DGD: Redes 145 (clonografía), 2012 |
martes, 27 de mayo de 2014
Ramón Gaya: Huerto y vida
Huerto
y vida
Ramón Gaya
[España, 1980. Obra completa, Pre-Textos, Valencia, 2010.]
Siempre que, vuelto hacia mí, reculando en el
tiempo, he querido llegar a lo más antiguo y más escondido de la memoria, a ese
primer instante de conciencia animal pura que ha de ser, por lo visto, de donde
arranque ya toda nuestra vida, desemboco invariablemente en una imagen muy
simple: una rama de nisperero recortándose sobre un cielo azul. Eso es todo.
¿Qué hace ahí, en lo profundo, esa rama de árbol sin más ni más? Sabiéndome
nacido en un huerto —Murcia, Huerto del Conde, en la Puerta de Orihuela, el 10
de octubre de 1910—, la verdad es que no puede parecerme demasiado extraño que
mi primer recuerdo consista, precisamente, en unas cuantas hojas (esas hojas de
nisperero, un tanto ríspidas, que sin dejar de ser vegetales parecen tener, por
un lado, algo metálico, y por el otro, su reverso, algo aterciopelado); pero lo
que me intriga de esta imagen no es lo que aparece, sino lo que no aparece en
ella, lo que... falta en ella; y lo
que falta, sorprendentemente, es... el yo, un yo que habitara y viviera esa
imagen, ya que el hombre no suele recordar nada como no sea recordándose a sí propio en algún
contacto, en algún comercio con los demás. Pero lo cierto es que aquí todavía
no hay nadie, personne, no hay
persona, sólo esa rama sin qué ni por qué, o sea, sin argumento, sin sujeto,
incluso sin representar o simbolizar cosa alguna, en una especie de... estar puro, mondo y lirondo, como
algunas de esas flores, rodeadas de vacío, que aparecen en las viejas pinturas
chinas y japonesas. Se trata, pues, de algo
—una imagen de algo— que ya me pertenece, de algo ya mío, pero sin mí, todavía
sin mí. Claro que en ese fondo primero de la memoria han quedado aposentadas
también otras imágenes (como unas manchas vívidas) en las que aparezco asomado
por los bordes, en tal o cual escena borrosa con mis padres, o con mi madrina
Lola y su cuñada Encarna, pero he sabido siempre muy bien que todas ellas son
imágenes posteriores a ésta, tan fija
y nítida, de la rama de nisperero; durante casi setenta años la he conservado,
intacta, aunque ignorando su sentido o creyendo tontamente que no lo tenía, que
era algo así como una especie de... estampa,
la estampa plana de una visión de
nadie y sin nadie, caída allí per caso, surgida allí por generación
caprichosa, desligada de todo, gratuita, decorativa. Era, desde luego, un
error; digamos, para empezar, que en la realidad no hay nada, no puede haber
nunca nada... decorativo, es decir,
vacío; y digamos, sobre todo, que en la realidad no puede darse cosa alguna
—por neutra e inexpresiva que se presente— que además de ser ella (esa que
aparece y permanece siendo) no venga a descubrirnos y a explicarnos otra. Sabemos que las cosas y los seres
que buenamente logran salir, subir a la superficie de la realidad, no sólo
vienen a ser eso que son, sino que vienen, quizá más aún que a ser, a... decir, a decirnos, a revelarnos
significaciones, y no ya significaciones suyas, sino de otras cosas y otros
seres. Pero todo eso otro vendrá
siempre dicho con una voz tan queda —es una voz, diríamos, de imagen, en una
voz de metáfora—, en una voz que no es voz, sino visión, casi como una silenciosidad; se entiende, por lo tanto, que
incluso un oído muy atento no acierte a veces a escucharla bien y podamos
quedar, de pronto, tranquilamente aposentados en una estupidez que no nos
correspondía, que no era nuestra, que no era nuestra —ya que todos podemos,
quizá, disponer de una—, pues aquí se trata muy concretamente de esa estupidez
de los listos, de los realistas, de los que piensan que el pan no es más que
pan. La necia persistencia de mi sordera quizá se debió también, por lo menos
en parte, a la desconfianza que me inspirara desde el primer momento tanto símbolo artificial, falso, arbitrario,
como nos traería, por ejemplo, el surrealismo. Desde 1928 (fecha de mi llegada
a París, a los diecisiete años, donde topara por vez primera con unas pinturas de Max Ernst y unos escritos de André Bretón) hasta 1935,
por lo menos, y aún después, la verdad es que yo no podía oír hablar sin
disgusto de... “oscuros significados”, de “magia”, de “belleza convulsiva” —que
me parecía más bien una enfermedad—, de lo “maravilloso”, de lo “alucinante”,
porque cuando se hablaba de todo eso ya sabía qué plato iban a servirme.
A
esta imagen de la rama de nisperero sobre un cielo azul yo no quería, porque me
gustaba así como era, echarle nada encima que la pudiera alterar, emborronar,
pero tampoco le arrancaba nada. La había conservado siempre, pero la había
inmovilizado. Porque, claro está, las significaciones y los símbolos existen; y
no es sólo que existan algunas veces y en algunas cosas, sino que existen
siempre y en todo. Sí, todo lo que existe viene ya, independientemente de su
ser, con una significación... dispuesta de antemano, aunque sin dejarse ver ni
oír del todo. Hay, pues, que... respetar, esperar y, desde luego, callarnos lo más posible. Hoy, a sesenta
y siete o sesenta y ocho años de distancia, me ha parecido entrever y entreoír
que esa pasmada imagen de unas hojas era, sencillamente como un pequeño y
fresco anticipo del lugar, del sitio
exacto de mi nacimiento; un lugar, un sitio, un punto que parecía, de una
manera tan incontestable, ser él —y lo era—; precisamente siéndolo es como decía
ser, también, otra cosa. Este punto único y solo se encuentra aquí, es aquí, pero se encuentra aquí representando la totalidad del mundo
real. Yo no puedo estar dentro, aparecer dentro de esa imagen, porque esa
imagen no es una imagen, sino la realidad directa y viviente misma, que ya
existe cuando yo todavía no existo (existo ya, sin duda, con dos o tres años,
para mis padres, pero no para mí), y antes de tener noticia alguna de mí mismo,
conciencia de mí mismo, la realidad parece dar un paso, tenderme la mano para
que yo —o mejor, ese garabato del ser
que aún no soy— tropiece buenamente con ella y pase, sin sentir, a ser real.
*
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario