DGD: Redes 143 (clonografía), 2012 |
martes, 25 de marzo de 2014
¿Qué haremos cuando seamos pequeños?
a
Ludwik Margules
Amaba las frases sucintas que parecen no decir nada y lo dicen todo. En
el teatro de todos los tiempos, uno de sus ejemplos favoritos provenía del acto
tercero de Tío Vania de Chejov: “Ya estamos en septiembre. No sé qué
haremos durante todo el invierno”. Estas frases han tenido muy diversas
traducciones al español, acaso porque no se les reconoce una especial significación;
a veces el segundo enunciado se ha vertido de este modo: “No sé cómo
sobreviviremos al invierno”; algunos traductores prefieren “¡Veremos cómo
pasamos aquí el invierno!”, paradójicamente muy exacta en su rica ambigüedad;
en otras más afortunadas ocasiones se le ha intuido como pregunta: “¿Qué vamos
a hacer durante todo el invierno?” En una de las mejores versiones libres, tal
pregunta fue acaso devuelta a su sentido original: “¿Qué haremos ahora con
nuestra libertad?”.
Libertad, claro está, en
un sentido cósmico y teológico, es decir metafísico. Se trata de imaginar la
más ardua de todas las luchas humanas, tanto colectiva como individual —aquella
que busca alcanzar la libertad—, e imaginarle un final victorioso. Tanto el
género como el individuo logran por fin liberarse de toda cadena: ¿qué harán a
partir de ese impensable momento?
Aquellas eran sus frases
favoritas, y acaso le gustaría colocar, junto a ellas, la que formula la
pedagoga neoyorquina Penny Ritscher: “¿Qué haremos cuando seamos pequeños?”.
Tal vez, con esa risilla fáunica que nunca lo abandonó, terminaría por aceptar
que ese fue su lema y el núcleo de su rebeldía artística: no se trata sino de
recuperar la libertad del niño, el único que sabe perfectamente qué hacer con
su libertad.
*
lunes, 17 de marzo de 2014
Fragmentario (XIII)
DGD: Textil 79 (clonografía), 2008 |
Incubación
Antes,
la oscuridad de la noche no era sino eso, oscuridad. Ahora es el sitio en donde
se incuba la luz que tus ojos recibirán al amanecer. En otras palabras: habrá
amanecer porque tus ojos lo esperan. Tus ojos: la única certeza de que habrá un
mañana.
*
Límites
“Nunca
lograrás encontrar los límites del alma”, dice Heráclito, “aunque recorrieras
en tu marcha todos los caminos.” Pero los caminos son los límites del alma, y
el caminante, con el acto mismo de ir avanzando, lleva más y más lejos esos
límites. (Aunque crea huir. Huir es ahondar. No por otra razón todos huimos de
lo real.) El alma es eso precisamente: aquello que crece sin cesar y sin fin en
todas las direcciones, en todos los caminos, llevado por sus caminantes. En el
alma no hay posible retroceso ni reducción, porque el alma busca el Espíritu.
*
Callados
—¿Por
qué se quedan tan callados?
—No lo están. Hablan, hablan todo el
tiempo, pero no sabemos escucharlos.
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Falta
Eso
es lo que falta en nuestro tiempo: espacio. Eso es lo que falta en nuestro
espacio: poesía. Usar el microscopio, por ejemplo, para ver las estrellas.
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Procesión y teoría
En “Promontorio”,
Rimbaud habla de la rentrée des théories.
Comprensiblemente, casi todos los traductores al español entienden aquí “el
regreso de las teorías”. Y a la vez aciertan y se equivocan, porque Rimbaud
utiliza “teoría” en su acepción originaria y arcaica, es decir, el nombre que
se daba a las procesiones religiosas en la antigua Grecia. Ese verso, entonces,
corresponde a “el regreso de las procesiones”. Oportuno recordatorio, ahora que
todo son teorías que pretenden explicar la totalidad, mientras que ya nada es
procesión, romería, peregrinación: una exploración en el sentido que nunca
debió haber perdido: el regreso a lo interior.
miércoles, 5 de marzo de 2014
La palabra corazón
DGD: Textiles-Serie roja 7 (clonografía), 2009 |
En nuestros días la palabra corazón sólo es tolerable en contextos geográficos (“el corazón de Viena”)
o históricos (“el corazón de la Edad Media”). Ah, qué magníficamente hablaban del
corazón los antiguos. Es verdad que en determinado momento hubo un exceso de
sentimentalidad y cursilería centrado en esta palabra y que ello generó la
proscripción, pero tal vez era la intuición de que muy pronto el corazón del
mundo quedaría roto y no volvería a reintegrarse. El exceso era acaso una
especie de despedida. Por eso hubo una epidemia de rubor, una infección de
vergüenza, y los poetas comenzaron a decir en sus cartas “Pues sí, he dicho la
palabra corazón, ni modo”, como disculpándose. Ya no es posible decirla sin
sentir que la sangre sube a la cabeza, como si se nos escapara un eructo en
público. (Pero cada vez que se pronuncia esta palabra inevitable e
imprescindible, de eso se trata: de un intento por bombear sangre hasta la
altura de las abstracciones, por restaurar la antigua unidad de corazón y cerebro.)
Qué vergüenza de esa vergüenza, qué nostalgia de aquel tiempo en que era
posible decir, como Proust, por ejemplo: “sigo buscando mi camino, doblo una
calle..., pero todo sin salir de dentro de mi corazón”.
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