DGD: Morfograma 66, 2019. |
domingo, 25 de agosto de 2019
El misterio de los cien monos (XV)
Rizoma:
desterritorialización y desestratificación
La idea de un individuo consciente de todas
las influencias y libre navegador en ellas es acaso a la que Gilles Deleuze y
Felix Guatari se refieren con su noción de rizoma, “el poder de las
conexiones abiertas”. En su acepción botánica, el rizoma es un tubérculo
subterráneo que se ramifica y diversifica, produciendo nuevos brotes: un árbol
hecho de raíces sin aparente principio ni fin, cuyas múltiples manifestaciones
se interconectan sin cesar. En la trasposición metafórica, se trata sobre todo
de conectar conceptos (en el sentido en que el rizoma puede entenderse como intermezzo
o intermediario), pero no buscando otro concepto sino una mirada.
Deleuze y Guattari buscan nuevos sistemas arbóreos de pensamiento en cuyas
ramas las cosas fluyan, redes en cuyos canales los objetos no sean
estacionarios ni agregados sino formen interminablemente nuevas Figuras a
través de la desterritorialización y la desestratificación. Como
en el “discurso-figura” de Lyotard (la “figura desfigurante y desfigurada”), se
trata de que en esta navegación todo coexista con todo —incluso ausencia con
presencia— sin estructuras fijas, en un perpetuo estado de desarraigo, de
extrañeza, de metamorfosis.
Precisamente
Deleuze y Guattari hablan de “rizomorfosis”, un radical estado de fragmentación
nómada que no puede ser atrapado por sistemas externos, por protocolos previos
de representación (incluido el lenguaje), y que existe como caos navegable,
como interfertilización y creación de híbridos con influencias recíprocas: una
simultaneidad y una diversidad que actúan contra la inmovilización de la
dialéctica. Deleuze y Guattari, usando un concepto de Artaud, lo llaman “el cuerpo
sin órganos” y utilizan el ejemplo del propio libro en que divulgan esta
propuesta:
No se deberá preguntar nunca lo que un libro quiere
decir, significado o significante; tampoco deberá tratarse de comprender nada
en un libro. Únicamente vale preguntar con qué funciona; en conexión de qué
hacer pasar o no intensidades; en cuáles multiplicidades introduce y
metamorfosea la suya; con qué cuerpos sin órganos hace converger el suyo. Un
libro no existe más que por lo exterior y en el exterior. [Rhizome, 1976.]
Parafraseando a Julio Cortázar, cuya obsesión
por las figuras mágicas es tan constante que todo su trabajo escrito podría
llamarse figuratura, un libro así concebido sería “mucho menos lo que
dice en sí, que lo que dice su conexión con otros libros”. Cada libro-rizoma es
sui generis, y un espléndido ejemplo estriba sin duda en el alucinante Gödel,
Escher, Bach: una eterna trenza dorada (1979) de Douglas Hofstadter. Como
pocos, este volumen demuestra que donde aquella paráfrasis dice “libro”, puede
sustituirse por “idea”, “vivencia”, “postura” (lo mismo para su digna
continuación, Yo soy un extraño bucle, 2007). De
ahí que Umberto Eco ha llamado al modelo rizoma “una globalidad inconcebible”:
Una noción como esa [...] no niega la existencia del
conocimiento estructurado; sólo sugiere que tal conocimiento no puede ser
reconocido y organizado como sistema global; únicamente ofrece sistemas
“locales” y transitorios de conocimiento que pueden ser contradichos por
organizaciones culturales alternativas e igualmente “locales”; cada intento de
reconocer a estas organizaciones locales como únicas y “globales”, ignorando su
parcialidad, produce un prejuicio ideológico. [Semiotica e filosofia
del linguaggio, 1984.]
Se trata de una muy influyente idea modular.
Por ejemplo, Donald J. Cunningham (Metaphors of Mind, 1999) propone la
metáfora “mente como rizoma” para entender y liberar la cognición humana, hasta
ahora sujeta por dos paradigmas metafóricos: la “mente como cerebro” y la
“mente como computadora”, ambos exclusivamente individualistas, siempre bajo la
ilusión de que una mente puede existir aislada de las demás. A la inversa,
Cunningham ya no habla “sólo” de la mente individual sino que pluraliza este
sustantivo para entender el pensamiento como algo dialógico, una interacción.
El aprendizaje deja de ser una pasiva recepción de símbolos y se vuelve
navegación en el laberinto rizomórfico.
El movimiento
constante (o mejor, la danza) caracteriza a una multiplicidad que transfigura
el significado al transformarlo constantemente en “algo más”, justo antes de
ser identificado o categorizado. El rizomorfismo consiste en un “estar ahí” y a
la vez un “no estar ahí”, es decir, un pasaje, como el mito, el sueño o
la poesía: algo que no es sólo no-representable, sino que va contra el sentido
usual de representación racional (“cualquier punto de un rizoma puede ser
conectado con otro cualquiera, y debe serlo”, piden Deleuze y Guattari). Se
trata de la combinatoria surrealista en un modelo sin modelo que une personas,
ideas y categorías disímbolas dejándose llevar por el flujo mismo de la Figura.
*
Libros citados
Deleuze, Gilles y Felix Guatari: Rhizome,
Éditions de Minuit, París, 1976. / Capitalism and Schizophrenia, vol.
II: A Thousand Plateaus, University of Minnesota Press, 1987. [Rizoma,
Pre-Textos, Valencia, 1978.]
Hofstadter, Douglas R.: Gödel, Escher, Bach: An
Eternal Golden Braid, Basic Books, Nueva York, 1979. [Gödel,
Escher, Bach: una eterna trenza dorada, CONACYT, México, 1982; trad.: Mario
Arnaldo Usabiaga Bandizzi. 2ª ed.: Gödel, Escher, Bach: un eterno y grácil
bucle, Tusquets, Barcelona, 1987; trad.: Mario Arnaldo Usabiaga Bandizzi y
Alejandro López Rousseau.] Continuación: I
Am a Strange Loop, Basic Books, Nueva York, 2007. [Yo soy un extraño bucle, Tusquets, Barcelona,
2013; trad.: Luis Enrique de Juan.]
Eco, Umberto: Semiotica e filosofia del
linguaggio, Einaudi, Turín, 1984. / Semiotics and the Philosophy of
Language, Indiana University Press, Bloomington, 1984. [Semiótica y
filosofía del lenguaje, Lumen, Barcelona, 1990.]
Cunningham, Donald J.: Metaphors of Mind,
Indiana University Press, Bloomington, 1999.
*
jueves, 15 de agosto de 2019
El misterio de los cien monos (XIV)
DGD: Morfograma 65, 2019. |
La selección
artificial consciente
En otra entrevista, Rupert Sheldrake comenta:
La selección natural fue una idea que Darwin
desarrolló por analogía con la selección humana consciente. Tuvo esta idea al
ver a criadores de animales y cultivadores de plantas; éstos tienen distintos
tipos de plantas y animales y escogen unos, en detrimento de otros, para
mejorar las características de la siguiente generación. Eligen conscientemente,
aunque a veces ello puede ser inconsciente. La selección natural de Darwin es
eso, aunque él la marca como inconsciente. La elección consciente que puede
hacer un artista o una persona creativa, es el primer estadio.
Todos tenemos
multitud de ideas, y elegimos algunas para expresarlas. La primera selección es
interna, mental. Algunas obras de
arte son más exitosas que otras; algunas languidecen en la oscuridad y no se
vuelve a oír de ellas, mientras que otras forman nuevas escuelas artísticas. La
gente copia o es influida por determinado estilo, y éste es reconocido y se le
da un nombre. Así han brotado las escuelas renacentistas, modernistas o
posmodernas. La gente se educa viendo esas obras; al principio quizá no las
entienden, pero si las miran lo suficiente, se acostumbran a ellas; así es como
son asimiladas a la cultura. Podemos decir que hay campos mórficos tanto para
ese determinado tipo de arte como para su apreciación.
Pese a los matices deterministas y
reduccionistas de esta declaración (sobre todo porque en ella la mirada de
Sheldrake se aplica al arte, territorio por excelencia de lo impredecible), es
notable que se desarrolla entre dos polos opuestos: la darwinista selección
natural inconsciente y algo que podría llamarse “selección artificial consciente”.
Sin embargo, una visión holística desarticula las dicotomías.[1] Los polos natural-artificial se integran
(tanto la naturaleza como el cultivador de plantas y el artista seleccionan por
hábito) y, en todo caso, los polos inconsciente-consciente se transforman,
el primero en el punto de partida y el segundo en el de llegada. Una vez más,
la integración implica una apertura de conciencia.
Estar a
medias en lo cotidiano
Por lo demás, el término “selección
consciente” implica voluntad, libre albedrío. La decisión del cultivador de
plantas parece exclusivamente individual (debida a su experiencia y hábitos
personales), pero a la luz de los campos mórficos es evidente que en esa
decisión influyen, al mismo tiempo, los innumerables campos conectados con la
individualidad de ese hombre. No sólo son sus hábitos, sino también, en
cierta medida, los de su familia, grupo profesional, sociedad, cultura,
etcétera, los que actúan en esa decisión, sin hablar de otros campos:
biológicos, antropológicos, ideológicos, físicos, atmosféricos, planetarios,
todo ello interconectado con el individuo que cree tomar la decisión de modo
personal y... libre. Es a esto sin duda a lo que se refería el historiador
Fernand Braudel al afirmar que estamos sólo a medias sumergidos en la
cotidianeidad (La
dynamique du capitalisme,
1985).
En
el terreno de la psicología otro gran pensador, Georg Groddeck (1866-1934),
había hecho una observación similar; no otro sino el propio Freud transmitió
esa observación: “Ha de sernos muy provechoso, a mi juicio, seguir la
invitación de un autor que, por motivos personales, declara en vano no tener
nada que ver con la ciencia rigurosa y elevada. Me refiero a Georg Groddeck, el
cual afirma siempre que aquello que llamamos nuestro Yo se conduce en la vida
pasivamente y que, en vez de vivir, somos ‘vividos’ por poderes ignotos e
invencibles” (El Yo y el Ello, 1923).
A
partir de ciertos pasajes de Nietzsche, Groddeck había estado desarrollando su
concepción de ello (das Es) desde 1895, y si no vertió los resultados
de sus experimentos sino hasta 1923 en El libro del Ello, fue por su
rechazo a tener discípulos y formar escuelas (una postura compartida años más
tarde por Lacan), así como a considerarse solamente un científico: en El
libro del Ello se pregunta “¿Y qué otra cosa es la ciencia sino una
variante de la fantasía?” Freud tomó la fundamental noción de ello para
rebautizar al inconsciente, aunque le dio un significado más restringido del
que le otorgaba Groddeck (cabe decir, lo redujo a la verosimilitud menor).
En
1925 Freud le escribió en una carta: “No reconozco a mi Ello, civilizado,
burgués y desmitificado, en su Ello. Sin embargo, Ud. sabe que el mío deriva
del suyo”. Ahí se marca la objeción freudiana, es decir, el hecho de que
Groddeck parecía considerar al ello como algo mítico, un territorio que
Freud no quería incluir sino “metafóricamente”. ¿Cómo debe ser entendida la
palabra mítico en la visión de Groddeck? En The Innocence of Dreams (1979), Charles Rycroft responde a esa pregunta cuando se apoya en
Groddeck para definir al sueño como “una forma involuntaria de la poesía”. En
ese mismo libro, Rycroft señala más claramente la diferencia de concepciones:
En Groddeck y en Freud el Ello no es exactamente la
misma cosa. En la concepción de Groddeck, es aquello por lo cual somos
soñados, el agente que nos envía mensajes a los cuales prestamos o no
atención, que entendemos o que permanecen oscuros para nosotros. En la
concepción de Freud, el Ello es la fuente de los deseos que buscan una
satisfacción alucinatoria en los sueños, pero el agente que construye los
sueños no es el Ello sino aquella parte de la mente que viste a los deseos de
una forma simbólica enmascarada a fin de preservar el dormir de la persona.
Por eso Freud define al ello como fuente
primordial de la energía psíquica y sede de las pulsiones, opuesta
diametralmente al superyó, la instancia psíquica encargada de hacer
valer la ley y la moralidad. En última instancia, el civilizado, burgués y
desmitificado Freud marcó siempre sus distancias hacia Groddeck y no resulta
arduo adivinar por qué: mucho más que un terapeuta o “padre de la medicina
psicosomática” (como ahora se le recuerda), Groddeck era un filósofo que
definía a la ciencia como una variante de la fantasía.
En
ambas metáforas, la de Braudel (“estar a medias en lo cotidiano”) o la de
Groddeck (“ser vividos”), la noción filosófica de libre albedrío parece
reducirse, a medida que se amplía una nueva clase de determinismo. Mas aquí
puede volverse la mirada a aquella escala (dimensión horizontal) que se volvió
escalera (dimensión vertical): de la inconciencia a la conciencia. Al
considerar todo lo que influye en el cultivador de plantas en el momento de su
decisión consciente, ésta más bien parece mayoritariamente inconsciente. He aquí
la primera aportación concreta de la teoría de los campos mórficos: hacernos
notar que lo que llamamos conciencia podría ser apenas un punto de partida, el
primer estadio. El punto de llegada (si lo hay, es decir si esa apertura
tiene límite, si ese ascenso no es ilimitado), es un individuo consciente de
todas las influencias y libre navegador en ellas.
*
Nota
[1] La holística
fue popularizada en los terrenos de la ciencia desde la aparición del “teorema
de la no-localidad” de John Stewart Bell, que destruyó las teorías de un
universo determinista al demostrar que el “realismo”, es decir una realidad que
existe independientemente de la observación, no puede darse en los niveles más
profundos de lo real. Por su parte, el término “holón”, debido a Arthur
Koestler, define a un todo que puede formar parte de un todo mayor. Los holones
se organizan en nidos de múltiples niveles a través de jerarquías u
“holarquías”. Sheldrake los llama “unidades mórficas”.
Libros citados
Braudel,
Fernand: La dynamique du capitalisme, Les Éditions Arthaud, París, 1985.
[La dinámica del capitalismo, Fondo de Cultura Económica, Breviarios
457, México, 1986.]
Freud, Sigmund: “El Yo y el Ello” (1923), en Obras
completas, Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1985.
Freud, Sigmund, y Georg Groddeck: Ça et Moi.
Correspondance 1917-1934, Gallimard, París, 1970. [Correspondencia
1917-1934, Anagrama, Barcelona, 1977.]
Groddeck, Georg: Das Buch Vom Es, Viena, 1923.
/ The Book of the It, Vintage Books, Nueva York, 1961. [El libro
del Ello, Sudamericana, Buenos Aires, 1968.]
Rycroft, Charles: The Innocence of Dreams,
Hogarth Press, Londres, 1979.
*
martes, 6 de agosto de 2019
El misterio de los cien monos (XIII)
DGD: Morfograma 64, 2019. |
La navegación en las influencias
La estética, digo, como la filosofía y la ciencia, se
ha inventado no tanto para permitirnos estar más cerca de la realidad sino, al
contrario, para alejarnos de ella, para protegernos de ella.
Christa Wolf
Una
jerarquía anidada
En una entrevista realizada en 1995 se
pregunta a Rupert Sheldrake de qué están hechos los campos mórficos y cómo
pueden existir en todas partes al mismo tiempo. El entrevistado responde:
¿De qué están
hechos los campos electromagnéticos o los gravitacionales? Nadie lo sabe, aun en el caso de los campos
conocidos en la física. En el siglo XIX se pensó que estaban compuestos de
éter, pero entonces Einstein mostró que ese concepto era superfluo y afirmó que
un campo electromagnético está hecho de sí mismo. El campo magnético alrededor
de un imán no está hecho de aire, ni de materia; cuando uno suelta limadura de
metal, el campo puede revelarse, pero él no está hecho sino del campo mismo. Si
uno supone que todos los campos deben tener una sustancia común, o propiedades
compartidas, eso es la búsqueda de la teoría del campo unificado.
La única
respuesta a la pregunta “¿De qué están hechos todos los campos?”, es: “De
tiempo y espacio”. La sustancia de los campos es el espacio; los campos son
modificaciones del espacio o del vacío. De acuerdo con la teoría general de la
relatividad de Einstein, el campo gravitacional, la estructura de
espacio-tiempo en el universo entero, no “está” en el espacio o el tiempo: es
espacio-tiempo. No hay otro espacio ni otro tiempo que la estructura de los
campos, que pueden ser concebidos como estructuras espacio-temporales. Tienen
su propio estatus ontológico, la misma clase de estatus que los campos electromagnéticos
y gravitacionales.
La visión es deslumbrante: “No estoy
sugiriendo que el campo mismo está extendido por todo el espacio y el tiempo,
sino que un campo influye a otro a través del espacio y el tiempo. Ahora, el
medio de transmisión es oscuro. A este proceso lo llamo resonancia mórfica.
[...] Así que podríamos decir que el más esencial campo de la naturaleza es el
campo cósmico, y luego los campos galácticos, los de los sistemas solares, los
planetarios, los continentales, y así sucesivamente en una jerarquía anidada.
En cada nivel, el todo organiza a sus partes internas, y las partes afectan al
todo. Se trata de una influencia en ambas direcciones”.
Para Sheldrake,
lo que llamamos evolución es el resultado de antiguos campos mórficos a los que
la costumbre y el uso continuo tienden a fortalecer. El propio universo no
actúa a partir de leyes inmutables, sino de hábitos construidos y
profundamente engranados a lo largo de los eones por medio de la repetición sin
fin. A mayor persistencia de un patrón particular, más grande es su tendencia a
resistir el cambio. Pese a la enormidad de esta propuesta, Sheldrake no llega a
romper del todo con la visión de Darwin:[1]
Toda la idea de resonancia mórfica es evolucionista,
pero el evolucionismo sólo da las repeticiones, no la creatividad. Así que la
evolución debe involucrar un juego entre creatividad y repetición. La
creatividad produce nuevas formas, patrones, ideas, formas de arte. No sabemos
de dónde proviene la creatividad. ¿Es inspirada desde arriba, extraída desde
abajo, tomada del aire? Lo creativo es un misterio donde sea, en el reino
humano lo mismo que en el de la evolución biológica o cósmica. Sabemos que la
creatividad sucede, y cuando lo hace es una especie de selección natural
darwinista. No toda buena idea sobrevive, no toda nueva forma de arte es
repetida, no todo nuevo instinto potencial tiene éxito. Y sólo lo exitoso se
repite. Por la selección natural y luego por la repetición se vuelve probable,
más habitual.
La
posibilidad de vencer a la inercia
La respuesta de Sheldrake como científico no
dista de lo que sería la actitud de un místico: apelar al misterio sin temerlo,
postular a un hombre que no es denigrado por lo que ignora sino que es hombre
justamente porque reconoce en él la sustancia misma de lo desconocido.
Sheldrake no usa lo que sabe (la repetición es científicamente medible) para
predeterminar lo misterioso (nadie sabe cómo surge la creatividad). La
resistencia al cambio es inherente a todo conjunto y, sin embargo, los cambios
creativos son posibles, aunque nadie sepa en realidad cómo se producen. La
posibilidad de cambio, y la clara sugerencia de una de las posibles formas en
que actúa la creatividad cuentan, sin embargo, con un ejemplo que además se ha
popularizado por la simpleza a través de la cual permite entender este
fenómeno: el “Principio de los cien monos”.
Uno
de los más interesantes aspectos de esta historia-fábula es que parece incluir
no sólo a la propia noción de “resistencia al cambio”, sino incluso a una crítica
de esa noción. Esto se demuestra elaborando una pregunta dentro de la misma
lógica de la fábula: ¿por qué no se transmitió la nueva conducta entre los
monos lejanos antes del número cien?, ¿por qué no al alcanzarse el número
cincuenta, o el veinticinco, o incluso el uno (es decir desde la iluminación
misma del primer mono)? La propia fábula parece responder que antes del número
cien no existe la fuerza suficiente para vencer la resistencia al cambio en el
interior del propio grupo (la resistencia al cambio es esa fuerza que lo
mantiene unido y, aún más, le da sentido). Al mismo tiempo, la fábula establece
una posibilidad: la de vencer a la inercia. Incluso desde el terreno del
mito o la leyenda, y aun sin olvidar que la cifra “cien” es simbólica, la fábula
parece surgir de la mismísima resistencia al cambio experimentada por el grupo
humano, para enseñar que esa resistencia no es infinita ni imbatible.
Otro
aspecto esencial de la fábula de los monos es que no parece servirse de la
“selección natural” (el mayor equívoco de la teoría darwinista), ni hacia
dentro, es decir en el contenido (no hay una jerarquía entre los monos de la
historia, ni se presenta una lucha por lograr el mejoramiento de la conducta),
ni hacia fuera, es decir en la forma (no parece haber un único nivel en que
esta historia haya tenido que contender con otras, ni su “éxito de transmisión”
parece debido al fracaso de historias similares). Una forma popular de
ejemplificar la “selección natural” es la imagen del pez grande que devora al
chico. Por una excepcionalísima ocasión, en esta hipótesis convertida en fábula
el acento no se halla en la competencia, la conquista o la rapiña, sino en la
colaboración; las usuales dicotomías sencillamente parecen no funcionar —o al
menos, no son tan determinantes.
Aun
tomando en serio la exposición que Lyall Watson hizo de la fábula de los cien
monos, la repetición de la nueva conducta entre los macacos deja de ser medible
a partir de ciento punto, es decir cuando la innovación se transmite a sitios distantes.
Sería medible sólo si hubiera observadores humanos en la mayor parte de esos
nuevos sitios en donde la conducta se extendió entre los monos, pero aún así
sería necesario que tales observadores estuvieran previamente enterados
sobre lo que tenían que ver, con objeto de notar lo asombroso e
intercambiar informaciones. (Si no están prevenidos, y ni siquiera en estado de
alerta, en un primer momento no verán sino rarezas, excentricidades,
casualidades inconexas.) Por otro lado, en la fábula resulta aún menos posible
“explicar” la creatividad de Imo, el origen de su iniciativa, las razones del
hallazgo cuando lavó la fruta por vez primera. Un evolucionista ortodoxo
tendría que hacer un doble esfuerzo para “demostrar” que la nueva conducta
hacía “más fuertes” a estos grupos de monos, es decir más aptos para la
supervivencia en términos de la selección natural.
*
Nota
[1] La
teoría que Darwin inserta en El origen de las especies (1859) afirma, de
modo sucinto, que toda la diversidad de la vida en la Tierra surge de procesos
naturales y azarosos y no, como se creía antes, de la actividad creativa de
Dios. Tales procesos se llevan a cabo a lo largo de los milenios, y son
determinados por la selección natural, es decir el predominio de los
organismos más aptos para sobrevivir. Eliminar a Dios de la naturaleza tuvo
monumentales resultados, el primero de ellos la secularización de las
sociedades occidentales.
*
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