DGD: Textil 104 (clonografía), 2009 |
viernes, 15 de febrero de 2013
Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (VII: Éxito y fracaso)
(VII) Éxito y fracaso
El reino de Occidente es el de la literalidad, pero se trata
de una literalidad conveniente. Las
formas no convenientes de lo literal están férreamente reguladas. Un óptimo ejemplo
es el discurso del éxito. Los medios masivos insisten en estimular en cada
persona la iniciativa privada, alaban
a quien es audaz e imaginativo, rinden culto al que rompe las fórmulas
establecidas. Las artes narrativas exaltan una y otra vez al héroe que va
contra la corriente, que atenta contra lo previsible, que se impone metas
aparentemente quiméricas. Es a quienes hacen todo esto y se salen con la suya a los que el discurso occidental del éxito
llama ganadores (winners). La ruptura
parece, pues, ampliamente fomentada.
Sin embargo,
ay de quien tome esto demasiado literalmente y vaya más allá de cierta frontera
en donde lo literal deja de ser conveniente (es decir, deja de estar incluido
en el discurso de la conveniencia). Entonces un cúmulo de advertencias, primero;
de sanciones, después; y de duros castigos, finalmente, brotan en el camino del
“irruptor” y le muestran los límites.
Algunos de estos límites son convencionales y sirven para encender aún más la
flama del deseo de superación que mueve al irruptor (que en general es menos un
deseo de superarse a sí mismo que de superar a otros), pero se van volviendo
cada vez más severos en una especie de “desafío deportivo”, de “enfrentamiento
de caballeros”, de persecución del “éxito” en la línea de lo imprevisible.
*
El aparato de poder disfruta enormemente cuando constata el
ímpetu de ciertos irruptores obstinados, que a cada límite traspuesto refuerzan
la auto-confianza. No obstante, en un determinado punto de cualquiera de estas líneas
de lo imprevisible existe un límite que ya no es convencional, metafórico,
simbólico, y tampoco deportivo ni caballeresco. Es un límite literal: el aparato de poder ha perdido
la paciencia. Su reacción ya no es severa sino violenta.
En el cúmulo
de ejemplos posibles basta recordar las historias de Giordano Bruno y de Oscar
Wilde. Ambos pasaron el límite literal,
pese a todas las advertencias y sanciones crecientes, y fueron sometidos a la
hoguera de la Inquisición, con la única diferencia de que el primero lo fue de
manera literal y el segundo de modo simbólico —pero acaso aún más atroz.
*
En la mayoría de los casos el irruptor termina por detenerse,
es decir, por doblarse (“el que no se
dobla, se quiebra”, dice el sobreentendido lema del conservadurismo). La
iniciativa, la audacia, la ambición que mostrara antes de doblarse han servido
ampliamente al aparato de poder, puesto que han alimentado a este aparato con
lo que tanto necesita (modalidades y variantes); sin embargo, en cierto punto
el camino del irruptor deja de ser conveniente y a fuerza de choques él termina
por volverse atrás. Entonces ya es un perdedor (loser), y engrosará las filas de los que no lograron “salirse con
la suya”.
*
Puesto que la “tradición” indica que sólo hay unos cuantos
ganadores y una legión de perdedores, la única “ruptura” posible será ajustarse
a la complejísima y severa codificación de la pirámide del poder: desde
ganadores cuya caída eventual sirve de purga a la frustración y resentimiento
de los que están “abajo”, hasta perdedores que se aferran a pequeñas victorias
parciales puesto que al menos ellas los colocan “por encima” de quienes ni
siquiera eso han conseguido.
(The bigger
they are, the harder they fall, dice el refrán estadounidense: “Mientras más
grandes son, más dura será la caída”; el sentido alude engañosamente a esa
equiparación estratégica de éxito y grandeza. El refrán debe ser entendido más
bien de este modo: a mayor altura a la que logran subir [en la pirámide del
poder], mayor y más oprobiosa será la caída.)
*
A veces los irruptores aprenden a detenerse sin volver atrás.
Eligen el último límite y ahí se quedan, sin traspasarlo pero también sin
desandar camino. El aparato los festeja y los llena de honores: cada uno es
especial a su manera, puesto que demuestra con el ejemplo que es posible llegar
al límite mismo de la tradición sin traspasarlo y en realidad volviéndolo
ruptura convencional.
*
En la novela Moneyball:
The Art of Winning an Unfair Game (2003) de Michael Lewis, una crítica a la
comercialización del beisbol norteamericano, el protagonista se opone al sistema
que ha corrompido a ese deporte, consigue una serie de victorias impensables
con un equipo de “perdedores” y suscita una violenta reacción del statu quo beisbolístico. Un antiguo
colaborador, pintado como noble y sabio, le dice: “Sé que te están criticando,
pero el primero en atravesar la pared siempre acaba sangrando. Siempre. Lo que
haces amenaza no sólo su modo de hacer negocios, sino el juego en sí [el
beisbol]. Estás amenazando su subsistencia, sus trabajos, su manera de hacer
las cosas, y siempre que pasa eso, ya sea en un gobierno o en un negocio, la
gente que tiene las riendas, la que controla el interruptor, se vuelve
completamente loca”.
Pero lo que
este personaje no dice es que esa misma gente requiere que su subsistencia, sus trabajos y su manera de hacer las
cosas esté constantemente bajo alguna forma de la amenaza: necesita volverse
loca porque es el único modo de mantener el control del interruptor. Si el
caballo no es rebelde y si no se opone a ser controlado, el que tiene las
riendas puede adormecerse y ser derribado, y entonces sustituido por sus
voraces competidores.
No obstante,
si bien necesita a la amenaza, tampoco quiere sucumbir a ella. Por eso la
tradición es el constante reacomodo de las rupturas convenientes y la cuidadosa
represión de las rupturas inconvenientes.
*
En la misma novela (llevada al cine en 2011), una vez que
“triunfa” el aguerrido protagonista que se ha rebelado contra la
comercialización, recibe de un potentado una abundante oferta monetaria; aquél titubea
en aceptarla, puesto que se ha prometido no caer nunca en la gran trampa del
capitalismo. Aquel amigo suyo, el colaborador realista y endurecido, intenta derrumbar sus escrúpulos morales por
medio de un simple cambio de perspectiva;
así, le hace la siguiente observación: “No estás aceptando por el dinero. Estás
aceptando por lo que el dinero dice.
Y dice lo que le dice a cualquier jugador que gana mucho: que lo vale [that they’re worth it]”.
El discurso
de la conveniencia encuentra siempre la terminología precisa, rotunda,
incontestable, a través de su manipulación de lo metafórico. Este caso es climático:
ceder a una abultada y tentadora cifra no es moralmente reprobable porque el
dinero es “sólo” un mensaje (sólo así
Occidente acepta sin burlas la presencia de la metáfora y el símbolo). Aceptar
dinero por el dinero mismo sería una mera literalidad inaceptable (equivaldría
simplemente a venderse y a ser comprado); entonces se echa mano de lo
metafórico conveniente: el dinero no “es” sino que dice, y lo que dice es que quien lo tiene, lo vale.
*
Las connotaciones simbólicas de este simple cambio de perspectiva son apabullantes. El protagonista de
la novela ha emprendido la ruptura individual de una tradición manipulada; se
lanza ciegamente a una gesta individual para defender a la que considera la
verdadera tradición, la del beisbol
como deporte. Así pues, de una manera valiente y arriesgada se opone a lo que
contempla como una ruptura inaceptable: la avaricia de quienes han manipulado a
esa tradición originaria para convertirla en un negocio multimillonario. En
toda su “gesta” se le describe a través de otra vieja tradición, la de la iniciativa privada: lo arriesga todo
pese a que tiene todo en contra; es el primero que rompe la pared y sangra;
despierta una crítica feroz y una oposición encarnizada..., y sin embargo
triunfa. Pero la novela (y la película basada en ésta) no descansa en el símbolo
de una tradición reivindicada, sino en aquel otro símbolo que es revelado en
esa secuencia del “cambio de perspectiva”.
El gambito
verbal es brillante: gracias a una simple permuta de palabras, este personaje
puede dar marcha atrás sin escrúpulos y venderse a un aparato que al ofrecerle
el jugoso cheque le reconoce su valor:
no el valor de un irruptor, desde luego, sino el de quien ha sabido detenerse
en el límite mismo.
*
Como tantos otros personajes de historias similares, el
protagonista de Moneyball cree que es
posible una pequeña revolución sensata en el seno mismo de un aparato corrupto que
ha extendido su dominio hasta el grado de ser ya inseparable del deporte en sí.
A fin de cuentas este personaje puede arriesgarlo todo, pero su última
finalidad es pertenecer a algo; ese
algo, la magnitud llamada beisbol, no es diferenciable del aparato de poder que
lo sustenta. Es en este punto en donde entra en funciones el discurso de la
conveniencia: el protagonista de novela y película conservará ante sí mismo al
menos una apariencia de dignidad por medio de ver lo que quiere ver (su
pertenencia a una tradición noble) y dejará de ver al aparato que no ha hecho
otra cosa que beneficiarse con esa “ruptura” para reforzar a la inamovible tradición
del poder en todas sus ramificaciones.
*
Lo mismo sucede en muchos otros niveles, por ejemplo en la
entrega de premios de la Academia hollywoodense de 2003 en la que se dio el
Oscar por mejor documental a Bowling for
Columbine de Michael Moore, una película que hace una crítica profunda de
la política que rige a Estados Unidos. Los miembros de la Academia votaron
mayoritariamente por esta película, pero su disidencia se da respecto a esa
política nacional (es decir a una entidad abstracta), no respecto a la Academia
ni a Hollywood, que son estructuras (instituciones) a las que se enorgullecen
de pertenecer.
El
protagonista de Moneyball actúa del
mismo modo: su disidencia surge respecto a las corporaciones que han corrompido
al beisbol, no al poder al que ellas representan y que no es distinto del que
maneja al país (y al mundo entero), puesto que ese poder está extendido en todos
los círculos concéntricos y ya no existe una forma precisa de diferenciarlo de
una u otra de sus manifestaciones (no es posible establecer la línea a partir
de la cual una institución es independiente del sistema general en el que está
insertada).
Es de esta manera
que el poder ha terminado por ser sinónimo del mundo mismo.
*
Se dice que hay una ambición desmedida en quien tiene el
poder, pero tampoco poder y ambición pueden ser diferenciados. En la película Wall Street: Money Never Sleeps (Oliver
Stone, 2010), alguien pregunta a un voraz multimillonario si existe una
cantidad tope, un monto ante el cual pueda decirse que ha satisfecho sus
ambiciones. El interpelado no responde con una cifra sino con una sola palabra:
“Más”. Pero no está diciendo “más dinero”, sino “más poder”.
La ambición
no es el único motor del poderoso. El poder debe ejercerse y ampliarse a cada
momento, sin cesar: si se queda quieto un solo instante, si deja de extenderse,
se resquebraja (the harder they fall).
Ni siquiera es necesario restar: basta con dejar de sumar. El ganador debe
estar ganando a cada instante: un solo instante sin ganancia es una pérdida total. El que usa al poder no puede
detenerse, o lo pierde todo. En
última instancia el poder es la propia ruptura de sí mismo.
*
Una de las frases más frecuentes en los bandos es la
identificación de determinado individuo como “uno de los nuestros”, una
nombradía que de inmediato lo diferencia de “los otros”. Sólo Joseph Conrad
supo atrapar este lugar común y transfigurarlo al colocarlo en un registro
metafísico; en la novela Lord Jim (1900), del personaje protagónico se dice una y otra vez que “es
uno de los nuestros”, sin que se especifique el sentido en que esto se enuncia.
Jim podría
ser definido según lo que sea cada individuo que lo llama “uno de los nuestros”:
un colonialista, un conquistador, un militar endurecido, pero también podría
ser algo muy distinto, puesto que cuando a veces el personaje narrador (Marlow)
lo llama “uno de los nuestros” sin identificar específicamente un bando (Marlow
es un hombre de mar pero también un
hombre), podría estarse refiriendo a la familia metafórica originaria: a un
individuo que, por una extraña excepcionalidad, no dice “nuestros” desde un
bando sino desde la verdadera fraternidad.
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