DGD: Textiles-Serie verde 12 (clonografía), 2009 |
sábado, 16 de noviembre de 2013
Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XXXIV: Apuntes finales 5)
(XXXIV) Apuntes
finales 5
En Poética y profética (1985), libro capital de la cultura hispanoamericana, Tomás Segovia hace una
lista de ciertos hábitos tan profundamente arraigados en nosotros que ya ni
siquiera los vemos como hábitos, sino como hechos consustanciales, y que sin
embargo en cualquier época pasada (o también futura, espera Segovia en una
búsqueda de sanidad mental) habrían provocado un insuperable asombro y una
apabullada estupefacción —cuando no una hilaridad irrefrenable. Estos hábitos
son los siguientes:
Hacer de la disidencia un academismo; de la protesta un
estilo aclamado; de la ruptura una tradición (como dice Octavio Paz); de la
revolución una institución (como proclama el partido dominante mexicano); de la
singularidad un gregarismo (como propone la publicidad); de la originalidad una
norma niveladora; de la agresión al espectador un éxito artístico; de las
declaraciones subversivas la mejor manera de hacer una brillante carrera
oficial, y hasta del socialismo un burocratismo.
En un espléndido ensayo de 1969 sobre La obediencia nocturna
de Juan Vicente Melo, Segovia ya había comenzado esa lista:
Hacemos del socialismo una opresión, de la libertad una
burocracia, de la desmitificación del poder una dominación despiadada, de la
relatividad de los méritos y los derechos una cínica injusticia, de la
contingencia de las razas y las naciones una explotación descarada; hacemos
incluso de la mirada desdoblada que mira su inconsciente un dogmatismo, y hasta
de la libertad y la imaginación de las ciencias puras un desprecio autoritario
del resto del pensamiento humano.
*
Si no es muy claro en qué pasado las cosas eran distintas (y
tampoco ese futuro en que tales conductas serían inconcebibles como hábitos),
ello se debe a que en la civilización occidental las épocas se ignoran, y sobre
todo a que toda modernidad se funda en esa ignorancia deliberada. Lo que para
una época sería un defecto, una corrupción, una psicopatía y hasta un crimen,
para otra es costumbre y modus vivendi
plenamente aceptado como parte de lo “normal” (que para aumentar la
manipulación de las palabras, se dice “natural”).
Segovia intenta
conjurar lo equívoco por medio de una re-definición: así, propone considerar a la
contracultura como cultura y al contrapoder como poder, “aunque en sentidos
divergentes: la primera porque la cultura, por su diversidad misma, por la
imposibilidad de clausurarla y centrarla, porque todo lo humano cae dentro de
ella sin que nada la rebase, es en su indefinición y su inacabamiento una y la
misma, y por eso siempre tradición. La unidad indefinida e inacabada del
sentido describe simultáneamente a la cultura y a la tradición”.
Segovia
insiste en que no se puede dividir lo indefinido e inacabado; dicho de otra
manera: es más sano verlo todo como tradición,
de donde se obtiene no la confirmación del determinismo sino lo contrario: “no
dividir ni clasificar para poder nadar a gusto en lo no clausurado, o sea en la
cultura”. Esta sería la postura básica no sólo de todo artista sino de todo
participante de la modernidad.
*
El problema, desde luego, estriba en que la palabra hábito (cuyos sinónimos son práctica, costumbre,
rutina, uso, usanza, moda, experiencia o conducta), guarda una relación íntima
con la palabra tradición. Basta ver lo
fácilmente que los hábitos enlistados por Segovia se han vuelto parte
consustancial de la vida “moderna”. ¿Qué diferencia habría, pues, en
considerarlos parte de la tradición? Pensar que la corrupción es parte de la
cultura y la psicopatía un componente de la vida no resuelve nada y en realidad
se vuelve de nuevo del lado de lo indefinido y lo inacabado, que no se puede
dividir, y tampoco, por tanto, multiplicar.
Hay una
diferencia, sin embargo, cuando la consideración se corre a otro nivel: hay una
tradición verdadera (esa a la que
Segovia alude) y una “tradición” manipulada,
entre comillas, que ha sustituido a aquélla. Esos hábitos de nuestra modernidad
son evidentemente partes de la tradición manipulada y, por tanto, son rupturas
de la tradición verdadera.
*
Sólo una tradición diabólicamente manipulada (acaso Segovia
diría, mejor, enajenada) puede hacer
que tradición y ruptura sean nombres de la misma rutina (hábitos), y así sucede
—escribe Segovia— que “arremetemos contra puertas abiertas, seguimos debatiéndonos
para soltarnos de unas camisas de fuerza que yacen a nuestros pies, nos
lanzamos en heroicas empresas de liberación sin querer ver que todas las
liberaciones proliferan y nos invaden por doquier”.
*
Los puristas exclamarán con un cierto escándalo que la
tradición no puede manipularse. No, pero puede poco a poco, muy gradualmente,
ser sustituida, de tal forma que la sustitución no se note (del mismo modo en
que no notamos lo que para cierto pasado sería atroz, absurdo e inaceptable).
*
Sólo una “tradición” demoniacamente manipulada hace posible
que día a día aparezcan “rupturas” rutinarias, inmediatamente aplaudidas en
revistas y suplementos culturales (los pocos que quedan con “renombre” son, en realidad,
neoliberales), e incluso que esa pequeña ruptura
sea el móvil principal de numerosos artistas jóvenes que, si hubieran vivido en
el tiempo de la única verdadera ruptura (el romanticismo), verían sin tapujos
el diminutivo que, sin que se den cuenta, los esclaviza a —y los pone al
servicio de— la tradición que nos
infesta: aquella que está hecha de pequeñeces.
* * *
Ese país que quiere ser representado por una estatua de la
libertad, a la vez no quiere darse cuenta de lo contradictorio que él mismo ha
vuelto a este símbolo. En rigor, la libertad no podría ser representada sino
por un huracán: el movimiento vertiginoso, cambiante, imprevisible, abierto a
todos los vientos. Se estaría más cerca si se quisiera simbolizarla por medio
de una fuente inmensa —agua literalmente viva—, como la que hay en el lago de
Ginebra (el Jet d’eau del lago Leman
que alcanza hasta 140 metros de altura), pero aun esto sería equívoco por fijo en una sola coordenada del planeta: un verdadero símbolo de la libertad, honestamente representado, tendría que brotar espontáneamente en donde le diera la gana, sin aviso, sin programas ni horarios, sin restricción de ninguna especie.
*
Podría argumentarse que la estatua “simboliza” al
movimiento, y que el fuego petrificado de la antorcha “sugiere” la idea de un
fuego vivo. En otras palabras: simbología y literalidad son opuestos, y ello
permite al arte de la escultura representar al fuego, al agua, incluso al aire,
sin hablar de la alegoría a través de la cual llegan a la piedra conceptos
abstractos como fraternidad, piedad, soberanía y... libertad. Aceptar este
argumento requiere un uso de niveles, es decir un empleo de la imaginación del
que en este caso específico nadie en realidad echa mano. El fuego de piedra y
la misma postura estacionaria de la estatua son tan convencionales como la
propia “libertad” a la que se festeja.
*
En una placa de bronce situada en la base de la escultura
puede leerse un soneto de Emma Lazarus, en el que esta autora la describe como A mighty woman with a torch, whose flame / Is
the imprisoned lightning (“Una poderosa mujer con una antorcha cuya llama /
Es el relámpago aprisionado”). Ese es el verdadero símbolo que nadie quiere ver:
el relámpago aprisionado.
Así se
contempla a la “tradición”: un algo fijo, llamativo, turístico, que puede visitarse en horas hábiles bajo severa vigilancia.
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