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miércoles, 6 de marzo de 2019
El misterio de los actores y de la actuación (XLIX)
Anexo 2
El actor según Albert
Camus
En uno de los capítulos de El mito de Sísifo llamado “La comedia”, Albert Camus rinde un
intenso homenaje al actor, en quien ve la representación perfecta de lo que
llama el hombre absurdo (“El
comediante”, escribe, nos enseña que “no hay frontera entre el parecer y el
ser”). Estos son los párrafos de Camus:
“El espectáculo”, dice Hamlet, “es la trampa en donde
atraparé a la conciencia del rey.” Atrapar
está bien dicho, porque la conciencia va rápidamente o se repliega. Hay que
cazarla al vuelo, en ese momento inapreciable en el que echa sobre sí misma una
mirada fugitiva. Al hombre cotidiano no le gusta detenerse en ella. Todo lo
apremia, por el contrario. Pero al mismo tiempo, nada le interesa más que él
mismo, sobre todo lo que podría ser. De ahí su afición al teatro, al espectáculo,
en donde se le proponen tantos destinos cuya poesía recibe sin sufrir su
amargura. En eso, por lo menos, se reconoce al hombre inconsciente, que
continúa apresurándose hacia no se sabe qué esperanza. El hombre absurdo
comienza en donde aquél termina; en donde, dejando de admirar el juego, el
espíritu quiere intervenir en él. Penetrar en todas esas vidas, experimentarlas
en su diversidad, es propiamente representarlas. No digo que los actores en
general obedezcan a ese llamamiento, que sean hombres absurdos, sino que su
destino es un destino absurdo que podría seducir y atraer a un corazón clarividente.
Es necesario sentar esto para que se entienda sin contrasentido lo que va a
seguir.
El actor
reina en lo perecedero. Entre todas las glorias, la suya es, como se sabe, la
más efímera. Así se dice, por lo menos, en la conversación. Pero todas las
glorias son efímeras. Desde el punto de vista de Sirio, las obras de Goethe se
habrán convertido en polvo y su nombre se habrá olvidado dentro de diez mil
años. Algunos arqueólogos buscarán, quizá, testimonios de nuestra época. Esta
idea ha sido siempre docente. Bien meditada, reduce nuestras agitaciones a la
nobleza profunda que se encuentra en la indiferencia. Sobre todo, dirige
nuestras preocupaciones hacia lo más seguro, es decir, hacia lo inmediato. De
todas las glorias, la menos engañosa es la que se vive.
El actor ha
elegido, por lo tanto, la gloria innumerable, la que se consagra y se experimenta.
Él es quien saca la mejor conclusión del hecho de que todo debe morir un día.
Un actor triunfa o no triunfa. Un escritor conserva una esperanza aunque sea desconocido.
Supone que sus obras atestiguarán lo que fue. El actor nos dejará cuando mucho una
fotografía, y nada de lo que era él, sus gestos y sus silencios, su corto resuello
o su respiración amorosa, llegará hasta nosotros. Para él no ser conocido es no
representar, y no representar es morir cien veces con todos los seres a los que
habría animado o resucitado.
¿Puede
sorprender encontrar una gloria perecedera edificada sobre las creaciones más
efímeras? El actor tiene tres horas para ser Yago o Alcestes, Fedra o
Glocester. En ese breve tiempo los hace nacer y morir sobre cincuenta metros
cuadrados de tablas. Nunca ha sido ilustrado lo absurdo tan bien ni tan largo
tiempo.
Esas vidas
maravillosas, esos destinos únicos y completos que se desarrollan y terminan
entre paredes, ¿pueden resumirse de una manera más reveladora? Una vez que deja
el tablado, Segismundo ya no es nada. Dos horas después se le ve comiendo fuera
de casa. Quizá sea entonces cuando la vida es un sueño. Pero después de Segismundo
viene otro. El personaje que sufre de incertidumbre remplaza al hombre que ruge
después de vengarse. Recorriendo así los siglos y los espíritus, imitando al
hombre tal como puede ser y tal como es, el actor se asemeja a ese otro
personaje absurdo que es el viajero. Como él, agota algo y recorre sin
descanso. Es el viajero del tiempo y, en lo que respecta a los mejores, el
viajero acosado por las almas. Si la moral de la cantidad pudiera encontrar
alguna vez un alimento, lo encontraría seguramente en esta escena singular. Es
difícil decir en qué medida el actor se beneficia con sus personajes. Pero lo
importante no es eso. Se trata de saber, únicamente, hasta qué punto se
identifica con esas vidas irremplazables. Sucede, en efecto, que las transporta
consigo, que desbordan ligeramente el tiempo y el espacio en que han nacido.
Acompañan al actor, y éste no se separa ya muy fácilmente de lo que él ha sido.
Sucede que para tomar su vaso reencuentra el ademán de Hamlet al levantar la
copa. No, no es tan grande la distancia que lo separa de los seres a los que
hace vivir. Ilustra entonces abundantemente todos los meses o todos los días a
esa verdad tan fecunda según la cual no hay frontera entre lo que un hombre
quiere ser y lo que es. Lo que demuestra es hasta qué punto el parecer hace al
ser, puesto que se ocupa constantemente en representar mejor. Porque su arte
consiste en fingir absolutamente, en penetrar lo más posible en vidas que no
son la suya. Al término de su esfuerzo se aclara su vocación: dedicarse con
todo su corazón a no ser nada o a ser muchos.
Cuanto más
estrecho es el límite que se le da para crear a su personaje, tanto más necesario
es su talento. Va a morir dentro de tres horas con el rostro que tiene hoy.
Es necesario
que en tres horas experimente y exprese todo un destino excepcional.
Eso se llama perderse para volverse a encontrar. En
esas tres horas va hasta el final del camino sin salida que el hombre de la
sala tarda toda su vida en recorrer.
El actor,
mimo de lo perecedero, no se ejercita ni se perfecciona sino en la apariencia.
Lo convencional del teatro consiste en que el corazón no se expresa ni se hace
entender sino mediante los gestos y el cuerpo, o mediante la voz, que pertenece
tanto al alma como al cuerpo. La ley de este arte quiere que todo tome cuerpo y
se traduzca en carne. Si en el escenario hubiera que amar como se ama, emplear
esa irremplazable voz del corazón, mirar como se mira, nuestro lenguaje sería
cifrado. En él los silencios deben hacerse oír. El amor alza el tono y la
inmovilidad misma se hace espectacular. El cuerpo es rey. No es “teatral” el
que quiere serlo y esta palabra desacreditada erróneamente abarca a toda una
estética y a toda una moral. La mitad de una vida humana transcurre
sobrentendiendo, volviendo la cabeza y callándose. El actor es aquí el intruso.
Levanta el sortilegio de esta alma encadenada y las pasiones se precipitan
finalmente a su escenario. Hablan en todos los gestos, no viven sino dando
gritos. Así, el actor compone sus personajes para ostentarlos. Los dibuja o los
esculpe, se introduce en su forma imaginaria y da su sangre a sus fantasmas. No
es necesario decir que me refiero al gran teatro, al que da al actor la ocasión
de cumplir su destino enteramente físico. Véase a Shakespeare. En este teatro
del primer movimiento son los furores del cuerpo los que dirigen la danza. Lo
explican todo.
Sin ellos
todo se derrumbaría. El rey Lear nunca iría a la cita que le da la locura sin
el gesto brutal que destierra a Cordelia y condena a Edgar. Por lo tanto, es
justo que esta tragedia se desarrolle bajo el signo de la demencia. Las almas
se entregan a los demonios y a su sarabanda. No hay menos de cuatro locos, uno
por oficio, otro por voluntad y los dos últimos por tormento: cuatro cuerpos
desordenados, cuatro rostros indecibles de una misma condición.
La escala
misma del cuerpo humano es insuficiente. Con la máscara y los coturnos, el
maquillaje que reduce y acusa el rostro en sus elementos esenciales, el vestido
que exagera y simplifica, este universo lo sacrifica todo a la apariencia y no está
hecho sino para el ojo. En virtud de un milagro absurdo, es el cuerpo el que sigue
proporcionando el conocimiento. Yo nunca comprendería bien a Yago si no lo representara.
Por mucho que lo oiga, no lo capto sino en el momento en que lo veo.
Por
consiguiente, el actor tiene la monotonía, la silueta única, obsesionante, a la
vez extraña y familiar del personaje absurdo que pasea a través de todos sus
protagonistas. También en eso la gran obra teatral sirve a esa unidad de tono.
(Pienso ahora en Alcestes de Molière.
Todo es tan simple, tan evidente y tan grosero. Alcestes contra Filinto, Celimena
contra Elianto, todo el tema con la absurda consecuencia de un carácter llevado
hacia su fin, y el verso mismo, el “mal verso”, apenas escandido como la
monotonía del personaje.) En eso es en lo que el actor se contradice: es él
mismo y, no obstante, tan diverso, tantas almas resumidas por un solo cuerpo.
Pero es la contradicción absurda misma este individuo que quiere alcanzarlo
todo y vivirlo todo, esta inútil tentativa, esta obstinación sin alcance. Lo
que se contradice siempre se une, no obstante, en él. Se halla en ese lugar en
que el cuerpo y el espíritu se unen y se aprietan, en que el segundo, cansado
de sus fracasos, se vuelve hacia su aliado más fiel. “Y benditos sean aquellos”,
dice Hamlet, “cuya sangre y cuyo juicio se mezclan tan curiosamente que no son
una flauta en la que el dedo de la fortuna hace sonar el agujero que le place.”
¿Cómo no iba
a condenar la Iglesia a semejante ejercicio en el actor? Ella repudiaba en este
arte la multiplicación herética de las almas, la orgía de emociones, la pretensión
escandalosa de un espíritu que se niega a no vivir más que un destino y se precipita
en todas las intemperancias. La Iglesia proscribía en ellos esa afición al
presente y ese triunfo de Proteo que son la negación de todo lo que ella
enseña. La eternidad no es un juego. Un espíritu lo bastante insensato como
para preferir una comedia ya no puede salvarse. No hay compromiso entre el “en
todas partes” y el “siempre”. De ahí que ese oficio tan despreciado pueda dar
lugar a un conflicto espiritual desmesurado. “Lo que importa”, dice Nietzsche, “no
es la vida eterna, sino la eterna vivacidad.” Todo el drama está, en efecto, en
esta elección.
Adriana
Lecouvreur [1692-1730], en su lecho de muerte, quería confesarse y comulgar,
pero se negó a renunciar a su profesión de actriz. Perdió con ello el beneficio
de la confesión. ¿Qué era eso, en efecto, sino ponerse contra Dios en defensa
de su propia pasión profunda?
Y esa mujer
agonizante, al negarse con lágrimas en los ojos a renegar del que llamaba su
arte, dio pruebas de una grandeza que jamás alcanzó en la escena. Fue su papel
más hermoso y el más difícil de representar. Elegir entre el cielo y una fidelidad
irrisoria, preferirse a la eternidad o abismarse en Dios es la tragedia secular
en la que hay que estar en su sitio.
Los
comediantes de la época sabían que estaban excomulgados. Ingresar en la
profesión era elegir el Infierno. Y la Iglesia los consideraba como sus peores
enemigos. Algunos literatos se indignan: “¡Cómo negar a Molière los últimos
sacramentos!”.
Pero eso era
justo y, sobre todo, para él, que murió en escena y termina bajo el disfraz una
vida enteramente dedicada a la dispersión. A propósito de él se invoca al genio
que lo excusa todo. Pero el genio no excusa nada, justamente porque se niega a
hacerlo.
El actor
sabía, por lo tanto, el castigo que se le prometía. Pero ¿qué sentido podían
tener tan vagas amenazas en comparación con el último castigo que le reservaba
la vida misma? Era éste el que sentía de antemano y aceptaba completamente.
Para el actor, lo mismo que para el hombre absurdo, una muerte prematura es
irreparable. Nada puede compensar la suma de los rostros y los siglos que de no
ser por ella habría recorrido. Pero de todos modos, se trata de morir. Porque el
actor está, sin duda, en todas partes pero el tiempo lo arrastra también y
ejerce efecto en él.
Basta un poco
de imaginación para sentir lo que significa un destino de actor. Éste compone y
enumera a sus personajes en el tiempo. También aprende a dominarlos en el
tiempo. Cuantas más vidas diferentes ha vivido, tanto más se separa de ellas.
Llega un
tiempo en que hay que morir en la escena y en el mundo. Lo que ha vivido está
frente a él. Lo ve claramente. Siente lo que tiene esa aventura de desgarrador
e irremplazable. Sabe, y ahora puede morir. Hay asilos para los comediantes
viejos.
[Le mythe de
Sisyphe, Gallimard, París, 1951. El
mito de Sísifo, Losada (El Libro de Bolsillo), Buenos Aires, 1953; trad.:
Luis Echávarri.]
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