DGD: Redes 210 (clonografía), 2012. |
jueves, 6 de noviembre de 2014
El pacto
En la lengua inglesa, la palabra Good
pierde una letra para volverse God; por su parte, la palabra Evil
gana una letra para volverse Devil. Parece una representación
lingüística de la interpretación de ciertos heresiarcas según la cual Dios creó
al diablo con una función específica: la de una especie de mutua preservación.
Esto resulta inquietante incluso a nivel visual:
la letra “O” que pierde Good (el bien) para volverse God (Dios)
es idéntica al cero (0), símbolo de la nada (la creación se da ex nihilo).
En el otro lado de la balanza, la letra “D” que gana Evil (el mal) para
volverse Devil (el diablo) es claramente la mitad de la “O” o del cero:
la “mitad de la nada”. O bien, una creación a partir de la nada y repartida en
mitades.
Simbólicamente, el bien pierde una letra
primigenia (O) para que Dios exista; a la vez, otra letra (D, que
figurativamente es la mitad de aquella y que además es la letra que en español
inicia a las palabras “Dios” y “diablo”) convierte al mal en el demonio. El
antagonismo entre ambos adversarios parece más bien histriónico, una impostura
de ambas partes, y la forma en que se comportan sugiere una secreta amistad, un
pacto de potencias ocultamente aliadas que se fingen enemigas para engañar a
terceros. Ese pacto secreto hace posible y hasta indispensable el mundo humano:
en ninguna otra parte los contendientes podrían “oponerse” (es decir,
colaborar). Aún más: sin ese mundo, no existirían.
Entre todos los hombres de lucidez insobornable
que han tratado de extraer algún sentido de la lectura simbólica de las
Escrituras, Robert Green Ingersoll formula la más simple, la más incontestable:
“¿Por qué el demonio en el inframundo debería atormentar a los pecadores, que
son sus amigos, para agradar a Dios, que es su enemigo?”. Con la serena
contundencia que lo hizo el más famoso agnóstico del siglo XIX, Ingersoll
agrega:
¿Por qué Dios creó a esos ángeles
sabiendo que iban a rebelarse? ¿Por qué deliberadamente esparció en el cielo
las semillas de la discordia, sabiendo que lanzaba a esos ángeles al lago de
eterno fuego, sabiendo también que a partir de ellos crearía la prisión
perpetua, en cuyos sótanos resonarían para siempre los lamentos y agonías del
dolor sin fin? [...] ¿Por qué Dios permite a estos demonios salir de su prisión
y solazarse a expensas de las criaturas ignorantes? ¿Quiere a sus criaturas
desviadas y corrompidas para que él pueda tener el placer de condenar sus
almas? [...] ¡Qué tonta es la infinita sabiduría! ¡Qué malévola es la
misericordia! ¡Qué vengativo es el amor sin límites!
En la modernidad, nadie sensato cree en la
existencia del diablo, ni siquiera los religiosos que sí creen en la existencia
de Dios. El fundamentalismo católico sigue insistiendo en que el diablo no es
sino “una personificación del mal”, mientras que jamás dirá de Dios que “no es
sino una personificación del bien”: la existencia de la divinidad es verdadera
y literal, mientras que la de Satán es “meramente simbólica”. A la vez, la
modernidad descree de la noción del bien, o sencillamente se aburre con ella.
Tampoco cree en la existencia verdadera y literal del diablo, y sin embargo sí
cree en el mal, y tanto, que acaso no cree en otra cosa.
Este curioso Lucifer de las Escrituras lo sabe
todo: que será derrotado; que su final es un fracaso eterno; que cada uno de
sus pasos lo lleva a la catástrofe infinita. Y sin embargo va, como si no lo
supiera o no quisiera saberlo. O como si justamente esa fuera su función, la de
ser la esencia misma de la creación, el referente máximo sin el cual la
divinidad no existiría. El planeta humano parece también el jaloneo entre un
Dios que es literal y un diablo que es “personificación”: el bien y el mal se
crean uno a otro en un curioso reparto de tierras. La luz parece depender más
de la oscuridad que ésta de la luz.
Robert Musil expresa esto con tajante síntesis
en una entrevista realizada en 1926 sobre la base filosófica de la novela que
escribía en ese momento y cuyo nombre habría de ser El hombre sin atributos:
“El mundo no puede existir sin el mal, porque el mal nos trae el movimiento. El
bien sólo provoca la parálisis”. A continuación Musil parece describir
directamente al eterno arquetipo de Nadie: “El hombre no es nunca algo acabado,
no puede llegar a serlo. Teniendo la sensación de que su existencia es algo
contingente, puede tomar todas las formas, como si fuera una masa gelatinosa”.
La figura de Nadie es entendida como la
personificación de la no-persona, la temible presencia de una ausencia, el
símbolo del vacío. Mas ¿no lo es también el diablo? Si éste es concebido como
“personificación” (una representación, una alegoría) mientras que Dios es
“persona” (algo verdadero y literal), entonces toda personificación es atributo
demoníaco, así como todo lo literal es un atributo de la divinidad. Pero al
mismo tiempo (y he aquí lo endiablado del asunto), lo que el diablo personifica
es a quien no es una persona, es decir, al ser que carece de personalidad: a
Nadie. El mundo puede no ser un infierno, pero es la aterradora casa del
diablo. Al menos, Dios no parece tan a gusto “aquí” como su contraparte.
En el pacto entre bien y mal, este último parece
más indispensable que aquél; como un eco de ese pacto, todo lo que se refiera a
la persona (porque es atributo divino) parece más ajeno al hombre que la
personificación (porque es atributo demoníaco). Así, en el mundo humano hay
menos personas que personificaciones, es decir, acumulación de máscaras,
representaciones, roles, imposturas, actuaciones. Y tanto la saturación de todo
esto como su ausencia llevan directamente a la figura arquetípica de Nadie, que
genera pavor. Acaso este horror proviene del mismo punto que lleva a Green
Ingersoll a exclamar:
Es mucho mejor no tener cielo que tener
cielo e infierno. Mejor carecer de Dios que contar con Dios y el diablo. Mejor
descansar en un sueño eterno que ser un ángel y saber que mis seres queridos
sufren dolor eterno. Mejor vivir una vida libre y amorosa, una vida que termina
para siempre en la tumba, que ser un esclavo inmortal.
Tironeados desde tantos polos contrapuestos, los
seres humanos no detentan otra identidad que la crisis de identidad. No hay
personalidades irrepetibles sino una crisis que cada quien experimenta a su
manera.
Existe otra lectura posible de ese sospechoso
pacto entre el bien y el mal que parece tan evidente en todos los niveles de la
cultura: es la terrible intuición de los Evangelios gnósticos, los cátaros y la
herejía albigense: un supremo demonio tomó el lugar de Dios y se disfrazó de
temible deidad. Es el dios celoso y vengativo de la Biblia, aquel que, como un
vampiro, despojó a cada hombre de su divinidad interior y se la apropió para
evitar que la raza humana tomara posesión, como estaba escrito, del cosmos en
todos los niveles, especialmente el espiritual.
El nombre de este poderoso demonio, según los
gnósticos, es Yahvé. No habría, pues, ningún pacto: el mal, absoluto, usa al
bien como una máscara, un pretexto de dominación, sojuzgamiento y despojo
ulterior. Luego de succionar la chispa divina en cada criatura (la “O”
apropiada a la mitad, como “D”), Yahvé aplastó a todas ellas con la noción de
un pecado ajeno, y les enseñó a esperar a un Mesías exterior. Para esta
agudísima herejía, sólo existe una divinidad: la gnosis, el conocimiento último.
El bien es una posibilidad interior.
*
Bibliografía
Robert Green
Ingersoll: “The devil” (1899), en Collected works, 12 vols., Reprint
Services Corporation (Notable American Authors), Los Ángeles, 1999. Cf. Best
of Robert Ingersoll: Selections from his writings and speeches, Prometheus
Books, Buffalo, 1983.
Entrevista a Robert Musil por Oskar Maurus
Fontana, en Literarische welt, Berlín, abril 30 de 1926. Reproducida en Nexos,
n. 31, México, julio de 1980.
*
[De Libro de Nadie 3. Leer el capítulo siguiente.]
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