DGD: Redes 155 (clonografía), 2012 |
lunes, 25 de enero de 2016
Auras y rasgos del ensayo (IX)
21. Reflejo. El
gran ejemplo de suspensión de lo narrativo para cavilar sobre acciones y
percepciones es, desde luego, En busca
del tiempo perdido. Proust describe situaciones, objetos y lugares que
parecen haber sido convocados a sus páginas solamente para ser analizados,
dilucidados, desmenuzados, interiorizados.
La potencia analítica de Proust es tal, que aun en las partes en las que se
limita a narrar, el lector siente detrás al ojo que mira, y que al mirar ya
está reflexionando (en el sentido de reflejar
y como si el reflejo fuera ya en sí pensamiento). Esta mirada, mientras más se
concentra en lo microcósmico (las minucias, lo aparentemente trivial, lo casi
insignificante), abarca más en lo macrocósmico (la gama del mundo y de la
realidad). El universo entero surge de una magdalena mojada en té.
El celebérrimo aleph
de Borges no es otra cosa: un punto del universo en el que se concentran todos
los demás. En sí, los ensayos de Borges constituyen otro ejemplo fundamental
que invita a considerar al ensayo más un estilo que un género, presente por
tanto en la novela, el teatro o incluso la poesía. El ensayo, claro está,
definido según lo que aquí hemos llamado cosmovisión.
(Es por eso que puede decirse que los cuentos de Borges son ensayos, y los
ensayos poemas, y los poemas cuentos. Él mismo lo aceptó en una entrevista
publicada en 1988: “Me pregunto si hay alguna diferencia entre el estilo de la
narrativa y el estilo del ensayo. En mi caso, no lo hay”.)
Es
seguramente a esto a lo que se refiere Borges en otra entrevista, ésta de 1979,
cuando se le preguntó por sus ensayistas preferidos: “En cuanto a ensayos en
lengua castellana, creo que la vasta obra de Alfonso Reyes es de hecho
inagotable y, en francés, Montaigne y André Gide nos esperan; en italiano,
Croce; en alemán, la obra de Schopenhauer y el deleitable Diccionario de la filosofía, de Fritz Mauthner; en inglés están
Emerson y De Quincey, y los Cuadernos de
notas, de Samuel Butler, y el hoy casi olvidado Andrew Lang”.
22. Píldora y caramelo. No hay novela sin ideas;
aún la novela más “fácil” (la que no quiere más que narrar, la más renuente a
la reflexión) tiene en el núcleo una idea a partir de la cual se teje todo (así
sea la idea de evadir las ideas). A tal grado sucede esto, que bien podría
pensarse que lo literario, lo narrativo, es una especie de caramelo con el que
se envuelve a la píldora, que es la idea, para que ella sea “pasable”,
“tolerable”.
Es
una vieja idea, cuyo extremo conservador queda bien representado en la frase de
un censor del siglo XVII que, con objeto de aprobar la segunda parte del Quijote, afirma que el autor escribe “disimulando en el cebo del donaire
el anzuelo de la reprehensión”. Y no se trata de un eclesiástico sino de un poeta toledano,
amigo de Lope y protector
de Cervantes, Josef de Valdivielso, que al escribir esas líneas piensa menos en
“las leyes de reprehensión cristiana” (esto es, en endulzar las prescripciones
de la moral cristiana) que en el Arte poética
de Horacio, que aconsejaba mezclar lo útil con lo dulce (con lo que puede
apreciarse la antigüedad de la frase “endulzar la píldora”).
En
esta escala de valores, el ensayo sería ese núcleo sin caramelo, es decir la
idea sin el apoyo de la ficción. Aunque hay que decir que en general cada
ensayista encuentra un particular sucedáneo del caramelo, y hay narradores que logran
un balance tan perfecto de ficción y reflexión, como Proust y Durrell, que
puede decirse que piensan lo narrativo mientras que otros solamente lo narran.
*
Bibliografía
Carlos Cortínez: Con Borges
(texto y persona), Torres Agüero Editor, Buenos Aires, 1988.
Entrevista a Jorge Luis Borges, Suplemento
Literario, La Prensa, Buenos
Aires, 26 de agosto de 1979, p. 4.
*
viernes, 15 de enero de 2016
Auras y rasgos del ensayo (VIII)
DGD: Redes 164 (clonografía), 2012 |
17. Descripción y reflexión. Que el ensayo sea considerado
un género es en sí una enorme ganancia, puesto que con ello ha reclamado un
lugar, un territorio en donde puede desarrollarse sin ser confundido o
relegado. Pero esa ganancia de territorio invita a continuarla: la pregunta de
fondo es si no cabría más bien hablar de dos géneros-madre, lo narrativo y lo
ensayístico, y si no son en realidad uno solo, en cuanto polos de una única
escala, o de un único rostro.
Ya la literatura suele dividirse entre
descripción y reflexión. No hay narrador que, aunque sea una sola vez, no
detenga los sucesos que está describiendo para comentarlos, cavilar sobre ellos,
interpretarlos, colocarlos en un plano más amplio. El puro describir, el mero
enumerar acciones y diálogos termina por volverse seco y luego hueco; el
narrador acaba por sentirse un mero vehículo del argumento, un simple amanuense
de las cosas, un pasivo servidor de lo anecdótico; de estas molestas
sensaciones sólo puede librarse si hace algo
con la historia que está contando, si al menos una vez se pregunta por el sentido de esas acciones, por la significación que tienen en la vida profunda
de los personajes; y buscar el sentido de una sola acción que parece muy
simple, es preguntarse por el sentido de quien realiza esa acción, y de este
personaje en la humanidad, y de ésta en el mundo, y de este mundo en el cosmos.
Que el escritor se detenga o limite a buscar el sentido de una acción “simple”
es eso precisamente, un deliberado detenerse, un voluntario limitarse, porque
bien podría continuar de modo indefinido en la cadena del sentido.
El realismo como estilo dramático
implica precisamente esa autolimitación, precisamente a partir de la falaz idea
de que basta la descripción de sucesos para que ella por sí misma genere una
especie de reflexión en el lector; ello sucede, sin duda, en el nivel más
elemental (la indignación ante la injusticia, por ejemplo, o la piedad ante la
desventura), y son numerosos los autores que parecen conformarse con ese nivel
elemental, ante todo porque los excluye de la responsabilidad de dar su punto
de vista (lo cual es visto como una parcialidad, incluso como un inaceptable
moralismo que atentaría contra la objetividad de la narración), o sencillamente
porque los exonera del esfuerzo de la reflexión, ya suficientemente atosigados
por el de la descripción. Pero la posibilidad de continuar de modo indefinido
en la cadena del sentido no espanta, afortunadamente, a todo narrador.
Incluso puede decirse que, si esa
momentánea detención de la peripecia no responde a la mera necesidad de una
pausa entre sucesos, ahí radica el núcleo mismo del cuento o novela, su
declaración de principios, el motivo de su existencia, la hipótesis que fue
anterior a la invención de personajes, móviles y situaciones. Esa hipótesis no
es necesariamente una “idea”: bien puede consistir en una interrogación, una intuición
oscura, la sugerencia fugaz de un misterio que el personaje, el narrador o el
autor intuyen de manera vaga y a la que transmiten tal como la perciben. En
este sentido puede decirse que el ensayo no siempre requiere partir de una idea
precisa, de una hipótesis claramente demarcada. Algunos de los más grandes
ensayos de la historia han sido los que transmiten un misterio, un enigma, sin
resolverlo, y con ello los mantienen vivos. Este es un rasgo importante: el
ensayo puede encontrar respuestas, pero su esencia es plantear preguntas
inusitadas y enseñarse (y enseñarnos) a preguntar.
18. Necesidad de cuestionar. En todo caso, aunque el
narrador de historias sólo haya hecho un pequeño detenimiento pasajero para
introducir una cierta meditación sobre esa misma historia, podría decirse que
es precisamente entonces cuando se convierte, de narrador, en escritor, porque es esa pregunta la que
inserta a su historia en una perspectiva más honda. Aunque sea en una medida
modesta ha luchado contra una apariencia, ha intentado entrever lo que se
oculta en lo inmediato. En términos llanos podría decirse que, al cuestionar lo
obvio, al sospechar lo invisible detrás de lo visible, al formular esa pregunta
ha introducido un ensayo en su novela, relato, cuento, libreto, guión. Este es
un rasgo esencial del ensayo: un cuestionamiento particular que mantiene viva
la necesidad de cuestionar. De cuestionarlo todo,
especialmente aquello que no parece necesitar ser cuestionado, es decir, puesto
entre signos de interrogación.
19. Suspensión. Es, pues, posible, definir
al ensayo como una suspensión, un
detenimiento, de manera muy parecida a aquello que en teatro se llama aparte. Cortázar los llama “altos en la
hipnosis, en los que el autor reclama una vigilia activa del lector”. En este
sentido, el ensayo sería un aparte en
la inmensa corriente de la vida cotidiana que es en sí su propia narrativa.
A veces es el narrador omnisciente el
que se detiene un momento a reflexionar; a veces es el personaje el que se
aísla y comienza a analizar, desmenuzar, deconstruir. Otras veces el personaje
es casi obligado a especular, por ejemplo cuando es aislado a la fuerza.
Edmundo Dantés en el castillo de If es un gran ejemplo, del que Ítalo Calvino
ha derivado una fábula espléndida.
20. Literatura policial. Esta es, por cierto, la
razón de que a Borges le gustara tanto la novela policial, porque esto es lo
que sucede en ese “subgénero” no como incidencia o casualidad sino como una de
las reglas del juego: el detective está
obligado a estudiar las evidencias,
a dudar de lo aparente, a sospechar verdades ocultas, a ver más que los demás personajes. Esto es la
máxima virtud del subgénero policial, pero a la vez resulta en una
autolimitación: todo está basado en un ejercicio de razonamiento y en una
aplicación rigurosa de la lógica que terminan por afirmar a la ciencia
positivista y al materialismo ortodoxo. De manera inusitada, Borges usa a la razón
y a la lógica características de la “novela negra” para abordar el territorio
de la metafísica (como en El jardín de
senderos que se bifurcan, que cuestiona la naturaleza del tiempo).
Dentro de los “subgéneros” narrativos,
la literatura policial es la única que tiene como regla el uso obligatorio de
la deducción. No está de más, entonces, considerar que el ensayista utiliza con
frecuencia técnicas detectivescas, formas del razonamiento deductivo, y de ahí
una de las grandes características del ensayo, que es el de considerar un enigma a determinada parte de la
realidad a la que nadie ve como enigmática, y a veces entender de ese modo a la
realidad misma en su conjunto. De ahí la evidente y constante relación del
ensayo con la filosofía, e incluso, a veces, con la mística y la metafísica.
*
Bibliografía
Jorge Luis Borges: “El jardín
de los senderos que se bifurcan”, en Ficciones,
Sur, Buenos Aires, 1944.
Ítalo Calvino: “Il Conte di
Montecristo”, en Ti con zero, 1967. [“El
Conde de Montecristo”, en Tiempo cero,
Minotauro, Buenos Aires, 1971; trad. de Aurora Bernárdez.]
Alexandre Dumas: Le Comte de Monte-Cristo, 1845. [El conde de Montecristo, Anaya,
Barcelona, 1999; trad. de Pollux Hernúñez y José María Holguera.]
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[Leer Auras y rasgos del ensayo (IX).]
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