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viernes, 15 de diciembre de 2017
El misterio de los actores y de la actuación (V)
El silencio
Mike Nichols define la esencia de una obra de arte narrativo
como “algo que el público percibe y que es más importante de lo que cualquier
personaje está diciendo. Sin eso no hay drama. Subraya al texto, lo soporta,
está inspirado en el texto y es más verdadero que el texto”.
En una
emisión del programa televisivo mexicano llamado TAP (Taller de Actores
Profesionales), muy similar en espíritu a Inside the Actors Studio, al actor Roberto Sosa se le pregunta qué es
el arte y responde con un prolongado silencio. Cuando comienza a haber risas e
incomodidad en la audiencia, aclara: “El silencio. El silencio de la
conciencia, el silencio del espíritu que se manifiesta a través de distintos
lenguajes”. Ha respondido a través de su profesión, aludiendo a lo que Nichols
llama suceso y que es lo que “ocurre
por debajo o a un lado o alrededor o a pesar de las palabras”.
Cuando se le
cuestiona respecto a la vocación del actor, Sosa recuerda una declaración de
Michael Caine: “Aquel que se acuesta en la noche absolutamente convencido de
que lo que quiere en la vida es ser actor, y se despierta aún más convencido de
ello, que se dedique a otra cosa. Si tú tienes la firme convicción de que es
eso a lo que quieres dedicarte, todo va a confabular en tu contra”. Si se unen
ambas ideas resulta una definición del actor como un artista 1) cuya
enunciación más elocuente es el silencio; 2) que debe enfrentar los obstáculos
por medio de los cuales la conciencia protege a su lado oculto, y 3) cuyo
oficio radica justamente por debajo o a un lado o alrededor o a pesar de ese
mismo oficio.
El arte del actor
¿Cuál es el arte del actor? La pregunta vuelve
insidiosamente, del mismo modo en que retorna aquel popular dictum recogido por Carson McCullers en
su relato “¿Quién ha visto el viento?” (1956): “No me parece que la
interpretación sea un arte creativo, sino sólo interpretativo”.
El arte del
actor es de una complejidad tal, que paradójicamente el buen actor no es acaso
el que contempla a esa complejidad sino únicamente a las partes más “sencillas”
(lo inmediato y “objetivo”), las más elementales, una por vez. Una muestra de
ello radica en este comentario de Kiefer Sutherland:
He tratado de hacer todo en mi vida lo más simple
posible. Tomo un guión y una vez que sé cuál es mi parte, veo cuál es el
recorrido de ese personaje desde el principio hasta el fin. [...] Trato a los
personajes del mismo modo: cuál es el conflicto, cómo se enfrentan a él o lo
resuelven, cuál es el clímax y el descenso. En ese arco confino una cosa que,
en términos de conducta, es consistente desde el principio hasta el final. Eso
se vuelve para mí como el tronco de un árbol. Es lo que estará ahí en cada
escena del personaje, la cosa consistente. Todo lo que está alrededor se vuelve
las ramas. [XI-12, 23-1-2005.]
El arte de la
actuación, pues, se afina en la simplicidad de las repeticiones. Es en este
sentido que Bergman habla de la “verdad reflejada”. A decir del cineasta sueco,
la verdad de la expresión en el trabajo de un buen actor teatral (pero en el
cine es esencialmente lo mismo) viene en segundo término: primero está la
verdad de la acción, que debe llegar al público a cada instante, sin
acumulación pero tampoco sin una excesiva dilatación: se trata de un ritmo.
Según
Bergman, en el actor no debe haber ninguna vaguedad en sentimientos e
intenciones, y esto es lo primordial: con su voz, pero sobre todo con su
cuerpo, el actor constantemente envía al espectador ciertas señales (tips, sugerencias, acotaciones, matices)
que deben ser sencillas y claras. Nunca dos o más al mismo tiempo, sino siempre
de una en una, de preferencia instantánea. Es por ello que Bergman subraya la
importancia de suscitar “una ilusión de simultaneidad y profundidad, un efecto
estereofónico”.
Los actores
lanzan sus señales una a la vez, pero ellas no están desligadas de la trama
general; al contrario: son esa trama, cuidadosamente expresada (por eso la
actuación es diálogo, incluso en el monólogo: una finísima orquestación regida
por un ritmo). Es por eso que la verdad de la acción va primero, y sólo después
la verdad de la expresión. Y es aquí en donde Bergman acota: “además, los
buenos actores siempre tienen recursos para transmitir la verdad reflejada”. Es
decir, la verdad de la expresión reflejada en la verdad de la acción, o dicho
de otro modo, el contenido reflejado en la forma.
Resulta
indecible la inmensa complejidad a través de la cual se da este billar, esta
serie de señales que rebotan instantáneamente no sólo entre un actor y otro en
una escena (voces y cuerpos: suma orquestada de intuiciones) sino entre ellos y
los demás elementos de la puesta en escena (utilería, escenografía, vestuario,
música, efectos, etcétera) y que de este modo preparan la señal que habrá de
enviarse al público de acuerdo con el ritmo y la orquestación. Cuando esto se
cumple, la suma de las señales merece su nombre: verdad.
Resulta
necesario, sin embargo, examinar en cada caso esta noción de verdad, de manera particular a la vez
que universal. En su faceta de dramaturgo, Jean-Paul Sartre reflexiona sobre el
actor ideal de sus piezas teatrales:
Es bueno que el actor se sienta actor. Algunos
actores, e incluso muy buenos, se entregan enteramente y cuando actúan están en
vías de creer en lo que actúan. Viven sus papeles. Olvidan que el teatro nunca
es la vida. Otros, al contrario, sienten que representan personajes que no son
ellos mismos y se sienten actores. [Entrevista de Jacques Allan Miller en Cahiers libres de la jeunesse, 1960.
Inc. en Sartre por Sartre, Jorge
Álvarez, Buenos Aires, 1969.]
La persuasión
se revela fundamental: el primer tipo de actor se persuade de que su personaje
es real, cree en su existencia, se
olvida a sí mismo al tiempo que se entrega totalmente a la existencia de ese
otro: no actúa, sino que vive; el actor se ha borrado por completo y lo que
sucede ahí (set, escenario) no guarda ninguna diferencia sustancial con lo que
suele acontecer allá (calle, vida
cotidiana). Por su parte, el otro tipo de actor no olvida, no se borra: actúa
que vive y él es su primer espectador. Pero no hay aquí realmente ninguna
tipología: así como hay actores que no podrían entregarse si supieran que están
actuando, y actores que no podrían trabajar si sintieran al personaje como
interferencia en su vida personal, hay asimismo los que cambian de tipo según
el carácter de la obra o de lo representado. De lo único que puede hablarse
aquí es de distintas graduaciones de la persuasión.
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