DGD: Redes 165 (clonografía), 2012 |
jueves, 6 de diciembre de 2012
Un texto de José María Espinasa sobre Mirador en una cuerda floja
Mirador en una cuerda floja
José María Espinasa
El libro que hoy presentamos lleva un prólogo mío, mismo que
Daniel González Dueñas y el CNCA me pidieron hace ya un par de años. Cuando
hace unas semanas el mismo Daniel me pidió que presentara Mirador en una cuerda floja le dije que sí sin chistar pensando que
el buen recuerdo que tenía de su lectura y del cual ese prólogo da fe me
facilitaría la tarea. Pero no fue así. Y no porque en la relectura el texto de
Daniel ya no me guste sino porque me gusta de otra manera. Para empezar, el
paso entre el mecanuscrito y la letra impresa es en cierta manera un abismo,
ese que, por ejemplo, la “publicación” electrónica todavía no representa.
También podría alegar, pues mis amigos saben que soy inconstante en mis juicios,
que en esos años mis ideas sobre el cine y la crítica de cine han cambiado,
pero sería decirles una mentira.
Más bien lo que ha cambiado es el texto de Daniel. No quiero
decir que la versión que se publica sea diferente de la que yo leí sino que
Daniel piensa y escribe sus libros como dispositivos cambiantes. Los diseña, en
el sentido más pleno de la palabra, como libros de viaje con diferentes
itinerarios sujetos a la voluntad o al capricho, al azar o al deseo. Es una
cosa que siempre me ha atraído de sus libros: bajo esa apariencia de
metodología exhaustiva hay en realidad una libertad enorme en los procesos
asociativos. Dos ejemplos extremos y muy buenos, sus libros Las visiones del hombre invisible y Libro de Nadie. Y cuando los llamo
dispositivos lo hago pensando en que el lector los use a su manera. Por
ejemplo, este libro se debería vender en los Blockbusters y en las tiendas de
video, pues una manera de dar coherencia a la experiencia cinematográfica, crea
un discurso película a película y no las aísla en su consumo.
Esa manera de escribir ensayo tiene, para mí, un antecedente
directo y notable: Gilles Deleuze y sus ideas sobre el rizoma, la literatura
menor y las planicies del sentido. Sus libros, salvo el díptico escrito con Félix
Guattari, El antiedipo y Mil planicies, no son dispositivos sino
libros lineales. Incluso escribe un extraordinario díptico sobre el cine, que
es para mí el texto más importante que se ha escrito sobre ese lenguaje, mitad
historia, mitad ontología de las imágenes. Lo normal sería que lo que Daniel
escribe se pareciera a lo de Deleuze, pero no, porque Deleuze teoriza el
dispositivo, Daniel lo aplica. Ahora, cuando el dispositivo cumple su función
de atracción, los problemas empiezan. Yo, como Daniel, escribo crítica de cine,
yo como él he hecho cine (él en un nivel más profesional que yo) y tenemos casi
la misma edad. Y sin embargo nuestra mirada sobre el cine es bastante distinta.
Cuando me invitó a presentar el libro decidí escoger un
camino distinto al que me llevo a hacer el prólogo. En lugar de acompañar
armónicamente su texto decidí contrapuntearlo. ¿Cómo habría escrito yo un libro
así? Casi paso por paso habría tomado un camino si no opuesto, sí por lo menos
muy diferente. Cuando pienso en el realismo cinematográfico, por ejemplo,
aparece en mi cabeza-pantalla Ladrón de
bicicletas y oigo a Pavese decir que los grandes narradores de su época
fueron Visconti, Rossellini y el propio De Sica. En cambio, John Ford me parece
un narrador fantástico. Y si se reúnen es gracias a su tratamiento del
claroscuro, pues en el cine, al contrario que en la ideología, la realidad será
siempre algo en blanco y negro.
Cuando Daniel piensa que el cine escogió contar la visión de
los vencedores lo dice porque se refiere al cine de Hollywood. No hay que
olvidar que Mirador en una cuerda floja
tiene un antecedente o primera parte que es el libro publicado por la Universidad
Veracruzana en 1998 y la Universidad Autónoma de Nuevo León en 2008, Hollywood: la genealogía secreta. Y
justamente a Hollywood se le ha llamado la fábrica de sueños. Y que ha escrito
sendos libros sobre Méliès y Buñuel, dos creadores fantásticos. Su relación,
pues, con el concepto de realismo o de realidad no es nada sencilla, siempre lo
vuelve sobre sí mismo y en una vuelta de tuerca sorpresiva. Corre el riesgo,
sin embargo, de que el lector se pierda y no sepa ya dónde situarse.
Así, a diferencia de Deleuze en sus libros de cine, Daniel
no quiere hacer historia sino rastrear la evolución de las mentalidades a
través del cine. Así, ese universo de Hollywood es literalmente el bosque
sagrado o la Gasta Floresta medieval, el universo de los caballeros andantes y
de las leyes de la caballería, que nada tenían que ver con la extrema violencia
que se vivió en aquellos años (pienso en las Cruzadas), como la fantasía de la
meca del cine y sus cuentos color de rosa poco tiene que ver con la guerra en Vietnam
o en Irak. Como insinúa muchas veces Daniel: es la realidad la que no es
realista. Vean por ejemplo que en su libro sobre cine no se menciona nunca a
Theo Angelopoulos, una sola vez a Jean-Luc Godard y dos veces a Ingmar Bergman,
y en cambio unas veinte veces a Dennis Hopper y lo mismo con Francis Ford Coppola.
Significativo, ¿no es verdad?
Esto nos lleva a la manera en que se leen los dispositivos
críticos de Daniel. Hay que empezar por los índices, ese material que los
especialistas llaman paratáctico, con una expresión propia de la estrategia
militar. Y esa palabra, estrategia, Daniel la usa repetidas veces para nombrar
lo que hace el cine como dispositivo en sí, no como vinculación a la obra de
tal o cual autor, tal o cual obra, tal o cual época, sino todo en su conjunto,
como si se aplicara al celuloide el famoso enunciado de Barthes: los mitos se
comunican entre sí sin que los hombres lo sepan. Sustituya mito por película y
ya. Los índices de nombres y la filmografía finales son en realidad el punto de
partida. Daniel sabe que sólo lectores, en cierta forma especializados, como
los que estamos aquí, leeremos el libro de la página uno a la 440, y que a
estos libros se suele entrar por las ventanas o por la azotea.
La academia, por ejemplo, ha desarrollado ese tipo de
elementos paratácticos hasta el cansancio: índices, bibliografías, notas al
pie, notas al margen, escolios, referencias cruzadas, pero nunca ha aprovechado
su condición volumétrica, su condición de cuerpo escrito. Daniel, que,
afortunadamente para él y para nosotros, no es un escritor académico aunque se
sirva de algunas de sus estrategias y de sus recursos, plantea una paradoja —ya
lo había dicho respecto a sus Visiones del
hombre invisible—: el cine es infinito y he visto todas las películas. ¿Les
recuerda a Mallarmé? Desde luego que sí. Daniel, por ejemplo, es uno de los
escritores que mejor entendió y aceptó el mundo de la red, lo asimiló a su
escritura y a su manera de leer sin meterse en dificultades teóricas y
haciéndose cargo tanto de sus limitaciones como de sus posibilidades. Supo
entender que su condición de paraíso rizomático a la Deleuze podía ser una
trampa y había que cuidarse. Por eso suele presentar sus libros con escolios en
una sección final —la palabra escolio tiene un sabor antiguo que me gusta y es
además un homenaje a Nicolás Gómez Dávila—, llamada aquí Anexos.
Ya es raro que los anexos ocupen una tercera parte del
libro, pero lo es más que en ellos se concentre la apuesta medular del libro,
aquella en donde el autor decide librar las batallas más radicales, y en donde
la descripción narratológica a la manera de Roland Barthes deje su lugar a las
planicies deleuzianas. Es decir, a una escritura en buena medida fragmentaria
que no le es desconocida al autor. Sin embargo, si su modelo debería haber sido
el Masa y poder de Canetti, parece
conformarse con apuntar, pero no disparar. La relación entre palabra e imagen
en el cine fue conflictiva desde el origen en 1895 y el sonido en 1930 no vino
sino a complicarla.
El guión de En el filo
del tiempo, de Wim Wenders, película de tres horas, tenía tres cuartillas;
los guiones de Eric Rhomer para cintas de hora y media o menos son muy
extensos. Hay películas de Marguerite Duras que ocurren todas ellas en el
habla, no en la imagen, son películas que se oyen. ¿Por qué es tan mínima la
presencia del cine francés en este libro, o del japonés para el caso, cinematografías
que han enfrentado ese problema de manera más radical? Robert Bresson señalaba
que había cine, eso que se exhibía en los cines, y cinematógrafo, lo que él
hacía. Casi ni necesito decir que lo que hacía Bresson estaba mucho más cerca
de la escritura que lo otro. Casi por la misma época —los años sesenta— en que
Bresson decía eso, Pasolini se embarcaba en una larga discusión con el propio
Rohmer y con el lingüista Christian Metz entre el cine-poesía y el cine-prosa. Todos
estuvimos de parte de lo primero y ganó lo segundo.
Las respuestas son muchas, pero aquí sólo avanzaré una. El
cine es un arte de consumo colectivo y en la medida que se vuelve escritura
deja de serlo y, según yo, para Daniel eso lo malversa. Al desplegar una
estrategia crítica de carácter narrativo, DGD intenta vincular la experiencia
del espectador con la afectividad de la exhibición, afectividad que está por
ejemplo en el origen de la atracción que sintió la generación del boom respecto al cine —Fuentes, García
Márquez, Vargas Llosa, Donoso— y que un narrador un poco más joven llevó al límite
en la que considero la mejor novela que se ha escrito con tema cinematográfico:
El beso de la mujer araña de Manuel
Puig. El cine nos emociona y nos conmueve de forma inmediata; véase la crítica
cinematográfica de Guillermo Cabrera Infante. Pero como toda emoción tiene algo
de tiempo perdido en el sentido proustiano, y para recuperarlo —recobrarlo—
tenemos que ir en su busca. En cierta manera los libros de crítica
cinematográfica son en DGD su propia manera de escribir en busca del tiempo
perdido.
*
[Texto leído en la presentación de Mirador en una
cuerda floja (Hollywood y el lado oscuro del realismo / Tradición y ruptura: el
conflicto esencial), octubre 10 de 2012.]
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