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DGD: Textiles-Serie blanca 27
(clonografía), 2010
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El debate acerca del mal se relaciona
íntimamente con la cuestión del ser, y es aquí en donde muestra sus enigmáticas
ligas con el eterno arquetipo de Nadie. En primer lugar los teólogos se han
hecho un cuestionamiento: ¿por qué si Dios previó que sus criaturas iban a usar
el libre albedrío para su propio daño, no se abstuvo de crearlas, o por qué no
lo hizo con algún “resguardo” para que no hicieran ese mal uso, o de plano
denegándoles totalmente ese don? Santo Tomás responde que Dios no puede cambiar
su mente, porque la voluntad divina está libre del defecto de flaqueza o
mutabilidad.
Gran tema es este: para demostrar un argumento positivo
respecto a la divinidad, los teólogos ortodoxos se ven en la necesidad (nunca
asumida del todo) de negar el primer atributo de Dios, la omnipotencia. Ésta
queda refutada de modo inquietante: el Creador no puede esto, es incapaz de
aquello. Se trata de la misma gran afirmación humana (que tiene mucho de consuelo
y a veces de venganza torva) de la que también se valen paganos y heresiarcas:
la divinidad está limitada por su propia carencia de límites.
Irrefutable a nivel lógico: la flaqueza, la variabilidad,
la inconstancia (incluso la adaptabilidad) son defectos de la voluntad, y la de
Dios no puede tener defectos; no puede, por tanto, cambiar de parecer,
modificar en el camino, corregir el rumbo. Ante todo, haber evitado el mal en
la Creación (defecto en la naturaleza divina) le resulta imposible, porque si
el propósito de Dios fuera dependiente del acto libre de cualquier criatura,
Dios estaría sacrificando su propia libertad, es decir que se sometería a sus
criaturas y abdicaría de su supremacía esencial. No obstante, para la
imaginación popular es precisamente eso lo que la divinidad parece haber hecho:
someterse y abdicar. El laberinto lógico de la teología es vertiginoso: ¿en qué
modo puede conciliarse la libertad infinita de Dios y el que no puede hacer uso
de ella (cambiar de parecer, modificar en el camino, corregir el rumbo)?
A nivel mítico, esta discusión está presidida
por una pregunta aparentemente simple: ¿por qué la divinidad crea? En otras
palabras: ¿por qué Dios eligió crear, cuando la creación de ninguna manera era
necesaria para su propia perfección? Santo Tomás contesta que Dios crea para
manifestar su propia bondad, poder y sabiduría, y que se complace con su
reflejo o semejanza, reflejo en el que consiste la bondad de la creación. El
placer de Dios es “motivo sumamente perfecto para la acción, semejante al
propio Dios y a sus criaturas. No se debe a cualquier necesidad, o a la
necesidad innata de la naturaleza divina”, argumenta Tomás, sino a que “Dios es
el origen, centro y objeto de toda la existencia”. Esta es la razón suficiente
para la existencia del universo, incluso para el sufrimiento, introducido por
el mal moral.
“Dios no ha creado al mundo para bien del
hombre”, continúa Tomás, “sino para su propio placer, pero es bien para el
hombre, cuando éste se adecua al supremo propósito de la creación, y es mal
cuando se aleja de él”. Podría pensarse, pues, que el sufrimiento entre los
hombres causa a Dios el mismo placer que la bondad entre ellos, puesto que
ambos, bien y mal, son parte de su creación hedonista (“para su propio placer”).
La ironía es una suerte de respuesta en la novela Twinkle, Twinkle, Killer
Kane (1966) de William Peter Blatty, uno de cuyos personajes exclama: “La
infinita bondad significa crear un ser que uno sabe por anticipado que se va a
quejar”.
En otra de sus novelas (también llevada al
cine), Legion, Blatty expone la teoría del “Ángel”; según ésta, la caída
del hombre fue anterior a la creación del universo; antes del Big Bang,
la humanidad era un solo ser angélico que cayó de la gracia divina y a quien se
dio una transformación en el universo material como una forma de salvación. El
objetivo era que este ángel originario, dividido en una legión de
personalidades fragmentadas, evolucionara espiritualmente (“¿Puede haber un
acto moral sin al menos la posibilidad del sufrimiento?”) y volviera a su
estado original, el del ser angélico unitario. Este proceso se menciona en la
primera página de la novela más famosa de Blatty, The Exorcist, en la
frase “La materia es el esfuerzo de Lucifer por remontar sus pasos y regresar a
su Dios”. En esta ingeniosa revisión de la teología no hay demonio o, mejor
dicho, la humanidad misma lo es: la legión humana navega dolorosamente por el
universo material, que fue creado sólo para posibilitarle un modo de redención,
de vuelta a su origen y para recuperación de la gracia.
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