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jueves, 15 de noviembre de 2018
El misterio de los actores y de la actuación (XXXVIII)
El genio en el actor
En uno de los momentos deslumbrantes de En busca del tiempo perdido (que son prácticamente todos), el
narrador asiste por segunda vez a una representación teatral de la Fedra de Racine, interpretada de nuevo
por una gran diva, madame Berma; este
narrador va al teatro casi a regañadientes, puesto que espera experimentar la
“decepción” que sintió la primera vez, tiempo atrás, ante la Fedra encarnada
por la Berma. En lugar de ello, asiste, estupefacto, a la revelación del genio
de esta actriz. Y a través de su narrador, Proust reflexiona de este modo:
La impresión que nos causan una persona, una obra o
una interpretación, fuertemente caracterizadas, es particular. Hemos aportado
con nosotros las ideas de “belleza”, “amplitud de estilo”, “patetismo”, que en
rigor podríamos tener la ilusión de reconocer en la trivialidad de un talento,
de un rostro correcto, pero nuestro espíritu atento tiene ante sí la
insistencia de una forma que no posee equivalente intelectual, y cuya incógnita
necesita despejar. Oye un sonido agudo, una entonación extrañamente
interrogativa. Se pregunta: “¿Es hermoso lo que siento? ¿Es admiración? ¿Es
esto la riqueza de colorido, la nobleza, el poderío?”. Y lo que de nuevo le
responde es una voz aguda, es un tono curiosamente interrogador, es la
impresión despótica producida por un ser al que no se conoce, completamente
material, y en la que no queda ningún espacio vacío para la “amplitud de la
interpretación”, y a eso obedece que las obras verdaderamente bellas, si las
oímos sinceramente, sean las que más deben decepcionarnos, porque en la
colección de nuestras ideas no hay ninguna que responda a una impresión
individual. [...] Ahora yo me daba cuenta de los méritos de una interpretación
amplia, poética, vigorosa, o más bien era aquella a la que se ha convenido en
otorgar esos títulos, pero del mismo modo que se da el nombre de Marte, de
Venus, de Saturno a estrellas que no tienen nada de mitológico. Sentimos en un
mundo; pensamos, nombramos en otro; podemos establecer entre ambos una
concordancia, pero no colmar el intervalo que los separa.
Y llega a la pregunta suprema: “Ese genio del que la
interpretación de la Berma era solamente la revelación, ¿era realmente sólo el
genio de Racine?”. El genio no es reconocible cuando se tiene una idea
preconcebida de él en la que deben caber la obra o la persona; porque si es
genio, no responde a ningún concepto “preconcebido” (“no posee equivalente
intelectual”, subraya Proust), puesto que es en sí revelación. Pero ahí se concentra también la gran incógnita: ¿el
gran actor se limita a ser el vehículo del genio del autor de la fuente
literaria? De ser así, no sería posible decir que hay genio en una actuación,
sino en el sentido de que se afina hasta convertirse en el vehículo perfecto
para un genio que le es ajeno y exterior.
Sin embargo,
ciertas actuaciones, como esa de la Berma, evidencian que el genio sólo puede
ser “vehiculado” por el genio (lo sabe, entre otros casos imborrables, Pablo
Casals al interpretar a Bach). Y si se acepta esto, entonces sobreviene una
sospecha sobrecogedora: si el genio de la Berma consiste en convertirse en el
vehículo del genio de Racine, este último es, por definición, el vehículo de
otro genio mayor, doblemente esquivo e inclasificable. ¿Genios concéntricos o
ecos de uno solo, remoto y siempre inmediato?
En todo caso,
Proust coloca el acento en el genio de la actriz, capaz de convertirlo todo en
vehículo para su propio genio, sea Racine (es decir el teatro clásico) o un
dramaturgo moderno:
Tanto en las frases del dramaturgo moderno como en los
versos de Racine, la Berma sabía introducir esas vastas imágenes de dolor, de
nobleza, de pasión, que eran obras maestras suyas, y en las que se la reconocía
como a un pintor se le reconoce en retratos que ha pintado con modelos
diferentes.
¿El dolor, alimento
del genio?
En uno de sus
relatos, Brian W. Aldiss escribe: “El dolor... esa es la arena que obliga a la
ostra a segregar la perla y al genio la obra maestra”. Al actor podría
comparársele en este nivel con el intérprete musical, y no de manera gratuita,
puesto que la dramaturgia y la música son artes a mitad de camino: el libreto
(o guión), lo mismo que la partitura, esperan aún a un intérprete: violinista o
actor. Y a mitad de esta línea se coloca otro intermediario: el director de
escena o el director de orquesta (en el caso de obras en las que el intérprete
es solista).
En el caso específico del actor, la
pregunta se ramifica: ¿es el dolor la vía por medio de la cual llega a su
personaje? ¿La medida de la autenticidad de ese dolor es la del genio del
actor, del mismo modo en que habría sido la del genio del autor literario?
En muy pocas áreas artísticas, como en
la actuación, puede decirse que el dolor es no un instrumento sino la esencia
misma. Hay una gran pintura, una gran música, una gran literatura basadas en la
serenidad, mientras que el pathos es
el propio fundamento de la tragedia.
Sería demasiado aventurado proponer
que el dolor es la esencia de lo humano, pero no que lo es de la dramaturgia,
al menos de aquella en la que el genio suele manifestarse. En la carrera de un
actor, los papeles de un rey Lear o de un Hamlet son más reconocidos de esta
forma que los de un Hipólito o un Papageno (se habla más de genio del actor en
los primeros, mientras que en los segundos suele hablarse más bien de oficio, como si fueran la línea media —el
promedio— de la que aquéllos se
desprenden). Acaso Nietzsche diría que el apolíneo se construye un orden que le
permite la ilusión de una felicidad que también está férreamente ordenada,
mientras que el dionisiaco vive en una salvaje felicidad que acaso es también
una ilusión pero que al menos está más cerca (y por tanto es más libre) del
placer-sufrimiento de la vida pura.
En la doctrina stanislavskiana
de la “memoria emocional” o “memoria de los sentidos”, ¿cuánta felicidad es
requerida por los actores en el transcurso de la preparación de sus personajes,
y cuánto dolor personal es usado por ellos como vehículo para llegar a sus
caracteres? O puesto en otras palabras: ¿cuál es la figura arquetípica de la
dramaturgia, Edipo o Ulises, Fausto o Dante?
Es cierto por
otro lado que, si hay un genio en el actor, no sólo se manifiesta en personajes
clásicos y que el oficio de la interpretación lo invita a enfrentar cualquier
papel, e incluso se siente más libre en aquellos que no forman parte de la tradición (por ser obras recientes o de
autores poco conocidos).
Las preguntas
se acumulan en torno al actor, pero una de ellas acaso prevalece: ¿es el actor,
justamente por la esencia de su oficio, el más exacto representante de la más profunda esencia de lo humano, esencia que
recibe el nombre arquetípico de Nadie?
El gran lema
de la filosofía epicúrea, lathe biosas,
es decir, “pasa desapercibido mientras vivas”, era ante todo un llamado a no
caer en las trampas de la competitividad
social y la búsqueda de notoriedad. “Un lema escandaloso”, escribe Carlos
García Gual, “cuando se piensa que la ‘virtud’ griega, la areté, fue siempre competitiva, que lo que se predicaba
tradicionalmente era destacar en los juegos atléticos y en la actuación
política, y que la areté se medía por
el aplauso y la consideración pública”. Precisamente son el aplauso y la
consideración pública los que sustentan a la carrera del actor. Nada parece más
ajeno a su experiencia que “pasar desapercibido”: parece añorar los
reflectores, las marquesinas, la celebridad. Y sin embargo, he aquí la suprema
paradoja del oficio del actor: porque en el fondo —es decir, no en el banal
lenguaje de los medios de comunicación sino en los casos más profundos de esa
vocación, cuando el actor logra encarnar el arquetipo de Nadie— busca
notoriedad para lo invisible, aplauso para lo que nadie aprecia, presencia para
una ausencia que de otro modo seguiría inadvertida.
*
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