DGD: Paisajes-Serie ártica 4 (clonografía), 2009 |
viernes, 17 de enero de 2014
Fragmentario (XI)
Enemigo silencio
En un bello libro llamado Anam Cara. El libro de la sabiduría celta (1997), John O’Donohue cuenta la
siguiente anécdota:
En Sudamérica, un periodista amigo mío conoció a un viejo
jefe indígena a quien quería entrevistar. El jefe accedió con la condición de
que previamente pasaran algún tiempo juntos. El periodista dio por sentado que
tendrían una conversación normal. Pero el jefe se apartó con él y lo miró a los
ojos, largamente y en silencio. Al principio, mi amigo sintió terror: le
parecía que su vida estaba totalmente expuesta a la mirada y el silencio de un
extraño. Después, el periodista empezó a profundizar su propia mirada. Así se
contemplaron durante más de dos horas. Al cabo de ese tiempo, era como si se
hubieran conocido toda la vida. La entrevista era innecesaria. En cierto
sentido, mirar la cara de otro es penetrar a lo más profundo de su vida.
Sin duda, la segunda parte de la moraleja es cierta, sobre
todo porque al decirla el autor consiente la relativización “En cierto sentido”,
pero la primera parte es falsa. Justamente después de haber pasado esta intensa
experiencia, y cuando, en efecto, “la entrevista era innecesaria”, era
precisamente el momento de iniciarla. Era el momento para comenzar el diálogo,
que no sería tanto un conocerse (porque “era como si se hubieran conocido toda
la vida”) como un dar comienzo a la parte más ardua del encuentro: poner en palabras
ese abismal silencio en el que los interlocutores se han conocido. Justamente
después de haber penetrado uno en lo más profundo de la vida del otro, y por
tanto en la de sí mismo, era necesario asumir el mayor de los desafíos: poner
ese silencio en palabras, para que no se lo tragara el Gran Silencio.
El silencio
nunca será amigo de lo humano, que es lenguaje; incluso los intersticios de
silencio de ese lenguaje son lenguaje, mientras que el Gran Silencio no
pronuncia sino más silencio.
Basta imaginar
el libro que habrían escrito esos interlocutores, y cuántas vidas habría
cambiado ese libro. No queda sino lamentar que creyeran que “la entrevista
(escrita, hablada) era innecesaria”, creencia que los llevó a dejar fuera de
esta profunda experiencia al resto de sus semejantes.
“El silencio
es hermano de lo divino”, dice O’Donohue, y cita al Maestro Eckhart, según el
cual “nada en el mundo se parece tanto a Dios como el silencio”. Precisamente
por ello, mientras averiguamos si realmente sólo el silencio es grande, como
quería el místico Alfred de Vigny, hablemos: es la única forma humana de
acercarse a lo divino, que es en sí mismo callar.
*
La mirada del maestro
Sólo Conrad fue capaz de ver, en un recién nacido, “el aire
agitado de un pájaro atrapado en una red”. La metáfora es portentosa,
magistral: ya podemos entender por qué tenemos esa misma sensación, que sólo
ahora podemos poner en palabras, de algo que se inquieta en el fondo de los
ojos de los recién nacidos: un alma que se estremece al verse atrapada en una
red llamada cuerpo.
*
Territorialidad
Se dice que los perros son “territoriales”, de acuerdo con
esas mecánicas antropomórficas que se apoyan en similitudes forzadas. Porque
hay aquí un deliberado error de apreciación: lo que los perros hacen no es
marcar su propiedad sino su pertenencia.
No marcan aquello de lo que son dueños, sino aquello a lo que pertenecen.
Haríamos bien en ir hasta el fondo con el antropomorfismo y no sólo quedarnos
en lo que nos conviene, es decir, en lo que conviene al poder humano para
justificarse.
*
La antigüedad del
mundo
En la Roma antigua, el poeta latino Lucrecio, que vivió un
siglo antes de Cristo, advertía: “A mi ver, el mundo no es antiguo; apenas
acaba de nacer”. Ya en la modernidad en la que vivía Lucrecio se contemplaba al
mundo como antiguo, puesto que este poeta niega esa idea según la cual el
pasado es como una inmensa carga que aumenta a cada segundo y nos aplasta las
espaldas. Dos milenios después de Lucrecio, a nosotros, lo mismo que a toda
modernidad, nos toca decir exactamente lo mismo. Y no porque el mundo “recomience
con cada modernidad”, sino porque literalmente
acaba de nacer.
*
La luna, por enésima
y primera vez
¿Cuántas veces la literatura de todos los tiempos y
latitudes ha hablado de la luna? Acaso tantas que más que nunca habría motivos
suficientes para dar la razón a la apesadumbrada y maliciosa opinión según la
cual todo está escrito y resulta imposible encontrar una fórmula verbal inédita
que transforme a su pasado y por tanto a su futuro. Y sin embargo, el lector de
Stevenson encuentra hacia la mitad de El
extraño caso del doctor Jekyll y míster Hyde la siguiente frase que parece de
paso: “Una luna pálida yacía de espaldas sobre el cielo como si el viento la
hubiera tumbado, náufraga en un mar surcado por nubes ligeras y algodonosas”.
Los cazadores
de metáforas encontrarán tal vez numerosos antecedentes y hasta repeticiones casi
literales; no importa, porque esta oración es esencialmente distinta de todas
las que se le podrían contraponer en un vano intento por relativizarla:
Stevenson ha dicho lo inimaginable, ha abierto la realidad, ha dicho algo nuevo y lo ha hecho con toda humildad,
sin vanagloriarse de su hallazgo y por tanto sin exigir del lector un homenaje.
Ahí queda el milagro, sin reverencias exigidas y casi sin rastro. No otra cosa
es la verdadera poesía.
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