DGD: Morfograma 61, 2019. |
sábado, 6 de julio de 2019
El misterio de los cien monos (X)
Resonancia
mórfica
“El
alma sigue sus propias leyes”, escribió Leibniz en la Monadología, “y el
cuerpo tiene las suyas. Ambos están ensamblados en virtud de la armonía
pre-establecida entre todas las sustancias, en tanto que todas son
representaciones de un único universo. [...] De acuerdo con este sistema, los cuerpos
actúan como si (para suponer lo imposible) no hubiera almas, y las almas actúan
como si no hubiera cuerpos y, sin embargo, tanto el cuerpo como el alma actúan
como si uno estuviera influyendo al otro.” Extraño universo el de Leibniz,
compuesto por entidades ciegas y acorazadas que actúan de modo independiente
unas de otras pero a la vez cumplen con un orden que las predetermina y
unifica.
Cada mónada refleja a las demás sin
saberlo, como también ignora lo que representa:
haga lo que haga, sin importar su grado de conciencia, cumplirá con su parte en
la orquestación cósmica. La ulterior meta de Leibniz es demostrar la existencia
de una divinidad todopoderosa y perfecta, y por ello niega las influencias de
las mónadas entre sí (“tanto el cuerpo como el alma actúan como si uno
estuviera influyendo al otro”). En su aparato de ideas se ve obligado a afirmar
que en la mónada no hay ventanas hacia el exterior, pero a la vez sugiere que
en el corazón de cada una existe una puerta al infinito. Sin embargo, se trata
de un infinito férreamente pre-establecido y regulado, en donde ninguna
influencia altera a la perfecta relojería dispuesta por el Creador desde el
principio de los tiempos.
Leibniz era un diplomático y un
conciliador, y quiso que su sistema filosófico se formara de un modo opuesto al
de Descartes. Este último empezó separándose de sus
precursores, y su método se basó en diferenciar, cortar y contraponer: los
filósofos anteriores a él estaban equivocados; antes había oscuridad y el
sistema cartesiano era la luz. Por el contrario, Leibniz partió de la
convicción de que todos los grandes sistemas de pensamiento coinciden en lo fundamental
y de que existe una unanimidad en lo esencial. En un esfuerzo que hoy
llamaríamos “holístico” (equivalente a plural y ubicuo; el término se aplica a
totalidades mayores que la suma de sus partes), Leibniz se propuso reunir lo
que había de luz en sus antecesores.
Es
cierto que su afán de conciliar a la ciencia con la religión y las humanidades,
y de “limar las contradicciones” entre Platón y Demócrito, entre Aristóteles y
Descartes, y entre los escolásticos y los físicos de su tiempo, Leibniz derivó
en un sistema que, en el mejor de los casos, no hizo sino ahondar la confusión.
Sin embargo, ello no niega el hecho de que, en cualquier época, un sistema
holístico tiene mayores probabilidades de hondura que uno separatista. El punto
de partida de Rupert Sheldrake es holístico, y esta postura resulta excepcional
porque aun en nuestros días la ciencia no sólo sigue usando como paradigma el
sistema cartesiano sino que continúa actuando como el propio Descartes, a
través del corte, la separación y el aislamiento: todo pretérito, por el simple
hecho de estar “atrás”, es oscuridad. Sólo hay luz en el presente, es decir, en
el “hoy” de la modernidad. Es por eso que del ayer se toma mayoritariamente lo
que sirve para desvirtuar y desvalorizar a ese mismo ayer.
Ya
el filósofo de la historia Wilhelm Dilthey (1833-1911) lo intuía en su afán de
crear una ciencia “subjetiva” de las humanidades (Geisteswissenschaften)
que integrara religión, arte, historia y derecho:
Nos podemos insertar en la historia, e incluso en la
circunstancia histórica, para sumir una visión que, aunque no se nos ofrezca en
presente, permite inferir el sentido del futuro. Ello se relaciona con el
antagonismo tradicional de las ideas y los sistemas, ya que conduce al
escepticismo al convertir a la historia en un “inmenso campo de ruinas”
mientras nuestro espíritu excluya a todo lo definitivo y se complazca en decir
algo nuevo para corregir o superar a lo que antes se dijo. Sólo cuando se
concede el reconocimiento de la intemporalidad se advierte el valor del pasado.
Nuestro más grave error es el de suponer lo nuevo como válido, sin
restricciones de ninguna especie, y, por consiguiente, estimar a lo pasado como
carente de mérito o de significado. Manejar a la historia como un mero
repertorio de errores a corregir en el presente, es desconocerla. Lo que cambia
no es la historia sino el hombre, y no únicamente por estar inmerso en la
historia, sino porque, además, es historia. La vida humana, en consecuencia,
tiene una dimensión esencialmente histórica, su sustancia es la historia, la
historia es la vida misma. Esa realidad presente de cosas y personas constituye
un complejo de relaciones vitales. Cada cosa u objeto no es más que un
ingrediente de ella, de tal forma que es a través de los objetos como adquiere
sentido. Es la vida la que se sirve del individuo para crearle su propio mundo.
[Die
geistige Welt, 1957-1958.]
Fuera del similar punto de partida holístico,
resulta más que palpable la distancia entre la teoría de los campos mórficos y la monadología,
comenzando por el optimismo filosófico de Leibniz: la idea de una armonía
pre-establecida es el clímax del determinismo y dio origen a la no poco
peligrosa idea de que la humanidad habita “el mejor de los mundos posibles”
(idea ya satirizada por Voltaire en Cándido —1759— y contra la que se
han levantado numerosos pensadores, entre ellos Erwin Schrödinger). En última
instancia, he aquí la máxima diferencia: los campos mórficos de Sheldrake no
sólo tienen “ventanas” hacia el exterior sino que son ventanas en sí
mismos; lejos de ser concebidos como aislados e ignorantes, se los contempla
anidados unos en otros: habría un campo mórfico para cada una de las células
que forma una hoja de árbol, y otros respectivos para la hoja misma, la rama,
el tronco, el árbol, el planeta, las galaxias. También para Sheldrake existe un
panpsiquismo, pero el suyo se mueve en un infinito no pre-establecido sino en
constante diálogo de influencias mutuas.
*
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