüedad debido a esa arcana coordenada: por
medio de la identificación y la catarsis, permite al espectador salir de su
individualidad, trascender hacia lo otro,
vivir otras vidas.
Naturalización de lo
ridículo
El gran desafío de los actores no estriba en decir
verosímilmente frases complejas, sino en proferir las más elementales o
rudimentarias: “adiós”, “tengo frío”, “lo prometo”... Sin embargo, un lugar
aparte merecen aquellas sentencias de supuesta solemnidad o gravedad que sólo
aparecen en la ficción narrativa y nunca en la vida cotidiana; por ejemplo, en
una película de muy bajo presupuesto un soldado heroico que cae prisionero
exclama a sus violentos captores: “Ya tienen mi sangre. No les entregaré mi
alma”. Y más adelante: “Nunca digas a un soldado que no conoce el precio de la
guerra”. La credibilidad de estas afirmaciones debe ser gigantesca para que un
actor pueda pronunciarlas como si no fueran sentenciosas, cursis o ridículas.
Es cierto que el nivel de credibilidad es una suma de afanes: del escritor, del
director, de cada uno de los técnicos...; sin embargo, más allá de todos estos
colaboradores en la creación del “contexto”, en última instancia el actor
siempre se queda solo ante la mirada del espectador. Del actor depende que
exista una “naturalización” no sólo de lo inverosímil sino muchas veces de lo
absurdo, lo grotesco, lo ridículo. Del actor depende que todo ello sea aceptado
por el público ya no como “una realidad posible” sino como partes indesligables
de la realidad humana.
Y ese es el
misterio ulterior en el que culminan todos los demás misterios, que forman en
torno círculos concéntricos. Por ejemplo, la evidencia de que actuar no es en
absoluto fingir.
En una
entrevista televisiva. Peter O’Toole declaraba: “Hablar de actuación es muy
difícil porque se trata de algo muy personal. [...] Uno es el abogado del
autor, y al mismo tiempo uno debe comentar sobre lo que él dice acerca del
personaje o lo que hace con él. [El actor] es el hombre parado detrás del
hombre. [La actuación] tiene que ser mente en lugar de personalidad. Uno es una
lupa, y mucho más, curiosamente, en el escenario que frente a una cámara, y es
imposible mentir, no puedes hacer ninguna falsedad, estás totalmente expuesto.
Y uno tiene que preocuparse por su propio personaje, por su propia
personalidad. No para embellecer sino para iluminar”.
Se dice que
el actor es su cuerpo, pero para Hollywood (y la ortodoxia dramática que rige
al mundo entero) no es más que su rostro. En la época en que el productor
Arthur P. Jacobs preparaba su ambicioso proyecto de El planeta de los simios (1968), una gran parte del presupuesto
estaba consagrado al maquillaje y los apliques de látex que convertían a los
actores en simios inteligentes. Los co-productores se quejaban: “¿Para qué
gastas tanto en actores si no se les ve la cara?”. Resulta asombroso que Jacobs
tuviera que defender el hecho de que la expresividad de un actor es su cuerpo
entero.
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