DGD: Textiles-Serie roja 12 (clonografía), 2008 |
viernes, 6 de noviembre de 2015
Auras y rasgos del ensayo (I)
[Conferencia leída en el Centro de Estudios de
Historia de México, Biblioteca Ernesto de la Peña, Salón Azul, octubre 26 de
2015, dentro del ciclo de conferencias “Arte y práctica de los géneros
literarios”.]
1. Ambigüedad. Cuando se trata de definir
el ensayo uno se encuentra con numerosas definiciones parciales y ninguna
general. Quizás si se hurga bien esto suceda también en los otros géneros, pero
en ninguno de un modo tan persistente, tan significativo, como en el ensayo, a
tal grado que está amenazado, según Liliana Weinberg, de varios peligros: “el
de una nueva forma de elitización, el de la banalización y el de la pérdida de
límites”. Pero esta cuestión de los límites genéricos es muy especial en el
ensayo; los demás géneros (novela, cuento, poesía, dramaturgia) se adaptan a
sus límites, los abrazan y aceptan como reglas del juego, mientras que el
ensayo parece buscar los límites genéricos para romperlos en cuanto los encuentra,
como si huyera de tener una definición. (O dicho de otra manera, como si su
única definición posible fuera escapar de la definición.)
Revisemos
las más recurrentes de estas definiciones parciales que circulan en torno al
ensayo, a las que llamaremos rasgos,
para ver si al final, sumando esos rasgos sueltos, logramos dibujar un rostro,
o al menos entreverlo. Hay también en torno al ensayo una serie de inferencias,
de sobreentendidos que actúan como definiciones transitorias, provisionales,
casi una por cada ensayo; las llamaremos auras
y trataremos asimismo de mencionar las principales.
Hay
un aura de ambigüedad en el ensayo que sin duda se debe, en primer lugar, al
propio nombre. Una anécdota sirve para ilustrarlo. Alejandro Toledo fue una vez
jurado en un concurso de ensayo dirigido a preparatorianos y universitarios, y
me contaba que una gran cantidad de los textos que llegaron eran proyectos de cuentos,
fragmentos de novela en proceso, apuntes de diario, poemas de hechura muy
suelta, bocetos de obras de teatro... Y es que estos concursantes habían entendido
literalmente la palabra “ensayo” en su primera acepción: intento, prueba,
tanteo, experimento, tentativa, exploración, búsqueda. El hecho de que fuera un
concurso dirigido a estudiantes fomentó en ellos la idea de que lo que se pedía
eran escritos primerizos con “intenciones de”, y por eso habían enviado textos casi
en estado de “borrador”, como los que suelen someterse en los talleres de
escritura.
La
anécdota no se limita a ámbitos estudiantiles y explica que el ensayo, aunque
ha ganado duramente una categoría de “género”, sigue rodeado por un aura más de
intención que de cumplimiento, más de tanteo irresponsable que de demostración
seria. E incluso analistas del ensayo como Glaudes y Louette lo definen como un
“balance perpetuo entre la convicción y la duda”, es decir entre la seguridad y
la tentativa. Pero es Robert Musil quien lo atrapa en toda su gama: “Ensayo es:
en un terreno en el que se puede trabajar con precisión, hacer algo con descuido...
O bien: el máximo rigor accesible en un terreno en el que no se puede trabajar
con precisión”.
2. Irresponsabilidad. Una analogía resulta útil
cuando se recuerda el modo en que la palabra “ensayo” es utilizada en las artes
escénicas y el cine: una depuración paulatina, un proceso privado de práctica y
afinación que termina cuando se considera que la obra ya es presentable,
estrenable, definitiva. En inglés sucede lo mismo, y aunque hay una palabra
para el estudio o el texto erudito, essay,
termina significando lo mismo que rehearsal,
es decir práctica o enumeración, sustantivos que se relacionan con el verbo to drill,
que es enseñar por medio de ejercicios o repeticiones. En francés y otros
idiomas el ensayo escénico es referido directamente con palabras que significan
“repetición”. En cierto modo, esto explica que el ensayo tenga esa aura de
“inacabado”, es decir, de parte de un proceso privado de depuración que se
publica de modo más bien prematuro y por tanto irresponsable, en el sentido en
que sería irresponsable hacer ensayos teatrales con público.
Cuando finaliza la etapa de ensayos preparativos para una
obra de teatro, ésta es estrenada y deja de llamarse “ensayo”: ya es la obra
definitiva, depurada, seria, cerrada (aunque en la práctica se sabe que toda
obra —y ya no sólo en el territorio del teatro— se sigue depurando aún después
de su publicación, es decir de su
presentación en público). Esto explica que si algo es llamado “ensayo”, se
cubra automáticamente con un aura de preparación, de “aún no definitivo”, de
irresponsable y abierto. No dudaríamos de calificar de irresponsable a un
escritor que diera a la imprenta un work
in progress, un texto al que sólo ha trabajado a medias y que publicara ya
fuera por travesura, por cansancio o por apresuramiento, y que por tanto no
respondiera al respeto debido a los lectores, a la literatura o a la propia
necesidad expresiva del autor.
No
deja de haber en el ensayo, pues, un cierto sobreentendido de desplante, de
parto prematuro, de “broma estudiantil”. La mayoría de los autores de ensayo
intuyen esto y una parte de sus textos, o el tono mismo de esos escritos, se
ocupa de demostrar que quienes los escriben son serios y responsables, que
tienen la autoridad suficiente y un dominio sobre su tema. Esta especie de
presentación de credenciales se da a veces en otros géneros, pero en el ensayo
es inherente.
Nuestra modernidad es altamente racional y está sujeta al
especialismo: se espera que el historiador hable de historia, el politólogo de
política, el filósofo de filosofía, etcétera, para lo cual debe haber ganado
antes una autoridad, esto es, haber
pasado por un proceso académico que lo capacite para dominar su especialidad.
Si el historiador habla de pronto sobre literatura o el filósofo sobre
deportes, pierde un poco (o un mucho) de su autoridad. Debe, pues, justificar
debidamente el salirse de su terreno
si quiere ser tomado en serio.
Esta
aura de “irresponsabilidad” en el ensayo puede verse de otro modo, puesto que lo
irresponsable, lo suelto, lo espontáneo son atributos de lo lúdico. De ahí
surge otro rasgo del ensayo, que es muy importante, y de ahí que con frecuencia
se le llame juego de ideas.
Aquí
hay que decir que la relación entre el ensayo y el juego es casi siempre
sobreentendida (es un aura, no una categorización), y por tanto no hay
especificaciones: cada quien juega a su manera. Hay quienes definen al juego
como lo hacen los media, es decir
como pura irresponsabilidad y arbitrariedad (e incluso ingenuidad), algo a lo que no se puede
tomar en serio; pero hay quienes saben relacionarlo con lo sagrado y lo ritual,
y así se entiende la afirmación de Julio Cortázar: “Para mí la literatura es un
juego, pero un juego muy serio”. Cortázar nos hace recordar que el niño juega
con una seriedad absoluta, con una entrega total, y que nada le parece más
banal que el mundo adulto que lo espera cuando ese juego tenga que
interrumpirse. El juego es “irresponsable” respecto a ese mundo exterior,
adulto, pero inmensamente responsable respecto a su propio mundo y a sus
propuestas particulares. (No está nada lejos de esto la definición de Virginia
Woolf, según la cual el principio del ensayo “es simplemente que debe dar
placer”, puesto que constituye “una intensificación de la vida” por su poder de
visión.)
*
Bibliografía
Liliana Weinberg: Pensar el
ensayo, Siglo XXI, México, 2006.
Pierre Glaudes y Jean-François Louette, L’essai, Hachette, París, 1999.
Robert Musil: Ensayos y
conferencias, Visor, Madrid, 1992; trad. José L. Arántegui.
Virginia Woolf, “The
modern essay”, en The Common Reader
(1925), Hogarth Press, Londres, 1951.
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