DGD: Morfograma 15, 2018. |
domingo, 25 de marzo de 2018
El misterio de los actores y de la actuación (XV)
Materia dispuesta
Todo ello se hace más intrincado cuando se piensa que lo
menos que el actor hace es “elegir” lo que quiere hacer; en general se
sobreentiende que se ofrece como oferta a una determinada demanda y que cuando
mucho puede aceptar o rechazar. El actor es concebido como “materia dispuesta”,
y es por eso que incluso actores de renombre como Ben Affleck dan por sentado
que la parte inmensamente mayoritaria de su carrera es alimenticia:
Básicamente, en el sentido más simple, lo que trato de
hacer es el tipo de película que es rentable [profitable], lo que me permite hacer una serie de elecciones en ese
contexto, pero sirviendo a un diferente amo, de tal modo que pueda hacer cosas
como Good Will Hunting o Dogma o Shakespeare in Love. Si hago al año una película a la que amo realmente
y que me entusiasma, eso me hace muy feliz. [VII-8, 14-1-2001.]
Lo normal es,
pues, que el actor sirva a un amo prácticamente en todos los casos, desde el
más obvio del capitalismo (único marco de referencia que hace “natural” que el
discurso de Affleck se base en conceptos como profitable) hasta el concepto europeo (el actor como una parte del
conjunto que es manejada, como cualquiera de estas partes, por el director
factótum: Antonioni) e incluso el oriental (Chishu Ryu ejecuta las órdenes de Yasujiro
Ozu sin pensar en ello).
De una u otra
manera, el buen actor queda sobreentendido como aquel que no piensa, en el
sentido primario de que no juzga, ni a su personaje ni a la obra misma. En el
comentario de Ben Affleck es obvia la renuncia a hacer directamente una crítica
política, pero si cifra su felicidad en hacer al menos una película al año a la
que “ama realmente”, por lo tanto no ama al resto mayoritario de lo que hace.
En el vocabulario de Hollywood —esencia de la ideología capitalista del país al
que pertenece y al que da sentido— se ha desterrado la palabra “arte”. Affleck
no infiere que películas como Good Will
Hunting, Dogma o Shakespeare in Love sean diferentes
porque puedan llamarse “arte”, sino sencillamente porque son menos comerciales respecto
a las demás que forman su filmografía. Son esas películas “escogidas” en las
que se piensa desde luego en la recuperación económica pero también en
festivales (el Óscar en primer lugar): son aquellas en las que el dinero sigue
siendo el primerísimo referente pero en las que se cuidan otros elementos
—guión, fotografía, vestuario, música, efectos— no necesariamente por criterios
comerciales. Hacer películas rentables permite a este actor elegir en ese contexto, pero aun en las
películas menos rentables sigue sirviendo a un amo, sólo que “diferente”.
Resulta claro que muy pocos actores tienen ese “privilegio” que implica el ser
capaz de “elegir”, y también es claro que en el capitalismo la gama posible de
elecciones no se da entre arte y basura, y ni siquiera entre películas más o
menos propositivas, sino sencillamente entre productos más o menos exitosos en
taquilla.
George
Clooney termina por poner los puntos sobre las íes en este nivel de
consideración:
Esa es la cosa más curiosa: un actor no puede probar
que es la persona ideal para un papel. Eso es algo que los actores nunca pueden
comprender, y realmente no pueden. Lo que debes comprender es que el producto
que estás vendiendo eres tú. Esa es la diferencia con cualquier otro negocio.
Todos somos vendedores, pero el producto que vendes es completa y totalmente
personal. Eres tú. No puedes decir “Bueno, tengo aquí otra aspiradora si no le
gusta ésta”, o “¿No le gusta este traje? Aquí hay otro”. Así que cuando dicen
que no te quieren, están diciendo que no te quieren a ti, personalmente, y eso
duele, y te cuesta algo cada vez. La razón de que los actores celebren cuando
son celebridades es que de hecho toman riesgos que ninguna otra gente toma
porque es embarazoso; la humillación es uno de los mayores miedos en el mundo.
Los actores arriesgan ser humillados cada vez que van a una audición. Así que
tienen que desarrollar una piel dura y fuerte y pensar “Aún creo que estoy en
el camino correcto”. Tendrán éxito si tienen confianza en sí mismos. Porque la
confianza es una de las cosas que ustedes están vendiendo. [XVIII-1,
31-1-2012.]
Confianza en “uno
mismo”, desde luego, pero a fin de cuentas confianza en el sistema, que es el
que depara al actor como mercancía: Todos
somos vendedores.
*
jueves, 15 de marzo de 2018
El misterio de los actores y de la actuación (XIV)
DGD: Morfograma 14, 2018. |
El umbral
La idea de “engañar” al actor, que bien podría suscitar
ciertas susceptibilidades morales, queda conjurada —al menos en principio— por
dos consideraciones; la primera es que, si bien Antonioni afirma que el actor
debe ser sujeto de una trampa, es porque infiere que el actor —sobre todo el de
cine— se presta a ser engañado en el sentido de que requiere de su guía el
impulso, el pretexto, para cumplir lo que parece el más alto punto del oficio
de la actuación: establecer el umbral
que le permitirá “salir” de sí mismo y “entrar” en el personaje. Que ese umbral
existe en todo actor es la única certeza que puede manejarse en este ámbito,
porque cada uno —independientemente de que sea amateur o profesional, niño o
adulto, intelectual o instintivo— elige qué lleva consigo cuando “sale” de sí
mismo (resulta muy arduo postular a un actor que no lleva nada y que comienza
desde cero en su personaje, puesto que aun el actor que se despoja más, presta
al personaje su cuerpo, su fisonomía, su voz).
La otra
consideración estriba en colocar ese “engaño” en la misma perspectiva de
cualquier otro en el arte mismo, en donde, cualquiera que sea el territorio
(teatro, cine, artes visuales, literatura, música), la materia prima y la
primera convención son el engaño, es decir, simulación, representación,
simulacro, metaforización, juego de convenciones, etcétera.
Las
objeciones serán, pues, de otro orden, por ejemplo la de quienes se indignan
ante la idea de “engañar” al actor —y más aún de que éste se deje engañar y
hasta lo demande—, arguyendo que hay mucho de “nudo freudiano” cuando se define
de tal modo la relación entre director y actor. Este último se definiría por la
sumisión con la que se deja dirigir por una “mano dura” que llega a
justificarse diciendo que el actor no debe entender a su personaje sino serlo,
mientras que el director es el único que entiende, y a tal grado, que limita su
diálogo con el actor a una serie de engaños más o menos sutiles. (Antonioni
implica que es más fértil la enemistad que la amistad entre actor y director.)
Los
partidarios de la “mano dura” llegarán entonces a argumentar que, aunque no
hubiera un director todopoderoso y omnicomprensivo, el actor, en última
instancia, se engañaría a sí mismo, de maneras indescriptibles porque son
individuales, con objeto de cruzar el umbral.
E incluso dirían que ese autoengaño es sagrado, puesto que se conecta con el
gran simulacro del arte, que ofrece verdades a través de un concierto de
mentiras, y que a fin de cuentas también el espectador —y ya no sólo el de
cine— quiere ser engañado, es decir,
acepta con gusto la convención de que lo que está viendo es “real” y llama
buena actuación a aquella que lo lleva, primero, a la credibilidad, luego a la
fe y finalmente a la identificación y la catarsis.
Por medio de
un ejemplo, Ingmar Bergman ilustra la complejidad del trabajo del actor como un
apego doloroso a una forma del orden sagrado:
Cuando tenía doce años tuve la oportunidad de
acompañar detrás del decorado a un músico que tocaba la celesta en la pieza de
Strindberg El ensueño. Fue una
vivencia que se me grabó a fuego. Noche tras noche yo era testigo, escondido en
la torre del proscenio, de la escena matrimonial entre el Abogado y la Hija de
Indra. Fue la primera vez que experimenté la magia del actor. El Abogado tenía
una horquilla entre el pulgar y el índice. La retorcía, la enderezaba y la
partía en trozos. No había horquilla alguna, pero ¡yo la veía! El Oficial,
detrás de la puerta del decorado, esperaba el momento de entrar en escena.
Estaba inclinado hacia adelante contemplándose los zapatos, las manos a la
espalda, carraspeaba silenciosamente; era una persona completamente corriente.
De pronto abre la puerta y entra a la luz del escenario. Se transforma, se
convierte en el Oficial, es el
Oficial.
La página en blanco
Un admirable ejemplo del actor que llega a la humildad
absoluta puede observarse en el documental Tokyo-Ga
(1985), en el que Wim Wenders entrevista a Chishu Ryu, actor de cabecera del
gran Yasujiro Ozu. Ryu explica que Ozu le daba instrucciones que él cumplía al
pie de la letra, sin que el menor pensamiento interviniera. En muchas de estas
películas, Ryu interpreta a personajes mayores de la edad que tenía en el
momento del rodaje. Recuerda:
En esa época yo tenía 30 años y la edad de mis
personajes era de 60. Era más importante parecer un hombre de esa edad que
actuarlo. No debía preocuparme por nada más que por parecer viejo. Ozu siempre
me decía cómo hacer las cosas, y yo ejecutaba sus órdenes sin pensar en ello.
De todos modos, actuar bajo la dirección de Ozu no era poner las experiencias
propias en un personaje, sino que debían seguirse las instrucciones de Ozu
puntualmente. Bajo la dirección de Ozu aprendí a olvidarme de mí mismo, a
convertirme en una página en blanco. Sólo pensaba en mi trabajo y eso
significaba, sobre todo, jamás tener nociones prefijadas acerca de nada. Por el
contrario: ¿cómo acercarse lo más posible al concepto de Ozu?, ¿cómo moverse en
armonía con las instrucciones del maestro? Mis pensamientos estaban clavados en
estas preguntas y esta era toda mi preparación.
*
martes, 6 de marzo de 2018
El misterio de los actores y de la actuación (XIII)
DGD: Morfograma 13, 2018. |
Caballo de Troya
Para el director italiano Michelangelo Antonioni, el proceso
es simple. En sus “Reflexiones sobre un actor de cine”, afirma:
El actor de cine no necesita entender, sino sólo ser.
Uno podría objetar que, con objeto de ser, el actor necesita entender; con esa
verdad, el actor inteligente también será el mejor. El hecho es que la
experiencia ha demostrado lo contrario. Cuando un actor es inteligente, trata
de ser tres veces mejor y eso profundiza su necesidad de entender, de tomar
todo en cuenta, de incluir sutilezas, y al hacerlo pasa a un territorio que no
le pertenece. De hecho, crea obstáculos para sí mismo. Sus reflexiones sobre el
personaje al que está interpretando, que de acuerdo con la teoría popular lo
deben acercar a la caracterización, terminan privándolo de naturalidad.
El actor de
cine debe llegar al rodaje en estado de virginidad. Mientras más intuitivo, más
espontáneo será su trabajo. No debe trabajar en el nivel psicológico, sino en
el imaginativo. La imaginación es en sí espontánea. No sufrirá bloqueos.
No es posible
tener una colaboración real entre el actor y el director. Ellos trabajan en dos
niveles completamente distintos. El director no debe otra explicación al actor
que las de naturaleza muy general acerca de la gente en el filme. Es peligroso
discutir detalles.
A veces el
director y el actor se vuelven necesariamente enemigos. El director no debe
comprometerse al revelar sus intenciones. El actor es una especie de caballo de
Troya en el set para el director. Yo
prefiero conseguir resultados por medio de un método escondido, que consiste en
estimular en el actor ciertas cualidades de las que él no está consciente, para
excitar no su inteligencia sino su instinto; para dar no justificaciones sino
clarificaciones.
Uno casi debe
engañar al actor pidiéndole una cosa para obtener otra. El director debe saber
cómo mandar y cómo distinguir lo que está bien o mal, lo que es útil o
superfluo, y reconocer todo lo que el actor puede ofrecer.
La principal
cualidad del director es ver, y esta calidad es también válida cuando trata con
los actores. El actor es un elemento dentro de la imagen. Una modificación de
su postura o de sus gestos es una modificación de la imagen misma. Una señal
dada por un actor de perfil no tiene el mismo efecto que si la da de frente a
la cámara. Una frase dicha con la cámara situada arriba del actor no tiene el
mismo valor que si la cámara está por debajo de él.
Estas simples
observaciones prueban que es el director quien compone la imagen y quien debe
decidir la posición, gestos y movimientos del actor. El mismo principio
funciona en cuanto a la entonación del diálogo. La voz es un ruido que se
mezcla con otros ruidos en una resonancia que sólo el director conoce. Por lo
tanto, le corresponde a él encontrar el balance o desbalance de los sonidos. Es
necesario escuchar a distancia a un actor, incluso cuando se equivoca: uno debe
dejarlo que se equivoque y al mismo tiempo intentar comprender cómo usar sus
errores en el filme, porque estos errores son en el momento la cosa más
espontánea que el actor tiene para ofrecer.
Explicar una
escena o un pedazo de diálogo es tratar a todos los actores de la misma manera,
porque una escena o un pedazo de diálogo no son cambiados. Por el contrario,
cada actor requiere un tratamiento especial. De ahí surge la necesidad de
encontrar otro método para guiar al actor poco a poco a la senda correcta, por
medio de inocentes correcciones que apenas despiertan sus sospechas.
Según
Antonioni, el actor es barro fresco que debe ser moldeado de tal forma que no
se dé cuenta: casi debe engañársele, e incluso aprovechar sus errores, si eso
es lo único espontáneo que puede ofrecer. El enemigo del actor es su ego:
quiere ser grande. El desafío del director consiste en guiar al actor “por
medio de inocentes correcciones que apenas despiertan sus sospechas”.
El director
italiano concluye:
Este método de trabajo podría parecer paradójico, pero
es el único que permite al director obtener buenos resultados con actores no
profesionales hallados, como dicen, en la calle. El neorrealismo nos enseñó
eso. Pero el método es también útil para los actores profesionales, incluso los
grandes.
A veces me
pregunto si en verdad existe tal cosa como un gran actor de cine. El actor que
piensa demasiado está movido por la ambición de ser grande. Este es un
obstáculo terrible que amenaza con borrar la espontaneidad de su
interpretación. Yo no meramente creo tener dos piernas: las tengo. Si el actor
busca entender, piensa. Si piensa, le será difícil ser humilde, y la humildad
es el mejor punto de partida en la búsqueda de la verdad.
A veces un
actor no es lo suficientemente inteligente como para vencer sus limitaciones
naturales y encontrar una senda correcta por sí mismo. Esto demuestra la
necesidad de emplear el método que acabo de ilustrar. Cuando esto sucede, el
actor tiene las cualidades de un director.
La malicia del director comienza, según
Antonioni, protegiendo a la inocencia
del actor, separándolo de su ego sin despertar sus sospechas para llevarlo “en
la dirección correcta”. Y esto funciona desde en el nivel del actor no
profesional hasta en el de los actores consagrados. Mientras menos sepan,
entiendan y descifren —opina el director italiano—, mejor será su desempeño,
puesto que éste no depende de lo intelectual sino de lo instintivo.
En su libro
de memorias, Ingmar Bergman registra el sustantivo consejo que le dio un
maestro suyo, Herbert Grevenius
(1901-1993), guionista sueco autor de una treintena de filmes entre 1943 y 1980:
“Un mediocre nunca debe ser interpretado por un mediocre, ni una mujer vulgar
por una mujer vulgar, ni una diva vanidosa por una diva vanidosa”.
Entre muchos
otros actores, lo confirma Gene Hackman: “Lo que quiero de un director es guía,
apoyo. Lo que no quiero es dirección. Cuando me dirigen demasiado siento que me
pierdo en la dirección y me olvido de todo lo demás” (VIII-2, 14-10-2001.)
Antonioni
sugiere que el actor debe ser engañado por el director; una concepción opuesta
es la de Roy London (1943-1993), actor, escritor y entrenador de actores.
London —que estudió actuación en el Herbert Berghof Studio con Uta Hagen y fue
miembro del vanguardista Open Theater de Joseph Chaiken— actuó en más de 150
roles en Broadway, el Off-Broadway, The Royal Shakespeare Company,
largometrajes y televisión, y sintetizó técnicas de diversas escuelas con un
enfoque en los resultados; con esta técnica entrenó a innumerables actores y
actrices hollywoodenses. Una de ellas, Geena Davis, da este testimonio:
Con Roy London analizábamos cada guión en gran
detalle; él tenía magníficas ideas afines a las mías y me enseñó cómo encontrar
la intención más interesante para cada momento del guión, de tal manera que yo
llegaba al set muy preparada pero
también muy abierta. Sabía lo que quería lograr pero no cómo. Él me enseñó cómo
ser dirigida de tal manera que si tienes fuertes intenciones, aun si el
director te pide algo totalmente opuesto, tú de todas maneras puedes usar tus
intenciones y hacer pensar al director que estás usando las suyas, y nunca
vender a tu personaje. A fin de cuentas el actor es el dueño del personaje.
[VI-6, 9-4-2000.]
Aquí es el
actor, “dueño del personaje”, quien engaña al director haciéndole creer que
está usando las intenciones de éste y en realidad utilizando las propias.
Curioso juego de espejos: la gente en la vida cotidiana oculta su interioridad:
el dramaturgo o el guionista hacen lo mismo cuando representan a lo cotidiano
en el set o en el escenario. En otras
palabras: si el hombre de la calle esconde siempre sus intenciones, el autor,
el director y el actor encubren las suyas, se engañan unos a otros y es en esta
suma de ocultamientos y engaños mutuos en donde el espectador reconoce (o no)
la verdad de la vida.
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