DGD: Redes 84 (clonografía), 2009 |
martes, 6 de mayo de 2014
Ramón Gaya: “Portalón de par en par”
El pintor y poeta español Ramón Gaya (1910-2005) fue un
contemplador y un visionario, pero ante todo un hombre de fe. En el prólogo a Obra completa de Ramón Gaya (Pre-Textos,
Valencia, 2010), Tomás Segovia se encarga de librar de equívocos esta última expresión:
“Hablar de fe es hablar de lo sagrado. Decir que Ramón Gaya es un hombre de fe
es decir que su mundo se funda en lo sagrado. Leyendo sus escritos tiene uno
constantemente la impresión de que la obra de los grandes creadores es sagrada,
pero antes que nada la realidad es sagrada, la vida es sagrada. En esa visión,
si el arte es sagrado no es a pesar de la burda realidad, sino porque la
realidad misma es sagrada”. La obra entera de Ramón Gaya es un portón abierto
de par en par que invita, incita, demanda limpiar la mirada. “Portalón de par
en par” fue escrito en 1947, durante el exilio de este poeta en México. Ese fue
el año en que Gaya conoció a Tomás Segovia, entonces un joven poeta de veinte
años. Gaya pintó un retrato de Segovia en 1949 y a él lo unirá una profunda
amistad hasta el final de sus días. Algo que los identificó desde el principio fue
la total independencia respecto a los dogmas artísticos de la época, algo que
no dejaron de manifestar a lo largo del tiempo a través de sus obras respectivas.
[DGD]
Portalón de par en
par
Ramón Gaya
El hombre natural cree que la obra de arte es un compuesto,
y supone que el artista va colocando en ella cosas, cosas conquistadas en la
realidad y en el espíritu. Claro que el arte, o mejor, la Historia del Arte
está plagada de obras conseguidas así, conseguidas por composición, por
acumulación de virtudes, de excelencias, de valores (la pintura de Botticelli,
la poesía de Góngora, son eso, vitrinas, vitrinas maravillosamente cerradas, en
donde el autor ha ido guardando, apresando, esto y aquello); pero esas obras no
son sino arte artístico, es decir, no son arte total. En Fidias, en
Shakespeare, en Tiziano, en Velázquez, en Cervantes, en Mozart no ha sido
encerrado nada, sino libertado todo, dejado escapar todo. Paseando por las
salas del Louvre con alguien a quien estimo mucho —S.G., terriblemente
inteligente y pedante—, nos detuvimos frente a un Poussin, y después de una
larga contemplación me dijo algo como esto: “¡Qué hermoso cadáver!”. Entonces
me pareció una frase tonta; hoy la reproduzco aquí porque debajo de su
ridiculez externa le encuentro ahora mucho sentido. Es cierto, y no sólo es
cierto en un artista mediocre como Poussin; las obras de Praxiteles, Leonardo,
incluso Bach, son como grandes cadáveres de hermosura, cuerpos fijos en donde
la belleza ha sido atrapada, pero no la vida, o quizá también la vida, pero la
vida detenida, no continuada hasta el alma. Sus espléndidas obras son siempre
muertas porque no son hijas de la generosidad, sino de la avaricia, del ahorro,
de la acumulación; son muertas porque han sido cerradas con llave. Y Dios
parece castigar al avaro, más que inutilizando, más que matando su tesoro,
conservándoselo eternamente bello, bello sin qué, bello sin sentido.
Pocas obras
tan generosas como Don Quijote. Se
diría que hay libros engrosados por la codicia y libros alargados por la
generosidad. Don Quijote es, sin
duda, de estos últimos; se extiende páginas y páginas, pero no para hacer con
ellas un libro, sino para deshacerlo, para que no sea un libro precisamente,
para que la literatura quede rota en él, es decir, sobrepasada, saltada. Porque
Don Quijote no está escrito —¡qué
disparate!— contra los libros de caballerías, sino contra los libros, contra el
libro, como el lienzo de Las Meninas
está pintado contra los cuadros, más aún, contra la pintura. Claro que, dicho
así, de pronto, esto casi no se entiende hoy, ya que sufrimos aún el peso de
aquel convencimiento estúpido y pobre que convirtió al escultor en un exaltado
por el mármol, al pintor en un enamorado de los colores, al poeta en un
saboreador de las palabras, al músico en un beato de los sonidos. Recuerdo
ahora —porque hace ya veinte años de este furor, aunque nos queden residuos—
que de un cuadro con asunto se decía que no era pintura, sino literatura; de un
poema con algo de paisaje o de color se decía que no era poético, sino
pictórico; de un cuarteto donde se transparentaba tal o cual sentir se decía
que no era música; y de la escultura se pensó que era un volumen, un bulto. Con
tanta vigilancia y delimitación se llegaba, sí, a una especie de pureza, pero
una pureza, en todo caso, de los oficios, no de la creación. Se redujo todo a
sensualidad, a la sensualidad del trabajo, de los trabajos de arte, es decir,
se redujo todo a materialidad, a cuerpo, a nada. En cambio, cuando volvemos la
cabeza hacia lo grande, vemos que es precisamente la piedra lo que ha sido
destruido en la escultura de Fidias, pero no porque esa piedra la vuelva carne
—como hizo Rodin, confundiéndose—, sino porque la vuelve alma, alma sola; vemos
que son precisamente los colores, los contornos, el dibujo, la composición, la
plasticidad, en fin, lo que desapareció por completo en Las Meninas, de Velázquez; vemos que es precisamente la palabra lo
que borró de sus Canciones San Juan
de la Cruz; vemos que es el ruido del sonido lo que ya no está en Mozart.
El arte no
es, pues, un cuerpo. Si el gran arte no es algo corpóreo, sino una existencia
cóncava, el artista es, necesariamente, un hombre que resta. El hombre natural,
por el contrario, va sumándolo todo: cultura, hechos, sentimientos, belleza. En
la obra de un artista todo ha sido restado, quitado, porque lo que él quiere de
sí mismo y de las cosas es, como se sabe, el alma nada más. Pero el artista
—como el místico—, que cree en el alma, que la siente, ignora, en cambio, lo
que ésta es y dónde se encuentra, es decir, no sabe de ella nada, no tiene de
ella nada, sino acaso, la sensación de su vacío.
Mantener
limpio, puro, cóncavo ese vacío, es ser artista grande, completo; dejarlo que se
llene de cosas, aunque sea de cosas válidas, es ser artista pequeño, terrenal,
material, decorativo, pobre. El gran artista y el místico están siempre al
borde de lo imperdonable, de lo inhumano, de lo hereje; los dos expulsan,
excluyen de su vacío absolutamente todo, hasta la Iglesia, hasta el Arte.
Porque para esos seres desnudos la Iglesia y el Arte no son templos, como se
dice, sino prisiones.
La Primavera de Botticelli, La Gioconda de Leonardo, Las Soledades de Góngora, La vida es sueño de Calderón, Las Walkirias de Wagner, todas estas
obras magníficas y maestras —eso es lo que gusta y entontece más a los
historiadores, que sean maestras— descubrimos un día que son como preciosas
cajas estériles, de las que no nace nada, en las que nunca encontraremos nada
que no haya sido puesto allí, metido allí, colocado allí —y con qué arte— por
el artista. Destapar esas cajas nos defrauda siempre como defrauda abrir la
tumbas de los faraones, ya que de una muerte tan cuidadosamente mimada y
eternizada esperábamos sin duda ver salir un hálito del más allá, un
desconocido suspiro, una esperanza difícil; por el contrario, sólo hallaremos cosas,
las cosas que fueron guardadas en esas artísticas cárceles, es decir, un
cuerpo, muebles, algo de oro, un poco de comida. De una tumba cristiana, como
no hay nada en ella, brota siempre de allí un vacío, la flor inmensa del vacío,
la negación del cuerpo, la negación de todo, o sea, brota, nace sin impedimento
alguno el alma, lo que es posiblemente el alma.
El artista
pequeño, terrenal, material, decorativo, pobre, quiere llenar su obra de tesoros,
y combina, suma, reúne; cree que así no se le escapa nada, cree que se enriquece
puesto que lo guarda todo y se guarda, se ahorra a sí mismo. El gran artista, en
cambio, lo resta todo y se resta, se despersonaliza porque siente que no sólo
la carne es enemiga del alma, sino la persona, la personalidad. Todo el arte
moderno es de oro bajo porque está sostenido, cuando mucho, por la
personalidad, más aún, porque todo en él ha sido sacrificado a la personalidad.
En el arte moderno todo lo encontramos posible, admisible, siempre que venga
respaldado por la persona. En nuestra moderna vanidad de hombres personales nos
hemos empeñado en verlo todo desde el hombre personal sin caer en la cuenta de
que hay cosas, como el arte, por ejemplo, que si tienen algún sentido no es un
sentido para nosotros, para nuestro uso, sino un sentido relacionado con algo
muy superior. Por eso un gran artista no es el que conoce la divinidad, sino el
que, ignorándola, cree en ella, conoce la fe en ella, en esa divinidad que
precisamente no conoce. Por eso el gran artista no quiere encerrar cosa alguna,
porque sabe que en todo aquello que puede ser apresado, aprisionado, ya no está
lo que él buscaba. Por eso una gran obra de arte no es nunca una conclusión,
como se compromete a serlo una obra científica o filosófica, sino un principio,
un principio que escapa, que huye, que se liberta. Porque no sólo Don Quijote, sino toda gran obra de arte
brota siempre de una prisión, de la prisión que somos, y por eso tiene esa
libertad, tiende hacia esa libertad.
Don Quijote no es un libro de aventuras
o sucedidos; ni un libro psicológico; ni un libro filosófico; ni es, como se
supone, el compuesto de todas esas cosas, ya que ni siquiera es un libro. Don Quijote es algo así como un gran
portalón abierto de par en par, no al paisaje, ni a los seres, ni a las ideas,
ni a la fantasía, sino abierto de par en par al vacío, región difícil para el
hombre, donde hasta el mismo Cervantes, el hombre que hay en Cervantes, se
siente a disgusto y vuelve los ojos hacia su Persiles y Segismunda, como un náufrago hacia tal madero, es decir,
hacia tal corporeidad, porque el Persiles
existe, sabe Cervantes que existe porque lo ha construido, y todo lo que
Cervantes ha puesto allí, allí está encerrado para siempre, eternamente.
Don Quijote se le escapa, se le escapa
al vacío donde Cervantes no puede acompañarle, no puede seguirle. Don Quijote se desprende de Cervantes
porque ha sido creado por esa parte de generosidad infinita, de desprendimiento
monstruoso, inhumano, que es el alma desnuda. Y el alma desnuda sólo crea obras
en donde todo ha desaparecido, obras así, de alma desnuda. Por eso es tan
impresionante su final, cuando vemos que don Quijote no es, como creen algunos,
que gane la razón, sino que pierde la
locura.
México, 1947
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