DGD: Morfograma 25, 2018. |
lunes, 25 de junio de 2018
El misterio de los actores y de la actuación (XXV)
La mirada y el
misterio
Cuando en Días de una
cámara Néstor Almendros describe su experiencia como fotógrafo en un
documental basado en entrevistas (Imagine:
John Lennon, dirigido por Andrew Solt), toca ya no las entretelas de la
puesta en escena sino un punto tan esencial como inédito:
Andrew Solt hacía las preguntas, sentado lo más cerca
posible de las cámaras. Es decir, su ángulo de visión era casi idéntico al del
objetivo, y el espectador así tiene la sensación de que le están hablando
directamente a él. Pero entiéndase, los entrevistados no miraban a la cámara,
porque hay en eso algo “indecente” que pone al público incómodo. Sólo los actores
profesionales pueden mirar a la cámara. Esta técnica de la entrevista nos
permitía alcanzar una máxima sensación de intimidad sin que el público se
sintiera intruso.
¿Por qué una
persona no profesional no debe mirar a la cámara?, ¿por qué ello resulta
indecente?, ¿por qué el público se incomoda? Y en la misma medida puede también
preguntarse: ¿por qué sólo un actor profesional puede hacerlo?, ¿puede mirar a
la cámara porque está acostumbrado a mentir o a imponer, o porque ha aprendido
la técnica necesaria para que su mirada no incomode ni sea indecente?
El actor que
mira directamente a la cámara vuelve al espectador consciente de sí mismo;
consciente, como en la vida cotidiana, de que está recibiendo todo lo que hay
en una mirada: no sólo todo lo que piden y dan unos ojos que nos miran sino
todo lo que hay ahí y desde ahí se transmite, ese algo del cual el noventa por ciento es innominable, inmedible,
inconcretable. El nombre de ese “algo” es misterio.
Y es acaso esto lo que dos actores se transmiten en una escena cuando se miran:
el misterio va de uno a otro y los alimenta a la vez que se alimenta de ellos.
Cuando un
actor mira al lente de la cámara transmite este misterio que él es el primero
en no comprender. Hacer consciente de sí mismo al espectador no es acaso lo que
se trata de evitar sino que lo que no debe hacerse (si se sigue el razonamiento
de Almendros) es transmitirle “innecesariamente” el misterio, ese algo incognoscible que no va a hacer más
que distraerlo. Quizás lo “indecente” es que ni el actor ni el espectador están
realmente viéndose a los ojos. El actor mira a la cámara pero acaso imagina un
rostro, unos ojos (es él quien se distrae si mira al objeto técnico que es el
lente); el espectador está viendo una pantalla, grande o pequeña (es afectado
por el poder de una mirada pero no puede dialogar con ella). Quizá lo que
incomoda es la frustración de recibir el misterio pero no poder responderlo.
Acaso no a otra cosa se llama “verdadera intimidad”.
Lenguaje de lo
involuntario
En la banda de comentarios del DVD de una película de
ciencia-ficción, Misión a Marte
(Brian de Palma, 2000), a la altura de una de las secuencias más vistosas, desarrollada
en el interior de una sonda espacial en supuesta ausencia total de gravedad,
varios técnicos cuentan sus experiencias durante la ardua coreografía diseñada
por el director en un largo y complejo plano-secuencia. El técnico en efectos
especiales comenta que el actor Gary Sinise se vio obligado a permanecer de
cabeza durante periodos prolongados en el rodaje; el técnico agrega, con toda
naturalidad, que al final del plano el actor tenía el rostro rojo debido a la
postura, y que ese tono debió ser corregido en la post-producción.
Hacia el
final de la cinta, el mismo actor realiza un portento en un prolongado primer
plano: se le encierra en un tubo de plexiglás que paulatinamente es llenado de
agua; según la convención del argumento, se trata de un fluido oxigenado que
permite respirar al personaje. Así sumergido, Sinise evidencia primero el
lógico terror de quien teme estar a punto de ahogarse: retiene la respiración
hasta que ello es imposible, momento en el cual abre los ojos y la boca y se
deja llenar de “fluido”, y entonces comprueba, maravillado, que puede respirar.
Evidentemente, el actor debió hacer todo esto mientras retenía la respiración
incluso cuando aparenta estar “respirando el fluido”.
Se le ve
incluso hacer algo que vuelve verosímil
al largo plano (en donde no hay manipulación digital de la imagen): pese a
estar sumergido en agua y con los ojos abiertos, parpadea, con lo cual da
injerencia a lo involuntario e inconsciente. El espectador no percibe de manera
consciente ese parpadeo pero su propio sistema nervioso se ve reflejado en la
pantalla y establece un diálogo directo con el actor. Sin duda es en este nivel
de lo involuntario en donde sucede el misterio más profundo de la actuación.
Y este
misterio —conviene repetirlo a estas alturas— encierra una aguda paradoja: al
parecer, mientras menos sepa el actor, más lejos y más hondo llega. Es la paradoja
a la que el maestro italo-argentino Antonio Porchia encerró para siempre en algunas
de sus máximas:
Creo que el
movimiento es el no saber, porque se mueven más los de menor saber.
Quien hace lo
que hace como sabiendo hacer lo que hace, no hace consigo lo que hace, y no es
suyo lo que hace.
Quien ama
sabiendo por qué ama, no ama.
Y en el clímax:
El no saber
hacer supo hacer a Dios.
*
viernes, 15 de junio de 2018
El misterio de los actores y de la actuación (XXIII)
DGD: Morfograma 23, 2018. |
La doble irrealidad
El actor entra en un estado de conciencia muy parecido al
del individuo que sueña, pero esto no es un proceso “mental”, puesto que
también su cuerpo sueña, a su manera, y él debe dejarlo soñar sin interferir ni
interponerse. En la mayoría de las ocasiones, el trabajo actoral consiste en
calibrar el cuerpo con objeto de que éste sea capaz de realizar acciones
cotidianas; en estos casos, el trabajo corporal sólo se detiene en las acciones
altamente especializadas que involucran una imposibilidad física, por ejemplo,
cuando el actor debe representar a un malabarista o a un bailarín: por más que
consiga imitar el concierto muscular de estos especialistas, hay un punto en
que su cuerpo no puede adaptarse a lo que un verdadero malabarista o un
bailarín han hecho durante años, a veces desde la primera infancia: un
entrenamiento, una ardua especialización. En estos casos en el cine se utiliza
a un doble, y el actor, lo mismo que
el director y el espectador, entiende la necesidad de esa sustitución (es
decir, de esa especie de engaño doble: un fraude benigno dentro de ese otro fraude benigno que es en sí la
representación).
Pero hay
casos en que se exige del actor un concierto muscular absolutamente insólito
como si fuera “natural” dadas las condiciones de una determinada propuesta escénica;
la única posible denominación comparativa de esta “naturalidad insólita” es la
del mundo onírico. Un ejemplo preciso aparece en el libro de memorias de Néstor
Almendros, Días de una cámara (1980).
Almendros, un eminente técnico que nunca se arredró ante la experimentación y
que excepcionalmente logró combinar un entrenamiento europeo con la
tecnificación hollywoodense, narra un efecto especial que diseñó para la
película Days of Heaven (1976)
de Terrence Malick.
La secuencia en cuestión consistía en
una invasión de langostas en un amplio trigal. Ante la imposibilidad de
“dirigir” a cientos de miles de langostas de acuerdo con los lineamientos del
guión, de la locación y del rodaje de escenas, Almendros inventó una técnica
que en principio despertó la estupefacción y luego la indignación de los
miembros del equipo (pero ante la que terminaron por rendirse cuando la vieron
en pantalla). Almendros explica:
En los insertos y planos
cercanos se utilizaron auténticos saltamontes vivos, capturados a millares para
nosotros por el Departamento de Agricultura de Canadá. Pero en los grandes
planos generales de los campos invadidos por la plaga, se utilizaron como otras
veces (The Good Earth) semillas y
cáscaras de cacahuates lanzadas desde helicópteros fuera de cuadro. La innovación consistió aquí en utilizar una cámara
(Arriflex) que podía rodar en retroceso; se pidió entonces a los actores y
extras que caminaran hacia atrás, y los tractores también marchaban hacia
atrás. Así, al proyectarse la película impresionada, los personajes y los
tractores iban hacia adelante y las langostas (semillas) no caían, sino que
parecían alzarse en vuelo desde los trigales.
Se ha hablado
largamente acerca de la intensa irrealidad que el cine requiere para reproducir
“fielmente” la realidad. En cuanto a los actores, bastante irrealidad
representa ya el hecho de interpretar escenas íntimas en un supuesto
aislamiento, cuando están rodeados por una multitud de técnicos que los
observan fijamente, sin contar el aparato (luces, cámaras, equipo, cables) que
se acumula “fuera de cuadro”. En su conversación con Truffaut, Alfred Hitchcock
(experto en el absurdo inherente a toda puesta en escena) menciona el hecho de
que dos actores que en el encuadre se besan en plano medio (vistos desde la
cabeza hasta el pecho) muy bien pueden estar arrodillados en una mesa o
plataforma con objeto de conseguir el ángulo preciso de cámara. (François Truffaut: Le
Cinéma selon Hitchcock, Robert Laffont, París, 1966.)
En el caso de
la secuencia descrita por Almendros, lo que podría llamarse “irrealidad
corporal” llega a un extremo elocuente: se pide a los actores que caminen “a la
inversa”, es decir que encarnen físicamente ese efecto técnico que consiste en
proyectar una película “de adelante hacia atrás”. Aquí no existe el expediente
de utilizar como “doble” a un especialista (como cuando un actor es remplazado
por un equilibrista o un experto en artes marciales, o bien en el caso de las
manos del actor “dobladas” por un pianista): el propio actor debe observarse
caminando, estudiar e invertir ese movimiento de tal manera que, al proyectarse
ese trozo de película al revés (con lo que un retroceso se suma al otro y lo
cancela), su movilidad resulte visualmente aceptable por el espectador, esto
es, que el público no se dé cuenta de
la considerable artificialidad muscular de un actor que obliga a su cuerpo a
literalmente dar al tiempo marcha atrás. (Este efecto ya era conocido por los
pioneros del cine: Georges Méliès lo utilizó con frecuencia y es célebre aquel
corto de los hermanos Lumière en el que un muro caído se levanta mágicamente al
parecer “llamado” por el mazo de un hombre que lo toca con éste para luego
alejarse caminando hacia atrás.)
En esa
secuencia, para colmo, no se trataba de caminar sino casi de correr. La
experiencia de los actores ya no implicaba un manejo de emociones, y hasta
contenía muy poco de “interpretación”: el desafío era eminentemente de
coordinación ósea y muscular en una forma desconocida por los huesos y los
músculos no menos que por el sistema nervioso que los coordina. Almendros
destaca el hecho de que no sólo había actores en esa secuencia, sino también
extras (figurantes), y es muy posible que estos últimos lograran con mayor
eficacia el “efecto” debido precisamente a su espontaneidad (inocencia,
carácter amateur).
Este tipo de
trucos, artificialidades, absurdos, engaños, no son tan “excepcionales” como
podría imaginarse en la experiencia de un actor y, de hecho, conforman la
mayoría de su oficio. Y quizás debería decirse el todo, si se considera la primera artificialidad esencial, la que
corresponde al mero hecho de representar.
De toda esa irrealidad no sólo el público no debe darse cuenta, sino que debe ignorarla el propio actor, que olvida
deliberadamente al todo (técnicos observadores, luces falsas, repetición de
tomas, estar arrodillado en una mesa oculta al encuadre) para concentrarse en
la parte (la realidad de la escena, la verdad de lo íntimo, lo irrepetible e
infragmentable de la situación, estar tan aislado como su personaje en la realidad hipotética).
Y por lo
demás, esa “concentración en la parte” no equivale sino a otro nivel del
olvido, porque la vida del personaje parece depender de la inconciencia del
actor, de la total eliminación de su personalidad con objeto de que la
hipótesis sea más real que lo real.
Sin embargo, el único territorio en donde esto resulta posible no es la inconciencia sino el sueño. El actor que se vuelve
Nadie busca lo imposible: que la hipnosis
del uno se convierta en lucidez de lo
otro.
La repetición
Debe aceptarse que la repetición es la esencia misma del
actor, siempre y cuando se entienda como éste la entiende. En el mundo del
teatro un ejemplo elocuente se halla en la puesta en escena de Deathtrap de Ira Levin; esta obra se estrenó
en el Music Box Theatre de Broadway el 26 de febrero de 1978 y se mantuvo sin
interrupción por casi cuatro años hasta el 5 de enero de 1982, luego de lo cual
se mudó al Biltmore Theatre, en donde estuvo otros seis meses, con un total de
1,793 representaciones en ambos teatros (ha sido una de las puestas de más
larga carrera en la historia de Broadway). En un periodo así de prolongado resulta tan
usual como comprensible que los miembros del elenco sean remplazados a cada
tanto. Sin embargo, una de las actrices del reparto original, Marian Seldes, alcanzó
el portento de permanecer en escena todos esos años, sin fallar una sola representación,
lo que le generó un Guinness por “la actriz más durable”. Una experiencia como
esta podría parecer atroz a quienes conciben a la actuación como juego de
imposturas (el jugador se cansa de jugar, al igual que el embaucador de fingir);
no obstante, lo que hizo Seldes, en tanto actriz, no fue tan insólito (al menos
en teoría, cualquiera de los actores del elenco inicial podría haberlo logrado si
se hubieran dado las condiciones necesarias). Esta actriz no estableció una
“rutina” —repetición mecánica de lo mismo— sino una sucesión de primeras veces. El número de representaciones es
inoperante si cada una de ellas es la primera.
En el cine,
la repetición de tomas constituye ya un ejemplo insuperable de la irrealidad del actor. Éste no sólo debe
repetir cien veces lo mismo manteniendo a cada vez como la primera y única, sino que debe construir un continuo a partir de todos esos
fragmentos (las escenas suelen filmarse en completo desorden). Puesto que el
actor ha leído el guión, sabe lo que va a pasar: cuidadosamente debe ocultar
esta omnisciencia: su personaje debe vivir no lo que “está escrito” sino lo
novedoso, lo asombroso, lo impredecible, o de otra manera no vive. Y no hay
concepto más misterioso que ese: casi todos —desde el actor hasta los
espectadores— saben cuándo puede decirse que un personaje vive o que no vive, pero
desconocen por completo cómo o por qué esa vida surge o no surge.
*
miércoles, 6 de junio de 2018
El misterio de los actores y de la actuación (XXII)
DGD: Morfograma 22, 2018. |
Marilyn
Marilyn Monroe afirma en su autobiografía: “Hollywood es un
lugar en donde te pagan mil dólares por un beso y cincuenta centavos por tu
alma. Lo sé porque rechacé la primera oferta bastante a menudo y cobré siempre
los cincuenta centavos”. (My Story,
escrita en 1954 en colaboración con Ben Hecht. El libro permaneció inédito hasta
1974, doce años después de la muerte de la actriz.)
John Huston
habla de Monroe:
A pesar de todo, había en ella una frescura que venía
de más allá: siempre estaba ahí. Es lo que se ve en la pantalla. No estaba
actuando, no estaba fingiendo una emoción: era real. [...] Era una actriz que
llegó muy adentro en su interior, tan adentro que quizás ahí mismo se perdió:
quién sabe si había llegado tan lejos en sí misma que ya no supo cómo regresar.
Su ritmo de actuación era perfecto cuando lo traía al nivel consciente, cuando
lo proyectaba: quizás en eso consista nada más la actuación. [Entrevista John
Huston por Waldemar Verdugo Fuentes, publicada en la revista Vogue, México, 1981. Luego incluida en
el libro Magos de América. Crónica del
realismo mágico, edición Kindle, 2013.]
Huston maneja como sinónimos a dos actos que quizá no lo son
en realidad: uno, el hacer consciente el ritmo de la actuación; otro, el acto
de proyectar ese ritmo. Sin duda el cineasta usa una forma de metaforización
para expresar un fenómeno que huye en cuanto se le quiere atrapar: lo que
proyecta un actor no es precisamente la conciencia, sino la proyección misma.
Dicho de otra manera: conscientemente proyecta algo que por su propia
naturaleza es inconsciente. El ritmo de una actuación es proyectado, pero todo
actor sabe que si intenta hacerse consciente, ya no del ritmo sino de la
actuación misma, perderá el contacto con lo interior y sólo proyectará
actuación, es decir, fingirá. La actuación es un ritmo, pero también puede
decirse esto de otro modo: el actor se adormece, se autohipnotiza con su propio
ritmo para no saber, para no ser consciente de lo que proyecta. Sin duda Huston
se refiere a este complejísimo proceso en la carrera y personalidad de Marilyn
Monroe.
En torno a
esta actriz legendaria existe una anécdota que es muy probablemente una leyenda
urbana (lo que a la vez se comprueba y niega por el hecho de que a veces se
atribuye a otras grandes actrices) y que muestra a la perfección el misterio al
que Huston quiere aludir. Según una de tantas leyendas urbanas sobre Monroe, en
una ocasión ella sale a la calle en pleno día sin maquillaje y con ropa casual,
y apuesta con la amiga que la acompaña que nadie la notará. Así sucede, para
estupefacción de la amiga, que ve cómo la gente se cruza con ambas sin prestar
la menor atención a la ya celebérrima actriz. Entonces Monroe dice a su amiga
que en el momento en que quiera será notada, y así lo hace, sin cambiar ni en
actitud ni en modales y, en efecto, la gente de golpe la reconoce y se
arremolina a pedirle autógrafos. (Joyce Carol Oates: Blonde, Penguin Random House, Barcelona, 2012.)
El actor Eli
Wallach recupera esta anécdota de otro modo: “Recuerdo que yo iba con ella por
la calle; Marilyn vestía ropas normales y me sorprendía el hecho de que nadie
la reconociera. Se lo comenté, y en ese momento comenzó a andar como si fuera...
Marilyn Monroe, y la gente empezó a reconocerla inmediatamente”. (Eli Wallach entrevistado
por Javier Bustos, Revista Factory,
Málaga, octubre 7 de 2009.)
Elizabeth
Taylor, actriz de belleza legendaria, no desconoce esta experiencia, a la que llama
proyección: “Al principio me costaba
mucho aceptar los cumplidos. No los creía. Mi madre me enseñó pronto la
lección: no es como seas por fuera; es lo que proyectas lo que determina si
eres guapa o no”. (Elizabeth Taylor: A
Tribute, BBC, 2011.)
Monroe, según
aquella leyenda, sabía graduar su invisibilidad, lo cual significa que era
capaz de graduar su ritmo y su proyección.
La autohipnosis
Todos los métodos de actuación parecen consistir en
variantes del autoengaño. En el nivel más primitivo, el actor se engaña: se
dice “esto es real”, “el personaje es verdadero”, y la medida de esa realidad
se la dan las emociones que experimenta. Pero no es más que eso precisamente:
un autoengaño, y el actor que se limita a esto termina por ser notable por el
público (o mejor dicho, por el subconsciente del espectador): a lo que él mismo
llama actuación es al esfuerzo por convencerse de que eso “es real”. Los
esfuerzos se notan, lo mismo que los cansancios debidos a esfuerzos sostenidos.
Y es a éste al que la intuición colectiva llama “un mal actor”.
No importa
qué tan bueno sea el sistema que un actor usa para convencerse a sí mismo de
que eso es real: de todos modos sigue
habiendo una dicotomía: por un lado el actor, por otro el personaje. No deja de
haber, pues, un actor, en el sentido
de un ser humano que se autoengaña para convencerse de que eso que representa
es “verdadero”. La máscara, por más eficiente que sea, sigue siendo eso
justamente: el esfuerzo por persuadirse, y persuadirnos, de que la máscara es
un rostro.
Probablemente
existe en este caso una especie de estratificación técnica: la pretensión de hacer que en la superficie se “transparenten”
los niveles de la profundidad sin que éstos dejen jamás la superficie (y sin
que esos niveles profundos sean otra cosa que una representación en el seno de
otra representación: una especie de descenso
virtual). No hay profundidad, porque es el actor el que dispone de estratos
(o los “transparenta”), no el personaje. Dicho de otra manera: este tipo de
actor nunca conseguirá engañarse lo suficiente, y por ello el público no se
dejará engañar hasta el punto de creer del
todo en la interpretación de ese actor.
Hay otro tipo
de actor que, en lugar de basarse en el autoengaño, se basa en la autohipnosis:
su estratificación equivale a la del durmiente; en otras palabras: no hay
superficie, sino sólo niveles de sueño consciente. De manera no poco paradójica,
esto parece fácil, y de ahí que se
hable de “actores naturales”. Es el colmo del engaño, puesto que controlar
voluntariamente el ascenso o descenso por los niveles de la conciencia equivale
a la faena más ardua, algo que —sólo por el intento de entenderla— podría
compararse con una especie de combinación de los estados mentales del faquir y
del brujo (en cuanto a control voluntario), y acaso del místico y del profeta
visionario (en cuanto a visitación convocada). Por no mencionar al loco, en
cuyo caso tendría que hablarse de una extrañísima locura controlada.
En el actor
“natural” no hay sino profundidad (niveles de hipnosis) y ya no puede hablarse
de dicotomía entre actor y personaje: ahí no hay sino una forma de ser humano
que existe entre los límites de la representación sin conciencia de estar
representando, y asimismo sin esfuerzo por autopersuadirse de que eso es
“real”, puesto que entre esos misteriosos límites no existe otra realidad. Su naturalidad ya no es
la capacidad de “hacerse pasar por”, o sea de hacer “como si”. Es un actor que
no actúa y que se mueve en la
realidad de la misma manera que el durmiente en la realidad onírica, con la
única diferencia de que sabe (pero este saber es “engañoso”, inaprensible,
irrepetible) cómo descender por los estratos cuando es necesario (soñar) y
ascender hasta la superficie (despertar) cuando tiene que hacerlo.
Y lo hace sin
saber cómo lo hace. De hecho, la condición esencial parece ser el hecho de que
no esté consciente del porqué o del cómo, que sepa lo menos posible del
milagro que le permite graduar los niveles de realidad. En este sentido, el
actor es acaso el que ha llegado, más que ningún otro artista, al carácter
mítico de Nadie. Acaso por eso existe tanta reticencia a hablar del actor como
artista (aunque el habla popular se encarga de reivindicar esta acepción: el
hombre de la calle llama “pintor” al pintor, pero suele referirse a un actor
como “artista”): el mejor actor es el que menos lo parece, y la mejor técnica
es la que no es técnica en absoluto, sino pura naturalidad —y casi diríase naturaleza, esto es, pura automaticidad. La paradoja consiste en
que esa naturalidad es el mayor artificio imaginable, y en que esa
automaticidad es controlada.
Rainer Maria
Rilke, en una carta escrita el 21 de octubre de 1907 y dirigida a su esposa,
habla de Cézanne y de pronto abre el encuadre para describir la clarividencia
del artista:
Los momentos de clarividencia del pintor (y de
cualquier artista) no deben pasar a través de su conciencia. Sus hallazgos, que
para él mismo son un enigma, han de trasladarse en seguida a su labor para que
él no perciba el momento de la transmisión, evitando así el largo camino de la
reflexión. Pero para el pintor que los espía, observa, retiene, esos momentos
se transforman en polvo como el oro del cuento.
Estas líneas cobran una doble profundidad cuando se las
descubre citadas en el diario del gran cineasta soviético Andrei Tarkovski,
puesto que ahí las hace suyas, iluminadoras de la esencia de su impecable obra
fílmica. En ese mismo diario, Tarkovski se refiere específicamente al actor:
Nunca he visto una escena, ni una sola, en donde no se
produzca el mismo error en la actuación del actor: primero “valorar”, después
pensar y sólo más tarde decir. Esto supone una forma de detenerse terrible y
antinatural, una ausencia de pensamiento y de estado anímico, una imposibilidad
de pensar en continuo y de pronunciar una palabra por una idea y no por la
propia palabra. Esta sucesión sustituye la simultaneidad de palabra, acción,
pensamiento y estado de alma. Todo esto se llama la escuela actoral rusa, según
parece. Pero en eso consiste el error más grave, la falsedad y la mentira. [Andrei
Tarkovski: Martirologio. Diarios
1970-1986, Ediciones Sígueme, Salamanca, 2011; trad. de Iván García Sala.]
Acaso el
actor natural llega, sin saberlo y sin quererlo, a la esencia misma de la
humanidad, al menos en cuanto que se vuelve navegante voluntario en los niveles
a través de los cuales la conciencia del ser humano enfrenta no sólo a lo real
sino a la propia convivencia humana (la simultaneidad
de palabra, acción, pensamiento y estado de alma). De ahí que el
virtuosismo de este actor es tan logrado que parece natural, y que se multiplica cuando dos o más de este tipo de
actores trabajan juntos, retroalimentándose y enviándose uno a otro a estratos
de una conciencia que, sin dejar de pertenecer a cada uno individualmente, se
funde en una sola conciencia que envuelve (y arrebata) al espectador. Acaso esa
es la manera en que está construido el mundo humano: la manera de Nadie.
*
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