|
DGD: Textiles-Serie roja 30
(clonografía), 2012
|
(IX) El péndulo
detenido
El eminente Johan Huizinga, en El concepto de la historia (1946), afirma:
El realismo acompaña durante un trecho
a la gran renovación de la cultura occidental en sus primeros momentos, y en
seguida parecen perderse sus huellas y esfumarse su importancia. [...] Y lo
mismo ocurre con el arte: para permanecer vivo, necesita retornar de vez en
cuando a la naturaleza, retorno al que en nuestro lenguaje cotidiano damos el
nombre de realismo. Este realismo, después de desplegarse, vuelve a disolverse
por regla general para fecundar con nueva vida precisamente a aquellas
tendencias en contraposición con las cuales apareció. El nuevo simbolismo, la
nueva ideografía, el tipismo o la estilización resurgidos reciben casi siempre
su fuerza de la firmeza con que se sientan enraizados en un realismo
precedente. Así acontece con el Renacimiento y así acontece también con el
barroco, con el clasicismo y con el romanticismo.
Según esta
visión, el realismo y la fantasía se intercambian en un gran ciclo, cada uno a
su turno como una forma de equilibrar la tendencia de una época determinada. Si
a la mentalidad dominante en un cierto momento histórico puede llamársele
tradición, y a la corriente compensatoria, ruptura, queda claro que ambos
términos tienen una vigencia periódica: el realismo aparece como ruptura para
conjurar épocas en las que hay un exceso de abstracción o de idealismo, y la
fantasía surge como ruptura para compensar a una época en la que se presenta un
exceso de concreciones o de materialismo.
Sin embargo,
¿qué sucede cuando este ciclo (que también puede verse como un vaivén, un ir y
venir entre dos polos, clasicismo y romanticismo) se paraliza y sólo uno de los
polos permanece fijo en su estadio de mayor exceso, sin que se presente su
opuesto para conjurarlo y así re-equilibrar a la psique colectiva? Esto es evidentemente
lo que ocurre en el panorama contemporáneo, y es algo que no puede sino
llamarse manipulación. El gran ciclo, cuyo nombre es equilibrio, con su
movimiento de péndulo y sus conjuros necesarios a cada tanto, fue congelado a
través de una muy hábil manipulación estratégica, que consiste en tomar una
parte suya y convertirla en la apariencia de su contrario, del mismo modo en que, por ejemplo,
en Estados Unidos la izquierda real ha desaparecido; ya no hay sino derecha. Las
nuevas generaciones estadounidenses, desligadas de su pasado, ya no conocen
sino a dos “contrincantes”: una derecha moderada y una derecha extrema. En
otras palabras: la “tradición” ha eliminado a la verdadera ruptura y la ha
sustituido por una “ruptura tradicional”, convencional, que sólo produce la
apariencia de una dialéctica.
*
La ciencia aporta otra imagen a la metáfora del péndulo: el
gran ciclo universal que va del Big Bang
al Big Crunch y de vuelta al Big Bang. La Gran Explosión (o Big Bang) comienza en un único punto de
energía de densidad infinita que estalla y se expande hasta que, a la vuelta
los eones, en un cierto momento empieza a frenar, se detiene y da comienzo el
proceso inverso (conocido como Big Bounce
o Gran Rebote): los elementos que conforman al universo se acercan hasta volver
al punto original en la Gran Implosión (o Gran Colapso o Big Crunch). Sin embargo, esta teoría cosmológica de un universo oscilatorio
o cíclico, que se impuso en el siglo XX, se ha descartado hoy a favor de un
modelo del universo en expansión permanente (la teoría del Big Rip o Big Freeze,
término este último que corresponde, asombrosamente, a Gran Congelación). A
nivel metafórico, aquí también el péndulo ha sido congelado: la teoría de una
expansión permanente conviene más a un paradigma en el que también el poder se
expande sin fin.
*
La tesis de una manipulación del tótem originario no está
enunciada como tal, pero apuntes de ella aparecen por todas partes, con nombres
distintos y, sin embargo, la misma sospecha central. Algunos autores ubican ese
punto de desvío en la decadencia de Grecia y Roma; otros la intuyen hacia el
final del Renacimiento; no falta tampoco quien sugiera que nace con el hombre
mismo o que el propio tótem ya tenía en sí el germen de su propia desviación.
Sin embargo, el
quién que fuera el
causante directo de esa manipulación es una y otra vez el aparato de poder (expuesto
por el resultado invariable de la eficiente pregunta detectivesca “¿a quién
beneficia?”). De todos los intentos por ubicar el
cuándo, uno parece el menos descaminado: aquel que afirma que muy
bien puede localizarse a mediados del siglo XIX, en el reacomodo de las
economías de libre circulación para erigir a una sola, controlada por unas
cuantas manos que son las causantes directas de la revolución industrial.
*
Desde la revolución industrial, el realismo ha sido el
paradigma dominante; los esporádicos brotes de fantasía profunda y de
imaginación imprevisible han sido sofocados bajo distintas impugnaciones:
escapistas, ingenuos, retrógrados, e incluso, cuando ciertos artistas
inclasificables logran hacerse oír y alcanzan impulsos significativos, se les
aísla de la atención colectiva o se les asfixia por medio del arma estratégica
más poderosa: una clasificación
ad hoc
(extravagancia, espectáculo, bufonería...) cuya finalidad es que el público sobreentienda
que lo que hacen o dicen estos artistas no tiene nada que ver con la “vida
real”. Detenido el péndulo, la fantasía a la que la actualidad acepta (y eso a
regañadientes) no es más que
realismo
moderado.
*
—La idea de un péndulo —dice un partidario del
neoliberalismo— es esquemática.
—Hay esquemas
—podría respondérsele— que no parecen molestarte tanto, como el ciclo
día-noche.
—Pero la
cultura no puede ser vista como la naturaleza. De ninguna manera pueden
compararse porque no están en el mismo nivel. La naturaleza es la base
elemental desde la que el hombre se ha levantado gracias a la razón y al
lenguaje.
En este
argumento puede verse uno de los resultados de la industrialización de la
psique: considerar a la naturaleza como algo radicalmente distinto de la
cultura (o civilización), como si quienes hacen la cultura minuto a minuto fueran
máquinas, mecanismos autosuficientes y separados por completo del mundo.
*
En otras circunstancias, este mismo interlocutor
neoliberalista que se indigna ante la insultante
simplicidad de la metáfora del péndulo, no dudará en sacar de la naturaleza
el mejor “ejemplo” del origen de la agresividad humana, y la más óptima “justificación”
de la rapiña y la guerra. Aceptará que él es, fatalmente, un “mono desnudo” y que nada puede hacer contra esa
“bestia” que lo habita y lo impulsa a la devastación y la guerra. De ese
lenguaje del que se siente tan ufano usará selectivamente las frases que
fundamentan su ideología —como “imperativo territorial”— y las palabras que lo
mantienen a salvo de la mala conciencia —como “superior” e “inferior”. Así de
eficiente es el discurso de la conveniencia.
*
Evidentemente, antes de la mitad del siglo XIX hubo intentos
de detener el péndulo, de frenar el ciclo, de congelarlo todo en la situación
de máximo dominio (es decir, de mayor exceso) ejercido por el materialismo, el
realismo, el racionalismo, el positivismo, el darwinismo social (punto de mayor
beneficio para el poder dominante). Sin embargo, ninguno de esos intentos había
tenido éxito, ninguno había logrado inmovilizar el péndulo como sí sucedió
hacia mediados del XIX, cuando esto se logró con tanto éxito que en la
actualidad el estado de las cosas sigue exactamente igual —es decir, peor de
modernidad en modernidad.
*
Es por todo ello que la mayoría de las rupturas suenan tan
falsas: es que ya no existe aquel realismo que fecundaba “con nueva vida
precisamente a aquellas tendencias en contraposición con las cuales apareció”.
Las rupturas ya no tienen ninguna fuerza porque ya no se sienten enraizadas con
firmeza en una tradición verdadera.
*
Al congelarse ese ciclo, se congelan todos los demás. Así,
por ejemplo, lo que en el tótem originario era una aceptación del tiempo, se
vuelve una tolerancia, y generalmente a regañadientes. Despojado de su ritmo,
de su pulsación, el tiempo ya no es una celebración, sino una purga, una
expiación. Los individuos, encerrados en oficinas, salones, fábricas, cubículos
muchas veces infrahumanos, experimentan el tiempo como una carga y sólo lo
toleran —lo soportan— bajo un sobreentendido: “Ya pasará”. Y se dicen algo parecido
en los transcursos de un encierro a otro, y ellos en sí mismos son encierros
ambulantes.
En un entorno
en que el ocio está aún más regulado que el trabajo, la vida deja de ser una
celebración de sí misma para convertirse en un irla pasando. La comunidad se vuelve muchedumbre: una endogamia
metafórica en la que cada quien sólo sabe de unos cuantos —si es que sabe—, más
allá de los cuales sólo queda la misma oscuridad yerta que se contempla en el
pasado, y por tanto en el futuro.
En un mundo
en que el tiempo es una acumulación de manipulaciones, la vida se parece
demasiado a la muerte, porque en el tótem congelado ya no parece haber vida
sino sólo dos “opuestos”: muerte activa y muerte pasiva. E incluso esta última
parece preferible, puesto que cobra el carácter de única liberación, de
ulterior descanso. El ser humano se ha olvidado de vivir.