DGD: Redes 107 (clonografía), 2009 |
sábado, 17 de noviembre de 2012
Diez leyes del realismo hollywoodense
Algunos de los principios del realismo hollywoodense se
enseñan en las escuelas de cine de todo el mundo (sin llamarlo realismo hollywoodense, y a través de
eufemismos como “gramática fílmica”), pero en realidad son las películas mismas
las que lo enseñan pragmáticamente a los guionistas, productores, directores y
actores. No se puede inventar todo un nuevo universo de significados para cada
cinta, y, de hecho, ello ni siquiera se intenta; a la inversa: cada película se
inserta en la avalancha de filmes con el orgullo secreto de pertenencia a un
único universo, regido por las mismas leyes y convenciones inferidas.
Las tablas de la ley, en efecto, no están escritas en parte
alguna, al menos de forma integral: los actores conocerán ante todo los
principios que atañen a su oficio, y se desentenderán de los que rigen a los guionistas,
a los directores, a los productores, a los directores de arte y a los demás
técnicos, que actuarán de modo análogo.
En una entrevista televisiva para el programa Inside the Actor’s Studio (2002), el
actor Richard Gere recuerda la curiosa mecánica que sucedió a la película que
lo hizo famoso, Gigoló americano (1980),
en la que interpreta a un sofisticado prostituto: “Lo que Paul Schrader estaba
explorando en American Gigolo era el
vacío de la realidad de dos dimensiones planteada por las revistas. Desafortunadamente,
recuerdo haber ido a muchos países a dar entrevistas y darme cuenta de que era
vista como una película de ‘cómo hacerlo’ [a
how-to movie], en oposición a una exploración de la tristeza y la vaciedad”.
Una y otra vez ha sucedido lo mismo con filmes que tratan a personajes “singulares”
o “polémicos” sin una clara y tajante condena moral. Dicho de otro modo: la
amoralidad tratada amoralmente es leída como moraleja.
Es una de las resultantes directas del realismo
hollywoodense: la confusión de términos y propósitos, la ambigüedad moral que
se transforma en canto a la ideología de ultraderecha. Si no hay un acentuado
maniqueísmo, cualquier intento de ironía o de metaforización se ahoga en el
discurso del mal que domina a todos los medios.
Con toda seguridad puede afirmarse que la intención de Paul
Schrader en Gigoló americano no era
hacer un manual de prostitución masculina de lujo, y sin embargo el aumento en
los índices estadísticos de esta actividad (así como el ininterrumpido auge de
las revistas de modas a las que la película intentaba condenar por su “falsificación
de la realidad”) prueba que American
Gigolo fue leída prioritariamente de esta manera. Ello no se debe tanto a
la “ambigüedad intrínseca” de toda obra narrativa (es el dictum de Borges, según el cual un narrador puede estar consciente
de los medios de la anécdota que relata, pero no así de su moraleja) sino a un
resorte esencial del realismo hollywoodense: luego de un verdadero alud de
detritus, violencia, sordidez y psicopatía hay casi siempre un castigo a los
malvados, o incluso una conversión de ellos a la bondad o la salvación, pero
con un evidente carácter de trámites inevitables de los que el espectador puede
fácilmente desentenderse.
El final feliz (en el que sólo cree quien necesita creer en
cualquier cosa) es la coartada para dar rienda suelta a todo el horror que precede
a ese desenlace. En el momento en que el héroe, moribundo y casi vencido, da el
milagroso golpe ulterior luego de una lucha apabullantemente desigual, y vence
al villano (o a un adicción, o a una tendencia al mal, o a un entorno
asfixiante), se da un cambio en la atmósfera narrativa: el triunfo del bien
reduce la realidad fílmica a dos dimensiones (toda forma de la esperanza se vuelve una caricatura en la
que nadie cree), mientras que la anterior rapiña insidiosamente pormenorizada
ha presentado una realidad “multidimensional” con tanta eficacia descriptiva,
que el espectador no sólo no puede criticarla, sino que su única respuesta es
rendirse ante tamaña verdad. La
fascinación por el horror es el verdadero núcleo del realismo hollywoodense.
1) Acción constante. Incluso las escenas de “puente” o de “reposo”
deben tener algo que sea menos reflexión que sustituto de la acción física.
Mostrar los “tiempos muertos” como tales es considerado un enorme error. El
realismo define al ser humano como un hacer, que a su vez se manifiesta como un
tener y un perder.
2) La imagen no es complementaria de la palabra. Esta última
es un subsidiario y una servidora de la imagen. La verborrea del realismo
hollywoodense no es palabra en el mismo sentido en que lo son las palabras de la
literatura o de los diálogos cotidianos; lo es solamente como un adorno sonoro
más, en el mismo nivel de la música o los efectos de sonido.
3) No todas las acciones deben ser explicadas: muchas
suceden fuera de cuadro o están ocultas por el montaje. Eso aumenta el interés
del espectador en cuanto fomenta su esfuerzo mental por entender lo que está
sucediendo (y a la vez agota ese esfuerzo para que no sea empleado “fuera” del
discurso).
4) Vistosidad antes que sentido. El público pide
verosimilitud sólo cuando se le da tiempo de pensar. Pensar es definido en su
acepción más superficial, es decir como decodificación de la anécdota, y a esto
debe limitarse. Ir más allá es destruir el entretenimiento o incluso el fervor,
y “pensar demasiado” se sobreentiende como “cuestión de especialistas”. De ahí
que nadie espera del espectador más que una serie de lugares comunes que se
sintetizan en una de dos frases: “me gustó”, “no me gustó”. Casi siempre la
primera porque, si es realismo hollywoodense, el derroche, el desplante y el
vértigo no pueden “no gustar”.
5) Despliegue de producción y de recursos. Desperdicio como
ostentación de poder. Cuando hay poco dinero en una producción cinematográfica,
la destrucción —por ejemplo— de un automóvil es un enorme lujo y por lo tanto
se presenta en pantalla con toda la grandilocuencia y pormenorización posibles.
En cambio, una superproducción es un desplante y a una destrucción como esa
apenas se le concede un segundo en pantalla, como si realmente no tuviera importancia.
En un blockbuster lo “natural”
(realista) es tener cientos de automóviles destruidos en una sola escena, o
edificios, o ciudades enteras. Lo cuantitativo
se
infiere como lo único cualitativo.
6) Persecuciones. El público se cansa del esfuerzo por estar
entendiendo los resortes argumentales, las motivaciones, el sentido de detalles
significativos, y se entrega gozosamente a las secuencias de “acción” que no le
piden interpretación y se limitan a ofrecerle peripecia vertiginosa.
7) Rechazo al maniqueísmo, ambigüedad moral. Se considera
burda la separación tajante de personajes “buenos” y “malos”. Pero esa separación
es una “ley”, y sigue existiendo: se compensa dando a los malos un elemento “redentor”
(por lo general un pasado de sufrimiento, vejación o atrocidad, antecedente que
les permite ser bestiales, sádicos y sanguinarios contando a la vez con una
forma oscura de conmiseración en el espectador) e incluyendo en los buenos
emociones que antes se consideraban indignas de un héroe, como el miedo (éste
en primer lugar porque es el menos éticamente comprometido), rencor, envidia y
toda clase de resortes “oscuros” (este es el secreto del éxito de la versión dark knight de Batman).
8) Determinismo ideológico vestido de destino. Los guiones
hollywoodenses, cada vez más “realistas”, están llenos de giros, encuentros y
casualidades (Deus ex machina) que, si
fueran examinados cada uno con ese detenimiento que Hollywood no permite, se
revelarían como lo más alejado posible del “realismo”. Si el público los acepta
gustosamente es porque, película a película, giro a giro, construyen un
trasfondo subliminal que es inferido como destino.
El sobreentendido de fondo es “No podría haber sido de otra manera”, es decir, “Todo
está escrito”. La libertad que se “concede” al espectador es la que se espera
que ejerza en la vida cotidiana: la aceptación de un destino, o en otras
palabras: la historia y el presente del mundo no pueden ser de otra manera.
9) La tecnología sustituye al humanismo. En mil discursos
hollywoodenses se demostrará (siempre de manera subliminal y nunca puesta en
palabras) que lo humano es una breve serie de emociones primarias falsamente
revestidas con pensamientos más o menos inútiles. A la vez el acento se coloca
en la tecnología, que es lo único que avanza, se ramifica y depura, devorándose
a sí misma a tan rauda velocidad que lo que ayer era deslumbrante hoy es démodé. El propio Hollywood es
tecnología, y se proclama como el hardware
siempre más moderno (state-of-the-art),
pero no es sino un único software que
cambia de vestimentas.
10) El mal absoluto. Los personajes buenos o nobles sufren
infinitamente para lograr al final de cada filme una victoria relativa,
transitoria, provincial, puesto que el mal de fondo renace de una película a
otra, cada vez más poderoso y letal.
*
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