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DGD: Morfograma 3, 2017. |
Recuento
En un programa especial de la serie Inside the Actors Studio, James Lipton hace un recuento tanto del
método de esta escuela como de la serie misma. Lipton comienza explicando que
en esencia hay dos corrientes en el sistema de Stanislavsky, ambas aún
existentes y paralelas, que con frecuencia se cruzan y alcanzan el mismo
resultado. Una de estas corrientes es la de Lee Strasberg, educado por
Stanislavsky cuando éste fue a Nueva York en los años veinte. En los años
siguientes el grupo de Strasberg, a partir de las enseñanzas de Stanislavsky,
cambió el medio en Estados Unidos: transformó los modos en que los actores
actuaban, los escritores escribían y los directores dirigían, y se volvió la
fuerza dominante en teatro y cine.
Esta poderosa
corriente, que llegó a ser conocida sintéticamente como “el Método”, descansaba
en una noción fundamental, la “memoria emocional” (también conocida como
“memoria de los sentidos”, sens memory).
Lipton explica este concepto:
La memoria emocional es lo que enseñó Stanislavsky
cuando se quedó aquí después del Teatro de Arte de Moscú, y Strasberg y otros
fueron muy influidos por eso. Es lo que mucha gente piensa que es el Método de
Stanislavsky. Consiste en que el actor recuerda sus propias experiencias, que
son parecidas o a veces idénticas a las del personaje, y las saca desde el centro
mismo de su ser. No es realmente lo que la gente piensa que es; es más complejo
y más interesante de lo que he descrito porque no sólo se trata de borrarse del
mundo y recordar cuando el perro murió y abrir los ojos con lágrimas en ellos.
Es mucho más interesante y complicado que eso, e implica recordar sucesos de
nuestra vida que evocan emociones similares a las del personaje, y entonces uno
las revisa, no en el sentido en que el público puede creer que esto se realiza,
sino en el de recordar qué hora del día era, noche o día; si era dentro o
fuera; si fue dentro, recordar la habitación: ¿era cálida, fría, podemos ver el
papel tapiz en las paredes o el color de la pintura?, etcétera. Se trata de
refinar y definir; recordar con el mayor detalle la experiencia, no
necesariamente en voz alta sino en nuestro propio recuerdo. Usualmente se hace
bajo la guía de un director, y lo que sucede es que cuando alcanzas un cierto
nivel en ese ejercicio de memoria afectiva o emocional, empiezas a revivirla
tan vívidamente, que cualquier emoción que tuvieras en aquel momento regresa
avasalladoramente.
Una discípula
de Strasberg, Stella Adler, que había estudiado escrupulosamente el método
stanislavskiano y sobre todo la “memoria emocional”, comenzó a volverse en
contra de esta técnica, argumentando que a ella la “sacaba” del personaje y de
los sucesos de la propia obra; la sentía como un impedimento. Esta oposición
daría origen a la segunda corriente, la adleriana, que en rigor no es más que
una revisión de la primera. Hacia 1934 Adler fue a París, en donde Stanislavsky
se encontraba durante el verano y lo buscó para confrontarlo. Lipton recuenta:
Stella le dijo que su sistema la estaba volviendo
loca. Stanislavsky oyó sus quejas y aceptó enseñarle, me parece que por unas
seis semanas: la entrenó en un papel [role]
y ella regresó a Nueva York con su grupo de colegas. Ellos la estaban esperando
y le preguntaron: “¿Qué tenía que decir el maestro?”, y ella respondió: “Él ha
abandonado la memoria emocional”. [...]
Stella sentía a
la memoria emocional como un impedimento. Mucha gente no estará de acuerdo con
ella: aún hay muchos actores que la usan; en la memoria emocional estaba casi
todo el énfasis de Strasberg en el Actors Studio. Pero Stanislavsky dijo a
Stella: “Yo ya no la uso. En cambio, lo que me interesa es lo que el personaje quiere en cualquier momento dado y en
cualquier circunstancia. Debes enraizarte en la obra, no apartarte de ella. No
te separes de tu compañero o compañeros en la escena, no vayas tan dentro de ti
misma que dejes de existir para tu compañero, y para el personaje, y para la
obra”.
Eso le dijo
Stanislavsky y Stella lo repetía: “Debes estar tan inmerso en las
circunstancias de la obra, que puedes decir, en cualquier momento, lo que el
personaje quiere. Y cuando tratas de lograr lo que ese personaje quiere, las
emociones surgirán”. Del mismo modo en que surgen si, por ejemplo, yo trato de
convencerte de que jamás debes hablar a una determinada persona. Esa es mi
acción, tratar de persuadirte, y si requiere una acción más poderosa, la
persuasión será completa.
Brota aquí la
palabra clave: persuasión. Con objeto
de persuadir al espectador de que el personaje es real, el actor debe persuadirse primero a sí mismo; sin embargo, el
panorama es mucho más complejo, puesto que con gran frecuencia lo que hacen los
actores es persuadirse unos a otros, de la misma manera en que lo hacen entre
sí los personajes a los que aquéllos representan. Las persuasiones son
concéntricas, y de ahí que se diga que no otra cosa es la vida social sino un
inmenso campo de persuasiones: de padres a hijos, de maestros a discípulos, de
un grupo a otro, de los media a la
sociedad civil, de los individuos a sí mismos.
Aquí Lipton
recuerda la intervención, en uno de los episodios de la serie, del director
Mark Rydell, que comentó: “Uno puede darse cuenta de cuándo un actor está realmente
haciendo algo, o bien de cuándo imita
hacer algo. Y si realmente lo hace, todo lo demás viene con eso, y todo lo que
uno tiene que hacer para probarlo es poner a alguien en un clóset y cerrar la
puerta con llave y pedirle que salga. Si realmente trata de salir, en un minuto
estará saturado de emociones, debido a su hacer y a la imposibilidad de lograr
su objetivo”. [III-1, 1997; este episodio en el que aparece Rydell no fue
transmitido en su momento; algunos fragmentos fueron luego incorporados al episodio
antológico número 100.]
El ejercicio
propuesto no implica, desde luego, encerrar a un alumno en un clóset verdadero:
basta que se imagine en esa situación a mitad de un escenario vacío y que la
viva. Lipton añade: “No vas a recordar una emoción que sentiste en una
situación parecida; todo lo que vas a pensar es en salir del maldito clóset”. Y
continúa con su recuento:
Ese era el énfasis de Stella. No digo que uno u otro
lado sea el correcto; de hecho, creo que la mejor técnica reúne a ambas
corrientes, porque hay momentos en que uno tiene problemas para acceder a las
emociones profundas y conflictivas de uno mismo y un ejercicio de memoria
afectiva puede soltarlas y tener un magnífico efecto.
En todo caso,
creo que Stella enfatizaba el saber lo
que quieres. En nuestro programa, Alan Alda decía que debería haber un
letrero en la entrada a todo escenario, dedicado a los actores: “¿Qué es lo que
quieres?”. Claro que es más complicado que eso: se divide en bits, en las decisiones de cada momento
acerca de lo que quiere el personaje, y asimismo en una acción general [overall action], el superobjetivo [super objective], que te lleva a lo
largo de toda la obra, etcétera, pero hablando en general, eso es lo que Stella
enseñaba. Hay ejercicios que enseñan a hacerlo. No es fácil. Suena más simple
de lo que es.
Por décadas han
estado de un lado Strasberg y sus discípulos, que enfatizan la memoria
emocional, pero no exclusivamente, y del otro Stella Adler, Harold Clemen,
Robert Lewis, Sanford Meisner, que fueron grandes exponentes del último trabajo
en la vida de Stanislavsky: la acción, el objetivo, el superobjetivo (la acción
general) y la devoción a ciertas circunstancias. Ambos lados enfatizan la
concentración: debes concentrarte de una forma en la que la gente normal no lo
hace.
La “memoria
emocional”, como técnica exclusiva, podría ser no sólo contraproducente sino
devastadora; el “superobjetivo”, más exterior, menos comprometido, podría
fomentar actores igualmente superficiales si fuera la única técnica a
desarrollar. Aquí es donde comienza el misterio: el ser humano es deseo pero no sabe realmente lo que
quiere; por eso se concentra en los mil y un requerimientos de lo cotidiano,
que le parecen “objetivos” e inmediatos, y rehúye la suma, el gran Deseo (en
este contexto podría llamarse “superdeseo”), que le resulta “subjetivo” y
lejano. Lo mismo hace el actor, pero ya no como una vaga postura existencial
sino como técnica: puesto que no sabe
realmente lo que su personaje quiere en última instancia (sólo intuye lo
subjetivo y lejano), se concentra en los pequeños requerimientos operativos
(puede manejar lo objetivo e inmediato). Ese intuir vagamente lo esencial a
partir de lo superficial operativo, lo hermana, de entrada, con cada uno de los espectadores.
Lipton cierra
la exposición subrayando la diferencia
en los sentidos del verdadero actor a través de una especie de iniciación:
Yo fui el deán fundador de la Actors Studio Drama
School en la Pace University y lo fui por diez años; ya no lo soy, pero cuando
llegan los estudiantes, les doy una conferencia y les digo: “Con el trabajo que
van a hacer aquí, con estos ejercicios de memoria emocional que también se llaman
memoria de los sentidos, porque son la memoria de esos cinco sentidos a los que
ustedes van a hacer extremadamente sensibles, están a punto de separarse del
resto del mundo. Va a llegar un punto en su educación en nuestra escuela (en
cualquier buena escuela) en que alcancen lo que se llama rompimiento [breakthrough], y es como el cruce del
Rubicón: ya nunca podrán regresar. Porque ahora sienten más que la gente
normal: ven, oyen, huelen, tocan, saborean más que otra gente. ¿Y respecto a
qué serás sensible? Al momento, a tu compañero de escena, a tu acción, a la
acción de tu compañero que afectará a la tuya, a la obra, de una manera en que
otra gente no está sensible”. [...]
A lo largo de
la serie hemos tenido 250 invitados en dieciséis años, y suelo preguntarles qué
es la cosa más importante que dirían a un actor, y casi siempre responden:
“escuchar”. Pero es de esa clase particular de escuchar de la que un actor se
vuelve capaz con el tiempo, porque no sucede en un día. Cuando Paul Newman fue
nuestro primer invitado, alguien le pidió “Dame una palabra”, y él respondió:
“Persistencia”.
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