DGD: Morfograma 57, 2019. |
sábado, 25 de mayo de 2019
El misterio de los cien monos (VI)
¿Diálogo
de sordos?
En los años finales del siglo XX y los
primeros del XXI comenzaron a proliferar libros que intuían y hasta demandaban
una reconciliación de ciencias y religiones. Una de las más claras propuestas
se debe a Ian G. Barbour, que en dos de sus libros (Religion and Science,
1997, y When Science Meets Religion, 2000) divide el proceso en cuatro
etapas: 1) Conflicto, representado por los fundamentalistas-literalistas
bíblicos y los ateos (o materialistas), quienes coinciden en que una persona no
puede creer a la vez en Dios y en la evolución; 2) Independencia, que tiene
como lema “la ciencia y la religión son extraños que pueden coexistir siempre y
cuando mantengan entre sí una distancia segura” y que se apoya en la total
separación de lenguajes y métodos; 3) Diálogo, que invita a un primer
acercamiento en el que un “área” puede informar a la otra, y 4)
Integración, que va más allá del diálogo y ya no considera a dos “áreas” sino a
una sola cuyas partes diversas exploran vías unitarias.[1]
Como primer resultado, de una parte comienza a hablarse de “Filosofía del
proceso”, mientras que de la otra ha aparecido una “Teología del proceso”.
El
primer problema enfrentado por los teóricos que se acercan a un “punto de
reunión” entre ambas disciplinas, ya sea desde uno u otro de los polos, estriba
en que deben pagar el precio de una “imperdonable simplificación” (reducir las
diversas ciencias y religiones a respectivos marcos operativos) y hasta de un
olvido semi-voluntario de las complejidades que cada polo ha logrado en su
historia. Al menos por el lado racional, reconciliar a Nietzsche con D.T.
Suzuki, a Wittgenstein con Bergson o a Derrida con Chardin parece muy arduo.
Por otro lado, ¿qué ciencia se acerca a qué religión?
¿Se
trata del inútil esfuerzo por fusionar a dos fundamentalismos opuestos? Los de
la ciencia son tan monolíticos como los de la religión y a los dogmas de ésta
se contraponen tres áreas específicas del mundo de la ciencia: el “cientismo”
(la creencia de que todo conocimiento sólo proviene del método científico), el
materialismo (el dogma de que toda la realidad, incluidas vida y mente, son por
completo explicables en términos de su materia constitutiva: todo lo existente
es material, o en todo caso dependiente de la materia para su existencia) y el
reduccionismo (la fe según la cual la mejor aproximación a la verdad es a
través del análisis de los más bajos niveles de un fenómeno dado). Aquí las
discusiones tendrán que dar injerencia a un tercer territorio unificador, el de
los poetas, los intuidores y los magos, si no quiere perderse en discusiones
para siempre.
Mientras
este abstracto debate puede extenderse de modo indefinido, en la práctica ha
servido para recrudecer la derechización de los sectores educativos. Por
mencionar un ejemplo representativo, The New York Times informa el 23 de
agosto de 2002 que el segundo distrito educativo del Estado de Georgia, Cobb
County, ha instruido a sus maestros para dar “una educación balanceada entre la
evolución y el creacionismo” (la creación divina del mundo), añadiendo a los
libros de texto científicos una nota según la cual “la evolución es una teoría,
no un hecho, y debe contemplarse con mente abierta, ser estudiada cuidadosamente
y considerada con crítica objetiva”. Más allá de los eufemismos (y de las
curiosas inversiones, como ésta de un vocero religioso reclamando objetividad,
mente abierta y estudio imparcial, actitudes proscritas para los feligreses si
quisieran aplicarlas a otras áreas de la religión), esto refleja la tendencia
mundial a des-secularizar a la educación y dar mayor poder a la iglesia
católica.
En
Estados Unidos la cuestión de cómo enseñar el origen de la vida en las escuelas
ha generado severas batallas desde que en 1925 John Scopes fue enjuiciado por
incluir en sus clases la teoría de la evolución y el origen de las especies. En
el Estado de Kansas estos temas fueron simplemente retirados de los programas
de estudio por varios años, mientras que en Ohio se planea el “equilibrio” por
medio de un diseño inteligente de la enseñanza, que acepta algunas
nociones evolutivas acerca del desarrollo de las especies pero argumenta que
Dios o un creador divino debe estar a cargo del “gran plan”. Numerosos padres
de familia han pedido que en las aulas “se dé igual tiempo al creacionismo y a
la evolución”, propuesta a la que los abogados no pueden objetar como
violatoria de la Constitución norteamericana, puesto que “no promueve ninguna
creencia religiosa como buena o mala”. ¿Bastará, pues, que se dé “igual tiempo”
a los dos paradigmas opuestos para suponer algo más que un diálogo de sordos?
*
Nota
[1] La
tabla de Barbour surge “a mitad de camino”, pero su origen es el polo de la
ciencia. Desde el otro polo, el teólogo John F. Haught habla también de cuatro
pasos: 1) Conflicto; 2) Contraste; 3) Contacto, y 4) Confirmación (Science
and Religion, 1996). Una visión unitaria situada en una más imparcial mitad
de camino se encuentra en John Brook y Geoffrey Cantor: Reconstruction
Nature: The Engagement of Science and Religion (1998).
miércoles, 15 de mayo de 2019
El misterio de los cien monos (V)
DGD: Morfograma 56, 2019. |
Verdad y
sentido
Es justamente ese tipo mayor de la
verosimilitud, aunado a la simplicidad de la anécdota, el que delata el
parentesco de la fábula de los cien monos con una trama de antiguas visiones
que no pertenecen del todo a la ciencia porque requieren, para ser aglutinadas,
de una suerte de intuición más bien atribuida a filósofos, visionarios,
místicos y poetas. Esa forma de la intuición es desprestigiosa en el mundo
académico. La mayoría de los científicos aprende a moverse sólo dentro de los
límites de la verosimilitud menor, sabedores de que si trasponen esos límites
claramente marcados se saldrán de consenso y perderán a su vez toda
verosimilitud. A esto se refiere William James: aun los severos oponentes de
una nueva teoría terminan por aceptarla cuando ella se vuelve parte del
consenso, y no para ampliar los límites de la verosimilitud menor, sino
simplemente para cambiar los términos que la definen. El territorio limitado no
se amplía: sencillamente cambia los términos del consenso que lo limita.
No
obstante, ciertos científicos inconformes no tienen tanto miedo de trasponer
los límites y algunos de ellos niegan de plano la supuesta importancia del
consenso. En tanto hijos pródigos que avanzan en el territorio de la
verosimilitud mayor, cada uno se ve obligado a encontrar un método
personalísimo para permanecer en el territorio científico y a la vez defender
sus intuiciones. Einstein, Jung, Faraday, Pauli, Heisenberg, Gödel, Asimov,
Koestler, Clarke, Bohm, Fritjof Capra o Rupert Sheldrake son pensadores
que no se detienen ante lo contradictorio, lo paradójico, lo inexplicable por
el método científico, y no desdeñan ese nebuloso territorio denominado
“paranormal” que se sitúa a mitad de camino entre la ciencia y el misticismo.
El propio Einstein enunció el lema de este tipo de investigador: “Lo más bello
que podemos experimentar es lo misterioso. El misterio es la fuente de todo
arte verdadero y de toda ciencia. Aquel para quien esta emoción es extraña,
aquel que es incapaz de hacer una pausa para maravillarse, es como si hubiera
muerto: sus ojos están cerrados”.[1]
La
ciencia más libre habla de misterio sin convertirlo en “leyes todavía no
descubiertas”, lo mismo que la religión menos dogmática toca a esa noción sin
transformarla en artículos de fe. Ante este tipo de intuiciones, la ciencia y
la religión parecen volver, así sea por un momento, a la unidad de la que una
vez formaron parte. Y, en efecto, numerosos teóricos de uno u otro lado parecen
demandar la reunificación, no sólo como única alternativa para los respectivos
estancamientos, sino para que tales intuiciones no se pierdan por estar en la tierra
de nadie, es decir “a mitad de camino” entre lo científico y lo religioso. Sin embargo, ¿pueden ambos territorios re-fusionarse? En la Crítica de la razón pura
(1871), Kant se preguntaba si la metafísica puede tener una ciencia. Existen
ante todo dos posibles respuestas. Una es: “Jamás podrá haber una ciencia
metafísica porque la ciencia, por su propia naturaleza, se consagra al análisis
recóndito de cosas tangibles dentro del reino del tiempo y el espacio”. La otra
respuesta surge cada vez con mayor fuerza a medida que ciertos científicos
inquietos notan la profunda pérdida que significa reducirlo todo a lo material
(origen de esa suerte de imperialismo que la ciencia ha ejercido en la
modernidad), y también a medida que ciertos religiosos vanguardistas perciben
los graves peligros del fundamentalismo.
El
propio Jung señaló en varias ocasiones que la falta de contacto del hombre
moderno con lo metafísico lo ha vuelto vulnerable a toda clase de histerias
políticas, sociales y económicas que, en efecto, plagaron de una catástrofe
tras otra al siglo XX, así como al inicio del XXI. Para Ken Wilber, los polos
que se encuentran trabados en este enfrentamiento no son meras áreas de
“especialidad”, sino los respectivos encargados de buscar dos conceptos
esenciales para la vida humana: verdad y sentido:
La ciencia es uno de los más profundos métodos que la
humanidad ha desarrollado para encontrar la verdad, mientras que la
religión permanece como la más grande fuerza para generar sentido. [...]
Esta es la extraña estructura del mundo actual: un marco científico que es
global en su alcance y omnipresente en sus redes de comunicación e información,
que forma un esqueleto sin sentido dentro del cual cientos de religiones
locales y premodernas crean sentido y valores para miles de millones de
personas. Y cada uno, la ciencia y la religión, tienden a negar al otro
no sólo significado sino incluso realidad. Este es un cisma masivo y violento y una
ruptura en los órganos internos de la cultura global de hoy, y es la razón de
que muchos analistas sociales crean que si no se da pronto una suerte de
reconciliación entre ciencia y religión, el futuro de la humanidad será, en el
mejor de los casos, precario.[2]
A estos elementos el filósofo catalán Eugeni
D’Ors añade uno más: “La libertad no constituye materia de ciencia, sino un
imperativo de creencia, es decir de religión. Así el núcleo de la religión se
identifica con el hecho irreductible de la libertad. La ciencia es el sistema
representativo de la fatalidad. La religión es el mismo hecho de la libertad
incognoscible”.[3]
Un
territorio entre física y metafísica
La ciencia no se preocupa más que por la
objetividad, la predictibilidad, el control y lo cuantitativo (fatalidad). La
religión ha vuelto suyos los valores, el propósito, el sentido y lo cualitativo
(libertad). La ciencia, corrompida por sus excesos, se vuelve cientismo, el
desprecio a toda vía de conocimiento distinta al método científico (y la
reducción de todo lo real a la materia). La religión, igualmente corrompida por
sus excesos, desemboca en el fundamentalismo, la violenta negación de todo lo
que cuestiona o contradice a su definición de las esencias. La cantidad sin la
calidad depara un universo vacío, inerte y ominoso. La calidad sin la cantidad
ayuda a los individuos a vivir, pero al mismo tiempo los encierra en una esfera
desde donde la conciencia no puede entrever otros horizontes.
El
método, pues, consistiría en encontrar un tercer territorio entre física y
metafísica que tome lo mejor de ambos y emprenda sin miedo su propio camino. En
el intento de reunificar ciencia y religión, no se trata de “eliminar las
diferencias” entre las diversas ciencias para poder decir “ciencia”, o entre
las diversas religiones para poder decir “religión”, sino de celebrar las
diferencias y la diversidad, contempladas desde un punto esencial.
Resacralizar el mundo significa también devolver el carácter sagrado a lo
diverso, como oportunamente escribe el rabino inglés Jonathan Sacks: “Las
diferencias en religión y cultura son una parte esencial de la propia creación,
tanto como las variedades en la naturaleza”.[4]
Durante
siglos, los dos “antagonistas” se estudiaron entre sí con objeto de reafirmar
sus verdades respectivas apoyándose en las “supersticiones” o “herejías”
del antagonista, lo que no hizo sino recrudecer la pugna e incrementar la
distancia que los separaba. Mas en el siglo XX esa mutua observación pareció
cambiar de propósito. Y es que cuando se habla de religión resulta
indispensable tomar en cuenta un párrafo de Las
formas elementales de la vida religiosa (1912) de Émile Durkheim:
Existen fenómenos religiosos que no remiten a ninguna
religión determinada, como pasa con aquellos que constituyen la materia del
folclor. Por lo general son restos de religiones desaparecidas, supervivencias
desorganizadas; pero también los hay que se han formado espontáneamente bajo la
influencia de causas locales. En nuestros países europeos, el cristianismo se
ha esforzado por absorberlos y asimilarlos, imprimiéndoles un color cristiano.
Con todo, hay muchos que han persistido hasta fechas recientes, o que aún
persisten con relativa autonomía: fiestas del árbol de mayo, del solsticio de
verano, del carnaval, creencias diversas relativas a genios, a demonios
locales, etcétera. Si bien el carácter religioso de esos hechos ya está
desapareciendo, su importancia religiosa es finalmente tanta que han permitido
a Mannhardt y a su escuela renovar la ciencia de las religiones. Una definición
que no los tuviera en cuenta no comprendería todo lo que es religioso.[5]
La antigua certeza de que la ciencia no es
sino uno más de los posibles métodos válidos para conocer, y que por tanto
puede coexistir con las doctrinas espirituales, vuelve hoy en día bajo el
nombre de “pluralismo epistemológico”.[6] En
esta línea, el estudio del conocimiento científico ha llegado incluso a
postular la necesidad de un anarquismo
epistemológico, nombre de una teoría desarrollada por el austríaco Paul
Feyerabend.
Anarquismo
epistemológico
“Lo que me fascina no son las ideas”, escribe Roger
Caillois, “sino los datos del mundo, los llamados de las vastas tinieblas tras
las cuales el universo olvida pronto sus leyes y sus hábitos, la penumbra en la
cual disimula los modelos de sus mecanismos, así como la fuente de la energía
que lo mueve.”[7] En el mundo humano, la
costumbre, sorprendentemente, es un ejemplo de simultaneísmo: se concibe a sí
misma como una cadena sin principio ni final (su automatismo se debe a una
ausencia de reflexividad) y sólo por eso el individuo puede realizar actos “sin pensar” (acciones sin ideas). Una forma superior de referirse a
las costumbres es “tradición”, un concepto muy poderoso y casi totalitario en
las religiones. Pero también la ciencia tiene sus tradiciones, aunque en este
caso vestidas de “leyes”.
Un poderoso
automatismo (al que bien podría llamarse
inercia) es el gran enemigo de la religión (porque la lleva a olvidar
sus hábitos o, mejor dicho, a ya no contemplarlos como tales) y también de la
ciencia (porque la hace olvidar la necesidad de revisar sus leyes).
Uno de los
intentos más valerosos de conjurar el fundamentalismo de la ciencia ha sido, en
efecto, el anarquismo epistemológico de
Paul Feyerabend, filósofo de la ciencia que sostiene que “no hay reglas
metodológicas útiles o libres de excepciones, que rijan el progreso de la
ciencia o del desarrollo de los conocimientos”. A una ciencia que actúa a
partir de normas fijas y universales, Feyerabend la califica como perniciosa y
perjudicial para sí misma. En cambio, propone una epistemología móvil y abierta
bajo la forma de una serie de herramientas de investigación científica capaces
de adaptarse a cada contexto pero no afirmadas como leyes inamovibles. En Contra el método, Feyerabend parte de
una frase de honesta contundencia: el método científico no detenta el monopolio
de la verdad, y el actual dominio de la ciencia en la sociedad es autoritario e
injustificado.
Feyerabend
se da cuenta de que la ciencia tiende a olvidar el paradigma de la revolución
científica: las teorías no corresponden a la “verdad” y deben evaluarse
constantemente no por desconfianza sino porque esa es su esencia: lo funcional de hoy, no la ley de siempre. En libros
como La ciencia en una sociedad libre
y Adiós a la razón (y en eco de otros
pensadores como Bachelard, Guattari, Imre Lakatos o Gregorio Klimovsky, sin
contar como gran precursor al perspectivismo de Leibniz, desarrollado por
Nietzsche), Feyerabend pide no olvidar que las leyes son hábitos creados por seres
humanos en épocas determinadas, juicios de valor aceptados e impuestos por la
élite científica. Es en esta línea que define como un rasgo de salud el aceptar al
mismo tiempo diferentes métodos de acercamiento, no trabados en una lucha por
la supremacía sino en una colaboración que no ignora a la diversidad y a la pluralidad
de perspectivas.
En última
instancia, Feyerabend entiende que no podrán abordarse plenamente las
posibilidades de la ciencia sino hasta que se sustituya el racionalismo por el anarquismo
epistemológico. Evidentemente, su teoría, generada a partir de la buena fe, no
hizo sino ganar al autor el título de “el peor enemigo de la ciencia”.[8]
*
Notas
[1] Albert Einstein: Ideas
and Opinions, Bonanza Books, Nueva York, 1988.
[2] Ken Wilber: The
Marriage of Sense and Soul: Integrating
Science and Religion, Broadway Books-Random House, Londres, 1999.
[3] Eugeni D’Ors: Religio
et libertas, Cuadernos Literarios, Madrid, 1925.
[4] Jonathan Sacks: Dignity of Difference: How to Avoid the
Clash of Civilizations, Continuum Publishing Group, Londres-Nueva York,
2002.
[5] Émile Durkheim: Les
formes élémentaires de la vie religieuse. Le
système totémique en Australie, Félix Alcan, París, 1912. [Las formas elementales de la vida religiosa: El sistema totémico en
Australia, FCE/UAM/UI, México, 2012; trad. Jesús Héctor Ruiz Rivas.]
[6] Cf. Gregory
Bateson: Angels Fear: Towards an Epistemology of the Sacred, MacMillan,
Basingstoke (Hampshire), 1987.
[7] Roger Caillois: Intenciones, Sur, Buenos Aires, 1980.
[8] T. Theocharis y M. Psimopoulos: “Where Science Has Gone Wrong?”, en Nature 329, octubre 15 de 1987; los autores llaman a Feyerabend “el Salvador Dalí de la filosofía académica y actualmente el peor enemigo de la ciencia”. Este último mote pasará a identificar a Feyerabend, como muestra un muy citado artículo de John Horgan: “Profile: Paul Karl Feyerabend - The Worst Enemy of Science” (Scientific American 268, 1993). Incluso un volumen de reivindicación y revaloración llevará tal etiqueta en el título: The Worst Enemy of Science?: Essays in Memory of Paul Feyerabend, Oxford University Press, Nueva York, 2000; eds.: John Preston, Gonzalo Munevar y David Lamb.
[7] Roger Caillois: Intenciones, Sur, Buenos Aires, 1980.
[8] T. Theocharis y M. Psimopoulos: “Where Science Has Gone Wrong?”, en Nature 329, octubre 15 de 1987; los autores llaman a Feyerabend “el Salvador Dalí de la filosofía académica y actualmente el peor enemigo de la ciencia”. Este último mote pasará a identificar a Feyerabend, como muestra un muy citado artículo de John Horgan: “Profile: Paul Karl Feyerabend - The Worst Enemy of Science” (Scientific American 268, 1993). Incluso un volumen de reivindicación y revaloración llevará tal etiqueta en el título: The Worst Enemy of Science?: Essays in Memory of Paul Feyerabend, Oxford University Press, Nueva York, 2000; eds.: John Preston, Gonzalo Munevar y David Lamb.
Libros citados
Bachelard, Gaston: Epistemología,
Anagrama, Barcelona, 1973.
——: La formación del espíritu
científico, Siglo XXI, Buenos Aires, 1972.
Feyerabend, Paul: Contra el
método, Ariel, Barcelona, 1976.
——: El mito de la ciencia y su
papel en la sociedad, Cuadernos Teorema, Valencia, 1979.
——: La ciencia en una sociedad
libre, Siglo XXI, Madrid, 1982.
——: Adiós a la razón, Tecnos,
Madrid, 1987.
Klimovsky, Gregorio: Las
desventuras del conocimiento científico, a-Z editora, 1995.
Lakatos, Imre: Historia de la
ciencia y sus reconstrucciones racionales, Madrid, 1974.
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