DGD: Textiles-Serie blanca 24 (clonografía), 2010 |
sábado, 24 de agosto de 2013
Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XXVI: Precipitación y estancamiento)
(XXVI) Precipitación
y estancamiento
Tras la revolución industrial, la diada tradición-ruptura
fue convertida en un solo concepto inferido: precipitación. Si el pasado se
aleja del presente a una determinada velocidad, la concepción occidental del
tiempo acelera esa velocidad a cada generación. El resultado es bien visto por
Octavio Paz cuando en Los hijos del limo
afirma que cada vez el pasado envejece más rápidamente.
*
La evidencia de esto sería perfectamente palpable si no
fueran escatimadas de las escuelas y los medios las formas de palparla. Sin
embargo, puede ponerse en ciertos términos (funcionales aunque un tanto
forzados porque no hay manera de comprobar las cifras) si se encuentra un
contexto adecuado:
Para un
adolescente existe un periodo que lo precede: es a lo que él llama “el pasado”,
es decir un sector del tiempo que le es connatural, que le atañe, que lo afecta
directamente y con el que establece una relación cada vez que intenta
representarse su origen y sus antecedentes. Es, para él, el pasado vivo.
Más allá de
este sector reconocido queda una vasta oscuridad: el pasado muerto. Su nombre es “la historia”, eso
que se enseña en las escuelas pero que no guarda con este adolescente una
relación directa, o no le parece que la tenga ni que deba buscarla (interesarse
en ella le parece tan innecesario, e incluso tan temible, como sería internarse
en un cementerio de noche), y si lo hace será de una manera abstracta,
impersonal, despojada por completo de intimidad o compromiso.
*
A principios del siglo XX, antes de la revolución industrial,
un adolescente pensaba en “el pasado vivo” en términos quizá de un siglo: el
tiempo de sus padres, abuelos y bisabuelos. En el periodo de entreguerras, el
adolescente había reducido ese “pasado vivo” acaso a medio siglo: el tiempo de
sus padres y abuelos. Hacia los años de la contracultura, después de la segunda
guerra mundial y en plena guerra “fría”, el adolescente consideraba que “el
pasado vivo” era tal vez un lapso de tres décadas: el tiempo de sus padres. Al
principio del siglo XXI, un adolescente piensa que su “pasado vivo” es poco más
de una década: el tiempo de su propio nacimiento.
*
El mismo lapso de tiempo activo
que un individuo reconoce al pasado vivo
es el que proyecta hacia el futuro. Biológicamente, nada diferencia el proceso
de crecimiento de uno u otro de estos adolescentes, pero en términos
esquemáticos, el adolescente de principios del siglo XX tenía un siglo para
proyectarlo sobre su propia expectativa de vida: sólo hasta etapas muy
avanzadas de su propio recorrido vital se consideraría —y sería considerado por
sus coetáneos— como un “anciano” (en un sentido metafórico). El adolescente de
entreguerras contaba con medio siglo para llegar a ese punto de la ancianidad
metafórica, mientras que el de la contracultura sería un “anciano” en sólo tres
décadas. Es claro que el adolescente de principios del siglo XXI lo será en
únicamente una década: así es como contempla a quienes son diez años mayores, y
como será contemplado cuando llegue a esa edad, aunque esté en plenitud de
facultades.
*
El pasado vivo no
sólo envejece cada vez más rápidamente, sino que se reduce a cada paso como en
la metáfora de la pata de mono de Jacobs o la piel de zapa de Balzac. A la vez,
aumenta el pasado muerto hasta volverse una magnitud oscura, temible y de peso
insoportable aunque intente ignorársele. En la balanza, el futuro vivo también se reduce en dimensiones.
La modernidad aspira a ser su propia tradición, una que no debe nada a lo
muerto (por eso lo mata) ni espera tampoco deber nada a lo breve de su futuro,
más allá del cual sólo espera la misma oscuridad (también el futuro inmediato ha
sido asesinado desde el presente).
*
Isaac Asimov enfoca esta cuestión en un visionario relato
llamado precisamente “El pasado ha muerto”:
Cuando la gente piensa en el pasado, lo hace como si
estuviera muerto, muy lejos, desaparecido tiempo atrás. [...] El pasado
significa Grecia, Roma, Cartago, Egipto, la Edad de Piedra. Cuanto más muerto,
mejor... [...] ¿Qué significa el pasado para ustedes? Su juventud. Su primer amor.
Su madre fallecida. Hace veinte años, treinta años, cincuenta... Cuanto más
muerto esté, mejor... Pero ¿cuándo comienza realmente el pasado? ¿Cuándo
comienza? ¿Hace un año? ¿Cinco minutos? ¿Un segundo? ¿No es obvio que el pasado
comenzó hace un instante? El pasado muerto es apenas otro nombre para el
presente vivo.
No piensa lo
mismo el poder que ha manipulado a la tradición: para éste, el pasado muerto es
el enemigo del presente vivo, su némesis. En el relato, ese personaje de Asimov
contempla, en cambio, la verdadera tradición: la de una humanidad que contempla
el nacimiento del pasado en el propio instante presente, pero no como una
entidad muerta y ominosa sino viva y palpitante. La manipulación de la ruptura
implica negar la vida del pasado, acaso para justificar también lo inerte del
presente (y la ausencia de un verdadero compromiso con el futuro).
jueves, 15 de agosto de 2013
Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XXV: Pensar y dudar)
DGD: Textil 126 (clonografía), 2010 |
(XXV) Pensar y dudar
Una de las tácticas principales de la modernidad consiste en
“olvidar” partes de las citas que usa para fundamentarse. El gran ejemplo es la
sentencia de Séneca, Errare humanum est,
“errar es humano”, que sirve para justificarlo todo cuando ya no quedan coartadas
posibles, y que, dicho así y en ese nivel primario en que se dice todo en la
modernidad, no significa que el ser humano también
se equivoca, sino que el error es la esencia de lo humano. Y es que de una
manera muy mañosa se ha eliminado la segunda parte de esa sentencia: errare humanum est, sed perseverare
diabolicum, “errar es humano, pero perseverar [en el error] es diabólico”.
Otro gran
ejemplo se halla en la archiconocida máxima cartesiana je pense, donc je suis (Discours
de la Méthode, 1637), vertida por el propio Descartes al latín como ego sum, ego existo (Meditationes de Prima Philosophia, 1641)
y como ego cogito, ergo sum (Principia Philosophiae, 1644), de donde
procede la celebérrima derivación cogito
ergo sum, traducida generalmente como “pienso, luego existo” y que es el slogan fundamental del racionalismo
positivista.
Citado así,
no podría sonar de modo más fehaciente y “constructivo”, es decir, productivo, puesto que tanto el pensar
como el existir son concebidos como “actividades” y aún más, como producciones (en el sentido exacto de “producción
en serie”, es decir, de progreso).
*
Y sin embargo, en la célebre locución se ha omitido el
primer elemento. Uno de los principales intérpretes y admiradores de Descartes,
el crítico literario Antoine-Léonard Thomas (Éloge de René Descartes, 1765), rescató ese elemento “perdido”
cuando supo leerla de este modo: Puisque
je doute, je pense; puisque je pense, j’existe, es decir, “dudo, luego
pienso; pienso, luego existo”, o en una posterior versión latina: dubito ergo cogito, ergo sum.
No es una
interpretación: Thomas se limita a extender (se le llama precisamente “el cogito extendido”) lo que ahí estaba
implícito y luego fue “olvidado”, y se basa en la subsiguiente declaración en
las Meditationes de Descartes: Ego sum res cogitans, id est dubitans,
affirmans, negans, pauca intelligens, multa ignorans (“Soy una cosa
pensante que es un ser que duda, afirma, niega, conoce unos cuantos objetos e
ignora la mayoría de ellos”). En su elogio reverente, Thomas reivindica el
papel que Descartes había aplicado a la duda, y coloca este acto antes que
cualquier otro (afirmar, negar, conocer, ignorar). La duda no sólo se sitúa
antes del pensamiento sino que es su mismísimo origen.
*
El razonamiento completo —dubito ergo cogito, ergo sum—
implica que si dudo de que existo, ello es una prueba de mi existencia, puesto
que hay alguien que duda. Se trata de
un uso deliberadamente parcial del acto de dudar, porque se aplica solamente en
una dirección (dudo de que existo),
al tiempo que se eliminan las otras direcciones posibles (por ejemplo, dudo de que pienso, e incluso dudo de que dudo).
Cuando Descartes
dice “dudo”, quiere significar sólo la parte de la duda que conviene a su
sistema filosófico: sopesar, comparar, poner en acción a la lógica para que
ella vaya eliminando falsos razonamientos y llegue a donde este filósofo quiere
llegar. Descartes nunca implica llevar la duda hasta las últimas consecuencias,
que implicarían dudar de todo, incluso de la validez de su propio sistema de
pensamiento y hasta de la razón misma como método para conocer el mundo.
Por medio de
la parcialidad unidireccional se demuestra la conclusión predeterminada: el
pensamiento es la prueba de que existo, y la existencia es la prueba de que
pienso.
*
Brillante gambito: convertir a la duda en confirmación y
hasta en prueba de la existencia y solidez de aquello respecto de lo cual se
duda. Si dudo de la tradición, si la cuestiono, esa duda es ya en sí misma una
ruptura a esa tradición; sin embargo, la manipulación del cogito (gemela a la manipulación de esa tradición) causa, por
enésima vez, que de todas formas la ruptura termine confirmando no sólo la
existencia de la tradición, sino su invulnerabilidad.
*
Más allá de las minucias filosóficas (nos referimos aquí al
uso que se le da en el nivel de los media,
no en los claustros académicos), se trata de un magnífico pilar para el
positivismo optimista y bobalicón de la modernidad, que de ese modo se afirma y
justifica: pensar es la prueba de la existencia, y la existencia es la prueba
del progreso.
*
La “filosofía” de la modernidad se deshace del dubito y erige como único centro al cogito. Las razones son evidentes: el
mundo moderno no se beneficia en absoluto si promueve en sus habitantes la duda;
intuye muy bien que ésta es un mecanismo que se muerde la cola: dudo, dudo de
que dudo, dudo de que dudo de que dudo, etcétera. Así nace la “tradición” que
consiste en evitar al hombre de la calle confusiones, ambigüedades,
descolocaciones,
“conflictos innecesarios”.
*
Sobre todo en el nivel de los media no es en absoluto conveniente reconocer el papel de la duda y
menos fomentarla en los ciudadanos: nada menos deseado que sugerirles, por
ejemplo, el acto de aplicar la duda a la autoridad, o a la solidez del mundo
moderno, o a sus instituciones, o al papel asignado a cada ciudadano en esa
maquinaria.
Un ciudadano
que sistemáticamente pusiera en práctica la duda se “debilitaría” y, peor aún,
se desadaptaría (sufriría un extrañamiento, se saldría del carril). Al eliminar
el dubito del lema fundamental del
positivismo racionalista, la modernidad paternalista y totalitaria desactiva la
parte más fecunda de la duda: la de poner en cuestionamiento, que es asimismo
la necesidad de responder.
*
En cuanto a la necesidad de responder, una de las más hondas
respuestas (rupturas) a la soberbia del cogito,
ergo sum (tradición) ha sido dada por
Tomás Segovia en sus cuadernos de notas:
“Pienso,
luego existo” no es bastante evidencia. Es una demostración, pero no una seguridad.
Las pruebas sólo pueden ser seguridades para otras pruebas; los hombres
necesitan más. La verdadera seguridad la tenemos al exclamar “Yo sufro”. La
duda metódica deja de ser comprobable cuando llegamos al “yo pienso”; pero no
deja de ser satisfactoria hasta que llegamos al “¡ay!”, al grito de dolor. Lo
que exclamamos entonces no es “Sufro, luego existo”, sino: “Sufro, luego soy
yo”. “Existo” no es satisfactorio porque no nos asegura la realidad de ese yo que sabemos que existe; y aunque nos la asegurara,
no nos asegura la realidad de eso que el “yo” piensa. Una cosa real sólo puede
definirse, delimitarse en su realidad
frente a otra cosa real. ¿Cómo podría una cosa irreal definir, delimitar a una
cosa real? La realidad del yo sólo puede acabar donde empieza la realidad del
no-yo, no donde empieza su irrealidad. El “Yo sufro” nos asegura la realidad
del yo, y la realidad de lo que hace sufrir al yo. Y nos marca además la
frontera de estas dos realidades, que se definen la una por la otra.
*
Eliminar el dubito
como primer paso del cogito tiende ante
todo a exaltar ese hedonismo burgués que nada quiere saber del dolor y que es la
falsa imagen de la felicidad que venden la publicidad y la propaganda. Pero aún
existe un más grave resultado: condenar al olvido la antigua certeza de que dudar
no es un debilitamiento, de que responder no es una altanería, de que cuestionar
no es perder el tiempo.
martes, 6 de agosto de 2013
Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XXIV: La tradición del sacrificio)
DGD: Textil 84 (clonografía), 2008 |
(XXIV) La tradición del
sacrificio
Dos grandes denuncias del discurso de la conveniencia. Una
se halla en el primer párrafo de Historia
de dos ciudades (1859) de Dickens:
Era el mejor de los tiempos, era el
peor de los tiempos, era la edad de la sabiduría, era la edad de la estupidez,
era la época de la fe, era la época de la incredulidad, era la estación de la
luz, era la estación de la oscuridad, era la primavera de la esperanza, era el
invierno de la desesperación, lo teníamos todo por delante, nada teníamos por
delante, íbamos todos directamente al Cielo, íbamos todos directamente en
sentido contrario.
La otra procede de la novela Galápagos (1985) de Kurt Vonnegut Jr.:
Las meras opiniones, de hecho,
gobernaban a la conducta de la gente, tanto como la más probada verdad, y
estaban sujetas a súbitos cambios como jamás podría estarlo la más probada
verdad. De modo que las Islas Galápagos podían ser el infierno en un instante
dado y el cielo en el siguiente, y Julio César podía ser un estadista en un
momento y un carnicero en el siguiente, y el papel moneda ecuatoriano podía
cambiarse por alimentos, vivienda y ropas en un momento y forrar el suelo de
una jaula en el siguiente, y el universo podía ser la creación de Dios
todopoderoso en un momento y el producto de una gran explosión en el
siguiente... y etcétera, etcétera.
*
En 1810 E.T.A.
Hoffmann afirmó que la Quinta Sinfonía de Beethoven pertenecía plenamente
al romanticismo; por su parte, la crítica del siglo XX exclamó que es “el
ejemplo consumado de la lógica sinfónica”, “la expresión definitiva de la
racionalidad clásica que rehúsa ceder a las violentas convulsiones del
romanticismo inmanente”. ¿Quién acierta? En principio, Hoffmann y la crítica
del siglo XX no hacen otra cosa que afirmar a su propia modernidad a partir de
una obra de fuerza inclasificable. Que ambos aciertan y que ambos se equivocan
lo demuestra Tomás Segovia (entrevistado por Eduardo Vázquez Martín en
diciembre de 2004):
Lo que los románticos dicen es:
“Nosotros sabemos lo que Homero dijo, pero también lo que quiso decir sin darse
cuenta, cómo se hace un poema épico y cuál era el contexto histórico que hizo
posible su escritura, pero al saber eso hemos perdido el poder de escribir la Ilíada”. Pero esta reflexión no la
hacían confrontados a la razón o contra la ciencia, sino desde la razón y con
la ciencia. Los románticos eran científicos y se consideraban herederos de
Rousseau y Voltaire; lo que buscaban era la síntesis, eran críticos de la
objetividad que nos hizo perder el genio, por eso se acercan a los lenguajes
oscuros, como el religioso o el mágico, al lenguaje de los que han sido
proscritos por la razón: los locos, los niños, las mujeres, los salvajes.
*
Para Tomás Segovia, la insistencia de la modernidad en el
valor de lo nuevo es una inmensa campaña de persuasión y tiene que ver con el
más esquivo de los conceptos: la Significación. Y todo parece indicar que este
concepto resulta esquivo no sólo por su complejidad inherente, sino sobre todo
por los esfuerzos de otra gran campaña que lo mantiene en los claustros del
especialismo y fuera de la atención colectiva.
“Cortarse de
la tradición”, escribe Segovia en 1987, “es la primera tentativa que se le
ocurre al que quiere una significación en sí, salvada del movimiento
indominable de la Significación. La Significación no existe realmente, quiero
decir de hecho, sino como tradición. El acto mismo que la hace existir,
aparecer en un presente efectivo, la empuja ya hacia el pasado y la hace ya
tradicional, como se ve en la propia historia efectiva de las vanguardias, que
se constituyen de inmediato en la famosa ‘tradición de la ruptura’. Hacer de lo
moderno y lo nuevo un valor en sí y negar consiguientemente la tradición
(ignorarla sobre todo, como por fin está empezando a suceder) tiene obviamente
el sentido de escapar de la Significación. (La crítica de la tradición empezó
mucho antes, por lo menos en el siglo XVIII.)”
*
A nadie se le ocurre inventar una tradición. Ésta, como dice
Segovia, implica al pasado: mientras más antigua, más venerable. De ahí el
regusto de culpabilidad e incluso de traición que se adhiere a la ruptura (invención,
vanguardia, cambio), y que resultan mayores en la medida de lo vetusto de la
tradición contra la que atentan. Y existe otro regusto que se adhiere a la
tradición: el de sacrificio. Basta considerar este ejemplo nada infrecuente: el
muchacho que debe estudiar la profesión de su padre porque fue también la de su
abuelo y la tradición “debe mantenerse”: para ello tendrá que sacrificar sus
propias vocaciones, renunciar a sus verdaderos deseos. Si se sacrifica, resulta
muy posible imaginar el tipo de padre, profesionista y ciudadano que será con
el tiempo: un juez severo e implacable de la más pequeña ruptura, puesto que si
él se sacrificó a tal grado, nadie tiene
derecho a renunciar al sacrificio. Este es sólo uno de muchos otros
sacrificios, individuales y colectivos, que se consideran no sólo justificados
sino necesarios para que la tradición continúe.
Esa es una de las razones de que la palabra tradición sea tan venerada en los
discursos oficiales y de que a la vez, en privado, se le contemple con odio
soterrado.
*
En términos llanos y casi generales: para ser en sociedad se
debe sacrificar lo que se es (poeta,
revolucionario, librepensador, homosexual o bisexual, etcétera)
en función
de lo que no se es; en otras palabras, todo
aquello que no sea conveniente (útil,
productivo) para la sociedad. La sociedad es el discurso de la conveniencia. Ayer las cosas eran blancas, hoy son negras, mañana serán... lo que convenga al poder para que los sacrificios sean no sólo aceptados por los ciudadanos sino impuestos por ellos mismos, los unos sobre los otros.
*
A nadie se le ocurre inventar una tradición. Y sin embargo,
es precisamente eso lo que ha hecho el poder, y con mayor virulencia de lo
imaginable. El desarrollo de las tradiciones fue uno de los intereses del
ilustre historiador marxista Eric Hobsbawm (1917-2012); en sus estudios acerca de
la construcción de lo tradicional en el Estado-nación, argumenta que muchas
tradiciones son inventadas por élites para justificar la existencia y
supremacía de sus respectivas naciones (mejor dicho, del discurso político que
en ese momento las rige). La invención de tradiciones de acuerdo al interés
resulta, desde luego, clandestina y secreta; a la luz pública se les presenta
como antiguas y venerables, es decir, dignas de confianza. Porque uno de los
sobreentendidos que bañan al concepto “antigua tradición” indica que mientras
más añeja más ha probado su eficiencia, es decir que mucha gente ha confiado en
ella y ha obtenido en reciprocidad: seguridad, tranquilidad, estabilidad, paz:
las máximas promesas del poder.
*
Segovia llega a uno de los momentos más recordados de su
obra ensayística cuando llama a los románticos “nuestros clásicos”. ¿Está
convirtiendo en tradición a la más profunda ruptura de la historia? Lejos de
ello.
*
Cuando a principios del siglo XX Tzara y Breton comenzaron a
reivindicar el sueño, el mito, la magia, hubo una violenta sacudida: ¿cómo la
vanguardia, que es lo más nuevo, lo que está más adelante, exalta a lo viejo, a
lo que está en la mayor retaguardia, es decir lo que se ha dejado atrás en la oscuridad del pretérito? Los líderes del
dadaísmo y del surrealismo se beneficiaron de lo que habían dicho y hecho
numerosos artistas inclasificables y solitarios en un relativo aislamiento,
esto es, sin el ruido suficiente como para llamar la atención (vanguardia es
ruido, tradición es silencio). Y lo primero que exclamaron fue que la verdadera
tradición había sido manipulada y que había que volver a ella. Es lo mismo que
habían dicho los románticos: que había habido una manipulación no sobre el
pasado sino sobre la memoria, borrando convenientemente del recuerdo colectivo
todo aquello que pudiera cuestionar a la definición de lo humano impuesta por
el poder.
“Hasta el
romanticismo inclusive”, escribe Segovia, “lo que busca el pensamiento y el
arte más audaz de Occidente es justamente reanudar la tradición. Una tradición
que ellos consideran perdida o traicionada y que se trata de rescatar de sus
falsificaciones y deformaciones.” Éstas consisten, ante todo, en “neutralizar
el movimiento tradicional de la Significación, disolviéndolo o controlándolo
desde fuera”.
Lo que sucede
en la actualidad es visto de esta manera por Segovia: “Pero lo que es nuevo en
estos últimos cien años es la existencia de una guerra total contra la
tradición, aunque coexista con la crítica restauradora y a veces se mezcle con
ella o pacte con sus posiciones. En el arte (incluyendo la poesía), esa guerra
total moderna es la que combate a la Significación a la vez negando el valor de
la tradición con la que la identifica (justificadamente, aunque claro que
deformando esa identificación) y negando la interpretabilidad”.
*
Segovia insiste una y otra vez en hacernos recordar que el
sentido, como su nombre lo indica, está siempre orientado. En esto descansan
sus principales sinónimos, valor y significación. Segovia escribe: “El Valor —y
por ende la significación como valor y el valor como significación— está
directamente incorporado en el Círculo de la Existencia. Sólo una estrategia, o
sea una praxis práctica, una interpretación del uso, una reflexión en y sobre
el tiempo puede abordarlo. La reflexión sobre el arte, como sobre el Valor (o
sea sobre ‘la vida’) no puede ser teórica porque no puede captar sus
condiciones de posibilidad, que son incaptables, sino sólo darlas. No hay
teoría del arte como no hay teoría de ‘la vida’. Hay meditación. (Tampoco, en
rigor, hay teoría del lenguaje, por supuesto.)”
El arte de la
ruptura conveniente hace lo mismo que el poder: contribuye a la amnesia
impuesta, a la guerra contra la significación. Segovia nos hace ver que no otra
cosa son las vanguardias más aclamadas, “todo ese arte, que reúne a la vez la
buena conciencia de declararse maldito y rebelde y amenazado, y la buena suerte
de monopolizar todo el éxito, los honores y el dinero, busca no decir”. La manipulación
de la verdadera tradición se basa precisamente en manipular la más antigua de las certezas: la cultura es la historia que es el sentido que es el hombre.
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