DGD: Redes 188 (clonografía), 2012 |
sábado, 6 de diciembre de 2014
El mal, una barrera
Podría considerarse un tercer bando situado a
mitad de camino entre los otros dos, y que ya no privilegia al bien o al mal
sino a la contraposición de ambos. Bien y mal son las dos fuerzas primordiales
y una no podría existir sin la otra; el mal resulta tan necesario al bien como
la oscuridad a la luz. Visiones tan distintas entre sí como el monismo, el
dualismo y el panteísmo comparten ese principio. Los sistemas monistas
consideran al mal no más que un modo a través del cual ciertos aspectos del
desarrollo de la naturaleza son aprehendidos por la conciencia humana. Según
esta mirada, no hay principio distintivo al que pueda asignarse el mal y, en
conjunto, su origen es uno con la propia naturaleza. Es aquí en donde la
sabiduría del corazón (en el sentido usado por Henry Miller) afirma que en
realidad no existe un conflicto; así la exclamación de Bachelard: “la
bondad rebasa por sistema a la conciencia del mal, porque la conciencia del mal
es ya el deseo de la redención” (La
intuición del instante).
Uno de los monismos más antiguos radica en la
base del budismo tántrico asentado en China, que rechaza los rigores ascéticos, busca la
salvación mediante el pleno goce de los sentidos y afirma que la prosperidad
terrenal no es un obstáculo para la salvación de los hombres. Borges refiere:
“Las gnósticos de Alejandría enseñaban que, para librarse de un pecado, es
preciso haberlo cometido; paralelamente, el budismo tántrico de la Mano
Izquierda aconseja tanto la práctica de los actos más placenteros como de los
más repugnantes”.
Heráclito
imagina la “lucha” como condición esencial de la vida, contraria a la acción
divina: “Dios es el autor de todo lo correcto, lo bueno y lo justo, pero los
hombres, a veces, han escogido lo bueno y a veces lo malo”. Empédocles atribuye
el mal al principio “odio” (neîkos) que, junto con su opuesto, el “amor”
(phília), es inherente al universo. Algunos gnósticos siguieron la
opinión de Filo y del neoplatónico Plotino acerca del mal inherente en la
materia y sostuvieron que el mundo fue formado por una emanación, el Demiurgo,
un intermediario entre Dios y la materia impura. El zoroastrismo atribuye el
bien y el mal a dos principios mutuamente hostiles, Ormuz (Ahura Mazda) y
Arimán (Angra Mainyu). Manes o Maniqueo, fundador de la secta que lleva su
nombre, agrega un tercer principio que emana de la fuente del bien (y
corresponde quizás al Mitra del zoroastrismo) o “espíritu viviente” que formó
el mundo material a partir de una mezcla de bien y mal. Manes sostuvo que la
materia era esencialmente mala y por consiguiente no podría estar en contacto
directo con Dios.
El monismo rechaza la idea específica de una
creación y excluye rigurosamente la idea de un Dios, ya sea para identificarse
con un principio impersonal inmanente en el universo, o para concebirlo como una
simple abstracción de los métodos de la naturaleza; ésta, considerada desde el
punto de vista del materialismo o del idealismo, es la única realidad. Por este
camino transitaron Giordano Bruno, Hobbes, Spinoza y Hegel. Para el monismo
hegeliano, el mal es la discordia temporal entre lo que es y lo que debe ser.
Engels encuentra otra discordia: “Las ideas de bien y de mal han cambiado tanto
de pueblo a pueblo, de siglo a siglo, que no pocas veces hasta se contradicen
abiertamente”.
En 1900, el darwinista Bourdeau, cansado de las
interminables discusiones, afirmó enfáticamente que resulta fútil buscar un
origen sobrenatural para la maldad y urgió a confinar la consideración a “las
causas naturales, accesibles y determinables”. En el mismo sentido, Huxley deduce
que en el estado actual de la humanidad las últimas causas son desconocidas y
pueden ser irreconocibles: “El mal es para ser conocido y combatido en lo
concreto y en detalle”. Y es así que el materialismo dialéctico sólo reconoce
conceptos de “bien” y “mal” si tienen su fuente objetiva en el desarrollo de la
sociedad: “Las acciones de las personas pueden ser estimadas como buenas o
malas, según faciliten o dificulten la satisfacción de las necesidades
históricas de la sociedad” (Diccionario filosófico).
Una y otra vez vuelve, independientemente de la
escuela de pensamiento, la noción de un obstáculo, de un impedimento exterior.
En esto al menos dos de los tres bandos coinciden (y no es infrecuente que
todos ellos lleguen a intercambiar argumentos). En donde el marxismo habla de
acciones humanas que dificultan necesidades históricas, el tomismo habla
de privación de un bien debido. Escribe Santo Tomás: “Debemos considerar
que, así como entendemos por bien la perfección del ser, por mal se entiende la
privación de esta perfección. Pero, como la privación propiamente dicha es la
privación de un bien debido, que le pertenece en un tiempo y de un modo
determinado, es evidente que una cosa es llamada mala porque carece de una
perfección que debe tener. Por ejemplo, el que el hombre esté privado del
sentido de la vista es un mal para él, pero no lo es para la piedra, porque no
es propio de ésta ver”. Un exegeta cristiano logra una buena frase sintética:
“El mal se alza como una barrera, en apariencia infranqueable, entre la
sensibilidad espontánea del hombre y la bondad proclamada de Dios”.
Si el mal es una barrera, entonces por reflejo y
analogía todo impedimento y toda frontera serán oscuramente entendidos como
manifestaciones del mal, incluidos los límites racionales. Pero también el
raciocinio mismo, porque éste no parece sino estar hecho de límites. Se
sobreentiende, pues, que hay algo perverso en la razón, y ante todo en sus
callejones sin salida. Mas el ser humano (sea teólogo o científico, optimista o
pesimista) no parece tener otra herramienta para acceder al conocimiento;
aquella otra gran herramienta, la intuición, nunca ha sido elevada, como
Descartes hizo con el aparato racional, a “signo de majestad del hombre”.
Curiosamente, no hay nadie que se sirva tanto de la razón y la lógica como el
teólogo, así como no hay mayores intuitivos que el científico y el filósofo;
pero ninguno de ellos deja de sentir que hay algo torcido y hasta macabro en la
ratio, “principal herramienta” del hombre. Sin duda, esta es la inimaginable virtud del
budismo Zen, que doblega a la razón con sus propias armas y así el monje Dôgen llega
a afirmar que “el conflicto entre el bien y el mal es la peor enfermedad de la
mente”.
Y en
efecto, puede hablarse de un delirio febril al final de estas elucubraciones.
Dionisio el Areopagita afirma que Dios es la luz que ilumina a todos los seres
y que éstos sólo existen en virtud de esa luz. Sin embargo, añade que la
distribución de esa luz no es uniforme y que se efectúa en una serie de gradaciones:
las divinas de la jerarquía celeste y las terrenales de la jerarquía
eclesiástica. En términos laicos: todos los seres son iguales ante Dios, pero
unos son más iguales que otros. El testimonio de la experiencia humana permite
entonces una pregunta: ¿procede el mal precisamente de esa “injusta
distribución de la luz”? ¿Está el bien en las igualdades y el mal en las
diferencias?
*
Bibliografía
Georg Wilhelm Friedrich Hegel: Grundlinien der
philosophie des rechts. Oder naturrecht und staatswissenschaft im grundrisse,
Berlín, 1821. [Lectures on the philosophy of right, University of
California Press, Berkeley, 1995.]
Friedrich Engels: Anti-Dühring
(1878), C.H. Kerr & Co., Chicago, 1907.
Mark Moisevich Rosentahl y Pavel Fedorovich Iudin
(eds.): Diccionario filosófico, Ediciones Pueblos Unidos, Montevideo,
1965.
*
[De Libro de Nadie 3. Leer el siguiente capítulo.]
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
1 comentario:
Estoy leyendo tus dos últimos ensayos sobre el MAl,
como siempre, es toda una experiencia enriquecedora leer lo que escribes. Un saludo cariñoso. Ursula
Publicar un comentario