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miércoles, 6 de junio de 2018
El misterio de los actores y de la actuación (XXII)
Marilyn
Marilyn Monroe afirma en su autobiografía: “Hollywood es un
lugar en donde te pagan mil dólares por un beso y cincuenta centavos por tu
alma. Lo sé porque rechacé la primera oferta bastante a menudo y cobré siempre
los cincuenta centavos”. (My Story,
escrita en 1954 en colaboración con Ben Hecht. El libro permaneció inédito hasta
1974, doce años después de la muerte de la actriz.)
John Huston
habla de Monroe:
A pesar de todo, había en ella una frescura que venía
de más allá: siempre estaba ahí. Es lo que se ve en la pantalla. No estaba
actuando, no estaba fingiendo una emoción: era real. [...] Era una actriz que
llegó muy adentro en su interior, tan adentro que quizás ahí mismo se perdió:
quién sabe si había llegado tan lejos en sí misma que ya no supo cómo regresar.
Su ritmo de actuación era perfecto cuando lo traía al nivel consciente, cuando
lo proyectaba: quizás en eso consista nada más la actuación. [Entrevista John
Huston por Waldemar Verdugo Fuentes, publicada en la revista Vogue, México, 1981. Luego incluida en
el libro Magos de América. Crónica del
realismo mágico, edición Kindle, 2013.]
Huston maneja como sinónimos a dos actos que quizá no lo son
en realidad: uno, el hacer consciente el ritmo de la actuación; otro, el acto
de proyectar ese ritmo. Sin duda el cineasta usa una forma de metaforización
para expresar un fenómeno que huye en cuanto se le quiere atrapar: lo que
proyecta un actor no es precisamente la conciencia, sino la proyección misma.
Dicho de otra manera: conscientemente proyecta algo que por su propia
naturaleza es inconsciente. El ritmo de una actuación es proyectado, pero todo
actor sabe que si intenta hacerse consciente, ya no del ritmo sino de la
actuación misma, perderá el contacto con lo interior y sólo proyectará
actuación, es decir, fingirá. La actuación es un ritmo, pero también puede
decirse esto de otro modo: el actor se adormece, se autohipnotiza con su propio
ritmo para no saber, para no ser consciente de lo que proyecta. Sin duda Huston
se refiere a este complejísimo proceso en la carrera y personalidad de Marilyn
Monroe.
En torno a
esta actriz legendaria existe una anécdota que es muy probablemente una leyenda
urbana (lo que a la vez se comprueba y niega por el hecho de que a veces se
atribuye a otras grandes actrices) y que muestra a la perfección el misterio al
que Huston quiere aludir. Según una de tantas leyendas urbanas sobre Monroe, en
una ocasión ella sale a la calle en pleno día sin maquillaje y con ropa casual,
y apuesta con la amiga que la acompaña que nadie la notará. Así sucede, para
estupefacción de la amiga, que ve cómo la gente se cruza con ambas sin prestar
la menor atención a la ya celebérrima actriz. Entonces Monroe dice a su amiga
que en el momento en que quiera será notada, y así lo hace, sin cambiar ni en
actitud ni en modales y, en efecto, la gente de golpe la reconoce y se
arremolina a pedirle autógrafos. (Joyce Carol Oates: Blonde, Penguin Random House, Barcelona, 2012.)
El actor Eli
Wallach recupera esta anécdota de otro modo: “Recuerdo que yo iba con ella por
la calle; Marilyn vestía ropas normales y me sorprendía el hecho de que nadie
la reconociera. Se lo comenté, y en ese momento comenzó a andar como si fuera...
Marilyn Monroe, y la gente empezó a reconocerla inmediatamente”. (Eli Wallach entrevistado
por Javier Bustos, Revista Factory,
Málaga, octubre 7 de 2009.)
Elizabeth
Taylor, actriz de belleza legendaria, no desconoce esta experiencia, a la que llama
proyección: “Al principio me costaba
mucho aceptar los cumplidos. No los creía. Mi madre me enseñó pronto la
lección: no es como seas por fuera; es lo que proyectas lo que determina si
eres guapa o no”. (Elizabeth Taylor: A
Tribute, BBC, 2011.)
Monroe, según
aquella leyenda, sabía graduar su invisibilidad, lo cual significa que era
capaz de graduar su ritmo y su proyección.
La autohipnosis
Todos los métodos de actuación parecen consistir en
variantes del autoengaño. En el nivel más primitivo, el actor se engaña: se
dice “esto es real”, “el personaje es verdadero”, y la medida de esa realidad
se la dan las emociones que experimenta. Pero no es más que eso precisamente:
un autoengaño, y el actor que se limita a esto termina por ser notable por el
público (o mejor dicho, por el subconsciente del espectador): a lo que él mismo
llama actuación es al esfuerzo por convencerse de que eso “es real”. Los
esfuerzos se notan, lo mismo que los cansancios debidos a esfuerzos sostenidos.
Y es a éste al que la intuición colectiva llama “un mal actor”.
No importa
qué tan bueno sea el sistema que un actor usa para convencerse a sí mismo de
que eso es real: de todos modos sigue
habiendo una dicotomía: por un lado el actor, por otro el personaje. No deja de
haber, pues, un actor, en el sentido
de un ser humano que se autoengaña para convencerse de que eso que representa
es “verdadero”. La máscara, por más eficiente que sea, sigue siendo eso
justamente: el esfuerzo por persuadirse, y persuadirnos, de que la máscara es
un rostro.
Probablemente
existe en este caso una especie de estratificación técnica: la pretensión de hacer que en la superficie se “transparenten”
los niveles de la profundidad sin que éstos dejen jamás la superficie (y sin
que esos niveles profundos sean otra cosa que una representación en el seno de
otra representación: una especie de descenso
virtual). No hay profundidad, porque es el actor el que dispone de estratos
(o los “transparenta”), no el personaje. Dicho de otra manera: este tipo de
actor nunca conseguirá engañarse lo suficiente, y por ello el público no se
dejará engañar hasta el punto de creer del
todo en la interpretación de ese actor.
Hay otro tipo
de actor que, en lugar de basarse en el autoengaño, se basa en la autohipnosis:
su estratificación equivale a la del durmiente; en otras palabras: no hay
superficie, sino sólo niveles de sueño consciente. De manera no poco paradójica,
esto parece fácil, y de ahí que se
hable de “actores naturales”. Es el colmo del engaño, puesto que controlar
voluntariamente el ascenso o descenso por los niveles de la conciencia equivale
a la faena más ardua, algo que —sólo por el intento de entenderla— podría
compararse con una especie de combinación de los estados mentales del faquir y
del brujo (en cuanto a control voluntario), y acaso del místico y del profeta
visionario (en cuanto a visitación convocada). Por no mencionar al loco, en
cuyo caso tendría que hablarse de una extrañísima locura controlada.
En el actor
“natural” no hay sino profundidad (niveles de hipnosis) y ya no puede hablarse
de dicotomía entre actor y personaje: ahí no hay sino una forma de ser humano
que existe entre los límites de la representación sin conciencia de estar
representando, y asimismo sin esfuerzo por autopersuadirse de que eso es
“real”, puesto que entre esos misteriosos límites no existe otra realidad. Su naturalidad ya no es
la capacidad de “hacerse pasar por”, o sea de hacer “como si”. Es un actor que
no actúa y que se mueve en la
realidad de la misma manera que el durmiente en la realidad onírica, con la
única diferencia de que sabe (pero este saber es “engañoso”, inaprensible,
irrepetible) cómo descender por los estratos cuando es necesario (soñar) y
ascender hasta la superficie (despertar) cuando tiene que hacerlo.
Y lo hace sin
saber cómo lo hace. De hecho, la condición esencial parece ser el hecho de que
no esté consciente del porqué o del cómo, que sepa lo menos posible del
milagro que le permite graduar los niveles de realidad. En este sentido, el
actor es acaso el que ha llegado, más que ningún otro artista, al carácter
mítico de Nadie. Acaso por eso existe tanta reticencia a hablar del actor como
artista (aunque el habla popular se encarga de reivindicar esta acepción: el
hombre de la calle llama “pintor” al pintor, pero suele referirse a un actor
como “artista”): el mejor actor es el que menos lo parece, y la mejor técnica
es la que no es técnica en absoluto, sino pura naturalidad —y casi diríase naturaleza, esto es, pura automaticidad. La paradoja consiste en
que esa naturalidad es el mayor artificio imaginable, y en que esa
automaticidad es controlada.
Rainer Maria
Rilke, en una carta escrita el 21 de octubre de 1907 y dirigida a su esposa,
habla de Cézanne y de pronto abre el encuadre para describir la clarividencia
del artista:
Los momentos de clarividencia del pintor (y de
cualquier artista) no deben pasar a través de su conciencia. Sus hallazgos, que
para él mismo son un enigma, han de trasladarse en seguida a su labor para que
él no perciba el momento de la transmisión, evitando así el largo camino de la
reflexión. Pero para el pintor que los espía, observa, retiene, esos momentos
se transforman en polvo como el oro del cuento.
Estas líneas cobran una doble profundidad cuando se las
descubre citadas en el diario del gran cineasta soviético Andrei Tarkovski,
puesto que ahí las hace suyas, iluminadoras de la esencia de su impecable obra
fílmica. En ese mismo diario, Tarkovski se refiere específicamente al actor:
Nunca he visto una escena, ni una sola, en donde no se
produzca el mismo error en la actuación del actor: primero “valorar”, después
pensar y sólo más tarde decir. Esto supone una forma de detenerse terrible y
antinatural, una ausencia de pensamiento y de estado anímico, una imposibilidad
de pensar en continuo y de pronunciar una palabra por una idea y no por la
propia palabra. Esta sucesión sustituye la simultaneidad de palabra, acción,
pensamiento y estado de alma. Todo esto se llama la escuela actoral rusa, según
parece. Pero en eso consiste el error más grave, la falsedad y la mentira. [Andrei
Tarkovski: Martirologio. Diarios
1970-1986, Ediciones Sígueme, Salamanca, 2011; trad. de Iván García Sala.]
Acaso el
actor natural llega, sin saberlo y sin quererlo, a la esencia misma de la
humanidad, al menos en cuanto que se vuelve navegante voluntario en los niveles
a través de los cuales la conciencia del ser humano enfrenta no sólo a lo real
sino a la propia convivencia humana (la simultaneidad
de palabra, acción, pensamiento y estado de alma). De ahí que el
virtuosismo de este actor es tan logrado que parece natural, y que se multiplica cuando dos o más de este tipo de
actores trabajan juntos, retroalimentándose y enviándose uno a otro a estratos
de una conciencia que, sin dejar de pertenecer a cada uno individualmente, se
funde en una sola conciencia que envuelve (y arrebata) al espectador. Acaso esa
es la manera en que está construido el mundo humano: la manera de Nadie.
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