DGD: Morfograma 25, 2018. |
lunes, 25 de junio de 2018
El misterio de los actores y de la actuación (XXV)
La mirada y el
misterio
Cuando en Días de una
cámara Néstor Almendros describe su experiencia como fotógrafo en un
documental basado en entrevistas (Imagine:
John Lennon, dirigido por Andrew Solt), toca ya no las entretelas de la
puesta en escena sino un punto tan esencial como inédito:
Andrew Solt hacía las preguntas, sentado lo más cerca
posible de las cámaras. Es decir, su ángulo de visión era casi idéntico al del
objetivo, y el espectador así tiene la sensación de que le están hablando
directamente a él. Pero entiéndase, los entrevistados no miraban a la cámara,
porque hay en eso algo “indecente” que pone al público incómodo. Sólo los actores
profesionales pueden mirar a la cámara. Esta técnica de la entrevista nos
permitía alcanzar una máxima sensación de intimidad sin que el público se
sintiera intruso.
¿Por qué una
persona no profesional no debe mirar a la cámara?, ¿por qué ello resulta
indecente?, ¿por qué el público se incomoda? Y en la misma medida puede también
preguntarse: ¿por qué sólo un actor profesional puede hacerlo?, ¿puede mirar a
la cámara porque está acostumbrado a mentir o a imponer, o porque ha aprendido
la técnica necesaria para que su mirada no incomode ni sea indecente?
El actor que
mira directamente a la cámara vuelve al espectador consciente de sí mismo;
consciente, como en la vida cotidiana, de que está recibiendo todo lo que hay
en una mirada: no sólo todo lo que piden y dan unos ojos que nos miran sino
todo lo que hay ahí y desde ahí se transmite, ese algo del cual el noventa por ciento es innominable, inmedible,
inconcretable. El nombre de ese “algo” es misterio.
Y es acaso esto lo que dos actores se transmiten en una escena cuando se miran:
el misterio va de uno a otro y los alimenta a la vez que se alimenta de ellos.
Cuando un
actor mira al lente de la cámara transmite este misterio que él es el primero
en no comprender. Hacer consciente de sí mismo al espectador no es acaso lo que
se trata de evitar sino que lo que no debe hacerse (si se sigue el razonamiento
de Almendros) es transmitirle “innecesariamente” el misterio, ese algo incognoscible que no va a hacer más
que distraerlo. Quizás lo “indecente” es que ni el actor ni el espectador están
realmente viéndose a los ojos. El actor mira a la cámara pero acaso imagina un
rostro, unos ojos (es él quien se distrae si mira al objeto técnico que es el
lente); el espectador está viendo una pantalla, grande o pequeña (es afectado
por el poder de una mirada pero no puede dialogar con ella). Quizá lo que
incomoda es la frustración de recibir el misterio pero no poder responderlo.
Acaso no a otra cosa se llama “verdadera intimidad”.
Lenguaje de lo
involuntario
En la banda de comentarios del DVD de una película de
ciencia-ficción, Misión a Marte
(Brian de Palma, 2000), a la altura de una de las secuencias más vistosas, desarrollada
en el interior de una sonda espacial en supuesta ausencia total de gravedad,
varios técnicos cuentan sus experiencias durante la ardua coreografía diseñada
por el director en un largo y complejo plano-secuencia. El técnico en efectos
especiales comenta que el actor Gary Sinise se vio obligado a permanecer de
cabeza durante periodos prolongados en el rodaje; el técnico agrega, con toda
naturalidad, que al final del plano el actor tenía el rostro rojo debido a la
postura, y que ese tono debió ser corregido en la post-producción.
Hacia el
final de la cinta, el mismo actor realiza un portento en un prolongado primer
plano: se le encierra en un tubo de plexiglás que paulatinamente es llenado de
agua; según la convención del argumento, se trata de un fluido oxigenado que
permite respirar al personaje. Así sumergido, Sinise evidencia primero el
lógico terror de quien teme estar a punto de ahogarse: retiene la respiración
hasta que ello es imposible, momento en el cual abre los ojos y la boca y se
deja llenar de “fluido”, y entonces comprueba, maravillado, que puede respirar.
Evidentemente, el actor debió hacer todo esto mientras retenía la respiración
incluso cuando aparenta estar “respirando el fluido”.
Se le ve
incluso hacer algo que vuelve verosímil
al largo plano (en donde no hay manipulación digital de la imagen): pese a
estar sumergido en agua y con los ojos abiertos, parpadea, con lo cual da
injerencia a lo involuntario e inconsciente. El espectador no percibe de manera
consciente ese parpadeo pero su propio sistema nervioso se ve reflejado en la
pantalla y establece un diálogo directo con el actor. Sin duda es en este nivel
de lo involuntario en donde sucede el misterio más profundo de la actuación.
Y este
misterio —conviene repetirlo a estas alturas— encierra una aguda paradoja: al
parecer, mientras menos sepa el actor, más lejos y más hondo llega. Es la paradoja
a la que el maestro italo-argentino Antonio Porchia encerró para siempre en algunas
de sus máximas:
Creo que el
movimiento es el no saber, porque se mueven más los de menor saber.
Quien hace lo
que hace como sabiendo hacer lo que hace, no hace consigo lo que hace, y no es
suyo lo que hace.
Quien ama
sabiendo por qué ama, no ama.
Y en el clímax:
El no saber
hacer supo hacer a Dios.
*
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