DGD: Morfograma 55, 2019. |
domingo, 5 de mayo de 2019
El misterio de los cien monos (IV)
La
fábula de todos los monos
Asimismo resulta interesante notar los dos
apelativos que el título de la fábula ha usado para referirse a los
protagonistas: “centésimo mono” y “cien monos”, así como el hecho de que nunca
se ha dicho “primer mono”. En un más convencional tipo de fábula, se habría
privilegiado ante todo la iniciativa del primer individuo (o de la primera,
si todo se originó en el hallazgo de la célebre Imo), es decir de aquel que se
diferencia de los otros por su creatividad y que provoca la “reacción en
cadena”. Significativamente, en la mayoría de las veces el acento recae en el
mono número cien, aquel que ya no se distingue por su creatividad sino por el
puro azar (le toca ser el centésimo y, por tanto, el que completa el
número suficiente para acumular la “masa crítica” y transmitir la nueva
conducta a monos distantes). Por ello el otro nombre, “cien monos”, es aún más
significativo, porque elimina a los protagonistas individuales (ni el primero
ni el centésimo) y privilegia al conjunto de individuos a través de los cuales
el cambio se fue eslabonando por medio de la repetición.
Una
posible forma de representar esto sería aplicarlo al conocido efecto de las
fichas de dominó e imaginar un proceso compuesto por cien fichas; cuando se
hace caer la primera sobre la segunda, surge una reacción en cadena. Este
proceso puede ser visto de dos modos: el primero es el separatista, es decir un
proceso lineal con principio (la “primera” ficha) y desenlace (la “centésima”),
y que comienza y termina sin relación alguna con los demás elementos del
universo. El segundo modo de ver tal reacción en cadena es justamente el que
sugiere la fábula de los cien monos: el proceso no sólo no finaliza con la
caída de la ficha número cien sino genera otros procesos en sitios lejanos y
repercute en ellos a través de conexiones invisibles pero no menos reales que
las que guardaban entre sí las fichas visibles.
La
fábula sugiere, pues, una figura (en el sentido cortazariano, es decir
mágico) que en principio podría expresarse con la frase “las cien fichas”: ya
no se trata de individualizar a la “primera” o a la “centésima” sino de
privilegiar al conjunto mismo, sin volverlo tampoco una masa indiferenciada, puesto
que cada ficha es esencial para la repercusión. La figura ya existía —al menos
en estado “latente”— antes de iniciarse el efecto de las cien fichas de dominó,
y no necesariamente se detiene al caer la última de ellas. Para esta visión
integracionista, no hay un primero ni un último eslabonamiento: la cadena de
cien fichas es en sí un eslabón ligado a otros “anteriores” y “posteriores” en
una supercadena que a su vez puede verse como un eslabón de una cadena aún
mayor. De la misma manera, cada ficha —cada eslabón— es en sí una cadena hecha
de eslabones de otra cadena menor. Dicho en otras palabras: una figura
sólo existe dentro de otra. Y ya que la centésima ficha repercute a la
distancia en otras hileras, acaso la frase más ajustada para expresar la figura
sería “todas las fichas”. Sólo cuando se incluyen las conexiones invisibles
entre diversos conjuntos puede hablarse de figura. Lo fascinante de la
fábula de los cien monos consiste en que el número cien actúa menos como
símbolo de “cualquier” número que de todos los números. En este sentido,
el nombre menos equívoco sería “la fábula de todos los monos”, y sin duda el
más exacto correspondería a la figura de todos los monos.
Así,
el número cien es tan complejamente simbólico como simple es el mensaje
de la fábula: si un cierto número de integrantes de un grupo repite una
conducta inusual (o maneja una misma idea novedosa), al llegarse a un punto
determinado surge una especie de figura mágica que de modo misterioso se
transmite a grupos similares, no obstante la distancia que los separe. Esa
transmisión es más efectiva en la medida en que exista una necesidad en
los demás grupos aunque ellos la ignoren. Independientemente de que esta idea
sea “factible” o no, la propia historia que la contiene se ha extendido ya de
esa exacta manera, como si en verdad hubiera una necesidad ignorada,
secreta, en los grupos humanos que la siguen repitiendo día tras día. En ese
sentido, es posible compararla con un programa de computadora que llevara en sí
la necesidad de detectar programas mayores y mucho más complejos.
Acaso
un pensamiento que se moviera de esta manera tendría más posibilidades de
rastrear el sentido ulterior de esa fábula. Como escribe George P. Hansen en The
Trickster and the Paranormal (1990): “Es más útil pensar en términos de
constelaciones de cualidades que presumir relaciones lineales causa-efecto.
Cuando algunos aspectos de una constelación aparecen en cierto punto, uno debe
estar alerta para detectar los demás”.[1]
Si, como toda fábula, la de los cien monos tiene una moraleja, ésta, de modo
muy insólito, no está hecha de palabras sino de una actitud: la de estar
alerta.
De
un modo más que curioso, es el propio Descartes quien podría considerarse un
precursor de la fábula de los cien monos. En una de sus Ideae Idyllicae acuña el término Humanitas divergit (en latín, “la humanidad se separa/diverge”), y
para ejemplificarla sugiere que si todos los seres humanos sin excepción
desearan algo profundamente, una fuerza mayor haría que ello se cumpliera. El problema
radica en que habría algunos —al menos uno— que, por cualquier causa, no se
sumara a este deseo colectivo, por lo que éste no se llevaría a cabo. Esto es
precisamente el Humanitas divergit,
el desacuerdo humano. Esta idea suele ser referida actualmente a la falta de
unanimidad en cualquier votación, pero bien podría verse en ella el principio
del poder de dominio masivo: distraer a los individuos para que no se cumplan
los deseos fundamentales. No es necesario separar a los cien monos: basta que uno
de ellos sea movido a divergir; el
umbral no se produce.
Entre la razón y la intuición
El
nacimiento de la agricultura
Figura dentro de otra figura, metáfora dentro
de otra, el “Principio del centésimo mono” actúa como un ejercicio de la
imaginación y por ello ha sido adoptado con igual entusiasmo tanto por las
ideologías de izquierda como de derecha. Quizás estas últimas con mayor ahínco,
porque esa fábula puede perfectamente adaptarse a momentos esenciales de la
historia humana llamada “primitiva”; así, por ejemplo, al nacimiento de la
agricultura. Si se hace caso a los historiadores mayoritarios, la humanidad
estaba compuesta por grupos nómadas de cazadores-recolectores, enfermos y cansados
y a un paso de la extinción. Un “buen día”, uno de ellos dejó caer unas
semillas en un agujero abierto en la tierra y “pronto” (¿cuando el “centésimo
cazador-recolector” copió esa nueva actividad?) el cultivo era una práctica
extendida. Ese monumental cambio de conducta muy bien podría haberse extendido
según sugiere la fábula, es decir de un grupo a otro sin importar la distancia
interpuesta. Aunque al principio haya implicado un largo tiempo, éste se fue
acortando a medida que se extendían las comunidades agrícolas en el mundo
entero.
Para
seguir con esta analogía, basta ver qué dice la historia oficial: gracias al
sedentarismo, el hombre tuvo más tiempo para pensar y así se hizo posible toda
clase de “avances”; con el tiempo, ciertos individuos dejaron la agricultura
para convertirse en artesanos, sacerdotes y gobernantes. La lucha de clases, el
capitalismo y la guerra habían nacido.
Evidentemente,
esta “explicación” tiene una enorme cantidad de agujeros. La paleontología, la
arqueología y la antropología han negado ya los supuestos básicos: que el
hombre “tiende naturalmente a establecerse”; que la vida de los
cazadores-recolectores era precaria y muy difícil; que eran incapaces de
reposar y reflexionar; que desconocían por completo los principios de la
agricultura; que no disponían de tecnología alguna; que la vida en comunidades
sedentarias concediera por lógica la superación intelectual; que la división de
trabajo implicara necesariamente la selección natural y el domino del más
fuerte, etcétera.
Sin
embargo, pese a su tendenciosa manipulación de argumentos, esta explicación ha sido aplicada a la fábula
de los cien monos para transmitir la “moraleja” de que todo cambio tiene un
monumental cúmulo de desventajas que vuelven ominosa a su pequeña parte benéfica.
Para el conservadurismo, todo cambio de paradigma es temible, es decir, imposible.[2]
Sin
embargo, resulta evidente que la fábula de los cien monos es ante todo un
instrumento de apertura de la mirada: en primera instancia nos hace reparar en
uno de esos hechos maravillosos que pueden estar sucediendo en el mundo y son
ignorados porque no hay observadores humanos que los registren (tanto en su
punto de origen como en los sitios dispersos en los que ese hecho repercute) y
luego intercambien sus observaciones. Acaso de ese modo se difunden los mitos y
leyendas, afinándose en cada nueva transmisión y reflejando una necesidad
colectiva. ¿La hipótesis de los monos fue convertida en fábula únicamente
para sugerir que la telepatía es posible? De ser así, no resulta más útil que
otras historias referidas a lo asombroso. Sin embargo, evidentemente contiene
algo más. Esa historia no sólo es imaginativa, sino que guarda —como los mitos
y las leyendas— un tipo mayor de verosimilitud.
La
ciencia oficial se ha apresurado siempre a negar que propuestas como la de la
historia de los cien monos puedan ser llamadas “hipótesis científicas”,
prefiriendo siempre restringirse a una verosimilitud menor, es decir,
sujeta a la “evidencia” y a los demás requerimientos del método científico. Se
pretende olvidar, así, que las hipótesis más aceptadas y hasta reverenciadas en
el mundo de la ciencia nacieron del mismo vuelo imaginativo. William James lo
expresa con exactitud: “Toda teoría realmente nueva es declarada absurda; más
tarde es reconocida como verdadera pero a la vez inútil y trivial; finalmente
llega a considerarse tan relevante, que hasta los que habían sido sus más
severos oponentes claman haberla descubierto”.[3]
*
Notas
[1] George P. Hansen: The Trickster and the Paranormal,
Xlibris Corporation, Philadelphia, 1997.
[2] Esta “advertencia”
está en el fondo de los best-sellers “científicos” más aplaudidos, desde
The Territorial Imperative de Robert Ardrey (1966) y The Naked Ape
de Desmond Morris (1967), hasta Future Shock de Alvin Toffler (1970) y On
Aggression de Konrad Lorenz (1974), e incluso en libros de mayor seriedad y
lucidez, como Cannibals and Kings: the Origins of Cultures de Marvin
Harris (1991). A ellos sigue fielmente un cúmulo de volúmenes en las décadas
siguientes (y, como cada vez hay menos lectores, esas mismas ideas se
transmiten una y otra vez, en avalancha incesante, por el cine y la televisión
de mayores “índices de audiencia”).
[3] William James: The Varieties of Religious Experience
(1902), Touchstone Books, Nueva York, 1997.
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